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Aumentan el misterio de estos hermanos, enriqueciéndolo, los informes enviados por el Ministro Plenipotenciario de España a Madrid. Si la viuda de Lucas nos ha ofrecido una perspectiva familiar, más bien íntima, de los dos, el Ministro nos provee de un punto de vista oficial, público, sobre dos aristócratas dedicados, cada uno a su modo, al gobierno de su país. Enfoquemos aquí con exclusividad al hermano mayor, Lucas, por las pinceladas vigorosas con que viene retratado. En «El fondo sociológico de mis novelas» (575), el mismo Ayala subraya el perspectivismo con que trata al senador. No contempla la caída del patriciado terrateniente explicándola con conceptos sociológicos, sino mostrándola en toda su inmediatez mediante la evocación «desde distintas perspectivas y en diversas situaciones [de] la figura del senador Don Lucas Rosales». Concediendo, con Ortega (III, 200), igual validez a todos los puntos de vista, en cuanto cada uno aporta su parte de verdad, Ayala no privilegia la perspectiva del Ministro de España frente a las de personajes de menor rango social. Así, pues, respeta la visión que profiere el satirista Camarasa del senador Rosales como «único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar al dictador», quien, por tanto, lo liquida. Tampoco desdeña la estupenda descripción del soberbio terrateniente que pone en boca de Tadeo Requena, resentido por su propio humilde origen: «Me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida […] aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…».

Tal es la perspectiva más dura de la declinación de una aristocracia. Un abusador del poder desde el punto de vista de sus aparceros, Lucas Rosales merecía para ellos su caída. ¿Quién duda que, para describirla con tanta eficacia, Ayala se ha servido de sus recuerdos de la pintura, pues ha confesado que «mis ficciones poéticas deben mucho a mi afición por las artes figurativas; el Museo del Prado, tan frecuentado por mí en años juveniles, se encuentra detrás de la visión e interpretación de la realidad reflejada en mis obras escritas?» («La pintura y yo», 21.) Para empezar, pues, el retratista emplea la táctica del Goya del «5 de mayo» de ocultar los ojos del adversario debajo del sombrero para disminuir su humanidad, subrayando, a la vez, la prenda cuasimilitar de la bota y sustituyendo el rifle goyesco por el puro. Después, se convierte a Lucas Rosales en un corpachón de gigante, como el de uno de los colosos goyescos, símbolos de la guerra, que espantan a la gente fugitiva a sus pies. Con posterioridad, aparece Rosales en tres posiciones, cuya sucesión representa la asombrosa caída del personaje (y de su clase): primero, montado a caballo; segundo, en pie aunque siempre en marcha; tercero, postrado.

Pero, si la cosificación plástica del hombre priva a su vida de la posibilidad de tener sentido, su elevación elegiaca hace todo lo contrario. Con sencillez ha descrito Monique Joly el informe del Ministro Plenipotenciario de España a su superior en Madrid sobre la muerte de Lucas Rosales como la caída del «defensor de las fuerzas del orden frente a la anarquía» (419). Al fin y al cabo, el ministro representa al gobierno de Franco, que también afirmaba el orden con preferencia a cualesquiera otros valores civiles. Pero, en realidad, el texto del ministro reviste el tono de una elegía, realzando a Lucas Rosales sobre el medio ambiente en que le había tocado vivir. Tras una descripción minuciosa del escenario del asesinato, con alusiones a la hora, a la disposición espacial del lugar del atentado y al posible escondite de los asesinos, aparece un elogio de «sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social». Líder nato, supo conservar su calma mientras otros de su posición social se desmoralizaban ante la demagogia desencadenada por Bocanegra. Hasta el locutor de radio de quien el ministro recibió su información sobre la muerte del senador, había leído la noticia sobremanera conmovido. El evento -en ello parecen concurrir todos-, ha de tener un impacto decisivo en el destino del país. En suma, a juicio del ministro, Lucas Rosales ha vivido como un héroe. El perspectivismo de Muertes de perro llega a su cumbre, en opinión de los críticos, con la dinámica caracterización del senador Rosales, terrateniente temido por sus enemigos y apreciado y respetado por quienes compartían sus valores.

