»-No tengas miedo -rió éste, con los dientes muy blancos bajo el bigote muy negro; quería tranquilizarme.
»-Yo no tengo miedo -le respondí, arisco. Pero me estaba acordando entonces del Juancito Álvarez, sólo un año mayor que yo, a quien poco antes lo habían prendido así, junto con otros dos hombres ya mayores, sin que nunca más se volviera a saber de ninguno.
»Mi suerte iba a ser muy distinta. El oficial consiguió infundirme confianza. Me aseguró que nada malo había de ocurrirme, sino al contrario. Me dijo su nombre: Soy el comandante Francisco Cortina, me dijo; quería ser amable. Yo, por mi parte, no entendía nada. Reflexioné: Lo que sea, sonará. Era una manera de estar tranquilo: después de todo -pensé-, para los pobres, nada es nunca demasiado bueno, pero tampoco puede ser demasiado malo. Y me puse a contemplar el camino. Jamás antes había salido yo de San Cosme; atravesamos varios pueblos, yo los miraba, y la gente me miraba a mí al pasar como flecha… No se me olvidará la entrada en la capital. Ahí sí me hubiera gustado que el jip no corriera tanto. Aquello lucía como en las películas. Bastantes veces había recorrido, con los ojos, en el cine del pueblo, las calles de Nueva York, de Chicago, conocía sobre todo México, me había asomado a Buenos Aires, a París, a Londres [24]. A nada de eso se parecía esta ciudad, siendo la capital. Pero, en cambio, tenía la ventaja de ser real; estaba ahí, de bulto, y yo dentro de ella. Nuestro jip, como rata que se escabulle, recorría calles y calles, hasta refugiarse por último en un patio que -lo supe luego- pertenecía nada menos que al Palacio Nacional, y es este mismo patio, precisamente, que ahora puede verse desde la ventana de mi cuarto, cruzado de jips a toda hora y lleno de guardias discutidores o chanceros. El comandante Cortina pertenecía a la casa. Me condujo por escaleras y pasillos; y yo seguí sus botas altas y lustrosas, el tintineo de sus espuelas, hasta una habitación donde por fin nos detuvimos y me mandó esperarlo. Allí me estuve; allí, es decir: aquí; pues era, estoy casi seguro, este mismo antedespacho donde ahora tengo instalado mi escritorio, y que entonces estaba dispuesto como una sala, con diván, butacas y sillas. Me senté en un rincón, y aguardé quién sabe el tiempo, rabioso ya de hambre al cabo de un rato, pues quizás si habría comido en todo el día una o dos bananas: en casa, yo nunca quería comer de lo poco que hubiera; no me gustaba que luego me gritaran vago. Pensé con disgusto en mi vieja, siempre sucia y gruñendo, con su piara de negritos a la zaga [25]. ¿Cuándo me echaría en falta? ¿Mañana? ¡Nunca! Ya le habrían ido con la noticia, y estaría toda alborotada. Sí, claro, ¿cómo no iban a haberle llevado enseguida el cuento? Aparte la chiquillería, el gallego Luna y otros más habían visto a los guardias botarme en el jip -el gallego Luna, a quien (en ese instante vine a recapacitar sobre ello) le sorprendí entonces, de refilón, una mirada astuta y burlesca, muy de gallego, que no acerté a interpretar en la confusión del momento, pero que por lo pronto se me quedó grabada. Luego, más tarde, corriendo el tiempo, supe, sí, que nadie en el pueblo se había sorprendido ni alarmado; supe que desde siempre me habían tenido por una criatura destinada a altas protecciones; supe que mi propia madre, al enterarse, había comentado con cierto encono: ¡Ya iba siendo hora de que, por lo menos, lo metieran con una plaza en la policía!; y que había pronosticado con amargura: Por supuesto, él se olvidará en seguida de su gente… Y la verdad es, ahora que lo pienso, que yo hubiera querido hacer algo por ellos; y algún día, cuando crezcan más los negritos, no faltará ocasión de que lo cumpla. Hasta el presente, harto trabajo he tenido con cuidar de mí mismo. En cuanto a ella, la pobre, ya eso no tiene remedio: está bajo tierra hace como cuatro años. Tendré que ir alguna vez al cementerio del pueblo a buscar su sepultura para hacerle poner una lujosa lápida… pero ¿qué podía yo imaginar entonces? Ni siquiera sabía dónde me encontraba. Estaba como en un sueño en el cual, aceptando lo inverosímil, uno transita sin inmutarse por las situaciones más absurdas. Parecerá mentira; pero, en medio de aquella rareza, traído como en volandas a aquel salón lujosísimo y para mí nunca visto, lo único que me preocupaba era el hambre que, como un gato, me arañaba dentro del estómago. Me habían dejado solo; y, a la distancia, en otras habitaciones, se oían de vez en cuando pasos, o susurros, o un portazo. Yo, que casi no me atrevía a moverme de mi sitio, estaba dándome plazos para alzarme y echar a andar hasta que alguno me atajara; cuando, de pronto, vi entreabrirse la puerta…»
Así es como refiere Tadeo Requena su entrada en la casa presidencial. Cuenta a continuación que, después de tanta espera, esa noche cenó -como un bárbaro, dice- y durmió -como un tronco- en el cuerpo de guardia; y sólo bien entrada la mañana siguiente, reanudándose el lúcido sueño del nuevo Segismundo cuyo papel había comenzado a representar [26], fue introducido otra vez en el Palacio y llevado por fin a la augusta presencia de Bocanegra. ¿En qué circunstancias? Más valdrá reproducir las palabras exactas del interesado. Su naturalidad ingenua describe las maneras y estilos del inmundo dictador que hemos padecido, con elocuencia mayor que los indignados dicterios y apostrofes de sus peores detractores.