[g] Estructura de la novela: el sendero descendente en espiral

Podríamos resumir en pocas palabras el tema de nuestra novela: en una época de crisis como la actual, la marcha de la historia resta sentido a la vida. La existencia individual va perdiendo su significación en un ritmo cíclico, y este hecho tal vez explicaría la impresión de Monique Joly de la circularidad de los juegos de perspectivas en Muertes de perro: «El retorno cíclico de ciertos personajes […] o de ciertos lugares […] la reaparición de ciertos temas, todo esto presta al mundo de Muertes de perro una presencia casi obsesiva» (429). El retorno ocurre con cierta periodicidad y con una simetría sorprendente. Al retornar, un motivo o episodio vuelve en forma cada vez más desvitalizada, menos humana, más carente de sentido existencial. La obra empieza y termina con el mismo motivo histórico, la caída y muerte de Bocanegra, prolongada y epilogada por el malogrado historiador Pinedo. Pero, ¡qué contraste entre el principio y el fin!: si Pinedo parte del afán de prestar sentido a su propia vida conservando y escribiendo la historia de su país, acaba por abandonar su historiografía, involucrándose directamente en una historia que, según la experiencia ha mostrado, priva a la existencia de sentido. Lo mismo que el Infierno dantesco, Muertes de perro prosigue en círculos descendentes, con episodios de cada vez mayor depravación, hasta desembocar en el tiranicidio / ¿parricidio? cometido por Tadeo y, en un nivel inferior aún, en el asesinato en que Pinedo imita a Tadeo, matando a Olóriz. Con cada vuelta dada alrededor del eje de la novela, que es la relación entre el dictador y su secretario, el lector se siente más próximo a la verdad histórica sobre el asunto, pero más distante de la verdad de la vida humana.

Arroja luz sobre esta dicotomía otra ficción de Ayala, de estructura más sencilla, aunque también en forma de espiral. Recuérdese que, en las dos importantes colecciones de relatos de 1949, Los usurpadores y La cabeza del cordero, presta sentido a la vida la aceptación de la responsabilidad de proceder con amor al prójimo, y, si el prójimo pertenece al bando contrario, de intentar una platónica integración. A la inversa, priva de sentido a la existencia el evadir semejante deber. Ya hemos analizado «El tajo» sirviéndonos de esta clave hermenéutica. Pero entre los cuentos de Los usurpadores se encuentra uno que muestra la caída, no de un déspota inerte y taciturno como Bocanegra, sino de un rey enérgico, Pedro I el Cruel (1334-1369), que tiende a cosificar a sus parientes, viviendo por ende una vida cada vez más encerrada en sí. El relato titulado «El abrazo» comienza y termina en el mismo punto: con la lucha singular, fratricida, en el campo de Montiel entre Pedro y su hermanastro Enrique de Trastamara, quien le mata acuchillándole entre sus brazos. Toda la acción de la obra se despliega en la memoria de donjuán Alfonso de Alburquerque, ayo de Pedro, al instante de huir de los enemigos del monarca asesinado. Recurre, pues, en los recuerdos del sabio fugitivo la visión de los dos contendientes, encerrados en el abrazo letal que sella el destino de Pedro. Juan Alfonso había aconsejado moderación, contención y prudente consideración de todas las posibilidades políticas heredadas por Pedro de su padre. Pero en Castilla los sucesos, para Juan Alfonso indominables, giran descendiendo en forma de espiral hacia el desenlace sangriento. Juan Alfonso había aconsejado a Pedro cautela en su tratamiento de doña Leonor de Guzmán, amante de su difunto padre, para evitar la hostilidad de sus hermanastros bastardos. Mas, en el primer círculo de la hélice estructural del cuento, la reina madre doña María, celosa, hace decapitar a doña Leonor. Por desconfianza hacia don Fadrique, hijo de doña Leonor, ya en un círculo inferior del relato, el rey Pedro ejecuta a su hermanastro. Toda la presión de las hostilidades familiares hace que la acción empuje a la catástrofe final. Por último, ya en Montiel, Pedro, esgrimiendo el cuchillo, provoca a su hermanastro Enrique a arrojarse sobre él.