«El comandante Cortina en persona -continúa relatando Tadeo Requena- acudió a buscarme al otro día, y de nuevo me hizo subir las escaleras de mármol. ¡Venga conmigo, por favor, joven!, me dijo. Y yo lo seguí a través de galerías y corredores [27], ensuciando con mis alpargatas las lustrosas maderas del piso, hasta un lugar del todo extraño para mí entonces, una pieza que yo, pobre ignorante, ni siquiera barruntaba; pues era aquélla, por cierto, la primera vez en mi vida que me asomaba a un cuarto de baño, con sus mosaicos rutilantes y sus curiosísimas instalaciones. Más grande y mejor, tampoco lo he visto nunca después, la verdad. Era lo que se dice un salón; y, en efecto, allí se encontraban reunidas en aquel momento un montón de ilustres personalidades entre las cuales descubrí, con asombro y cierta sensación de alivio, a alguien que yo conocía: al doctor don Luisito Rosales, el hermano de nuestro difunto senador. Lo conocía, digo. Sí, igual que los perros realengos [28] pueden conocer al dueño de la mansión. ¿No había de conocerlo? Pero mi alivio era tonto, porque él, en cambio, jamás había reparado en mí ni sabría de mi existencia más que de la de cualquier otro hijo de lavandera que, acaso, una vez que otra, ayuda a entregar la ropa y aprovecha la ocasión para admirar furtivamente el interior de la casa grande. Ahora, la casa de los señores, o de los Rosales, como también la llamábamos, estaba cerrada desde hacía algún tiempo: desde la muerte violenta del senador. Entonces se dispersó la familia: la viuda se fue para Nueva York con los hijos, y el otro hermano, este don Luisito, se instaló poco después en la Capital, y raramente iba a San Cosme; sobre todo, desde que lo nombraron ministro del gobierno… Pues ahora, de sopetón, me lo veo en aquella sala de baño, entre otros caballeros que, al entrar yo a la zaga del comandante, dardearon miradas de reojo sobre mi encogida presencia, sin distraer no obstante su atención de otro, hacia el que, con ansiosa deferencia, se volcaban todos. Medio oculto por la concurrencia, ese otro era -casi me muero del susto cuando lo reconocí- el mismísimo Presidente Bocanegra, Bocanegra en cuerpo y alma, con los ojos obsesionantes y los bigotazos caídos que yo tanto conocía por el retrato de la cantina; aunque, claro está, sin la banda cruzada al pecho; pues Su Excelencia, único personaje sentado en medio de aquella distinguida sociedad, posaba sobre la letrina (o, como pronto aprendí a decir, en el inodoro), y desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios [29].
[24] Bastantes veces… a Londres: cfr. «Nueva indagación de las condiciones del arte cinematográfico», donde Ayala elogia «la excelencia con que satisface el cine las necesidades imaginativas de las multitudes», porque es capaz de «ofrecer la vida concentrada de los grandes centros a la contemplación de los públicos provincianos y rurales, y de los públicos de los países "atrasados"» (Ensayos, 506).
[25] mi vieja… a la zaga: Tadeo Requena, al rechazar con mayor cinismo a su madre y hermanos, bestializándolos («gruñendo», «piara»), olvida por el momento que otros mejor nacidos que él, como la señora del doctor Luis Rosales, le ven como a un «mulato atrevido».
[26] nuevo Segismundo cuyo papel… representar: según R A. Molina (18-20) y R. Hiriart (76-77), tanto Segismundo como Tadeo se encuentran llevados a la Corte inesperadamente, uno y otro se comportan allí como bestias humanas, uno y otro conocen al soberano, su padre, por primera vez en palacio, y uno y otro aprenden de la vida de preceptores nombrados por ese ilustre padre. Pero las similitudes terminan cuando Segismundo, al final de la Segunda Jornada, supera su condición animal, utilizando la razón y la voluntad, mientras que Tadeo se hunde en su bestialidad (en el sentido ayaliano: véase la nota 2 de pág. 71) hasta el final (cfr. J. R. Marra-López, 279).
[27] y yo le seguía través de galerías y corredores: Tadeo aprenderá de su tutor Luis Rosales que las antecámaras «protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera». Además, en Ayala las antecámaras que separan al protagonista del poderoso simbolizan en una manera arquitectónica el formalismo hueco del poder. En «El Hechizado», el Indio Gonzáles Lobo, llevado por la enana de Carlos II, «atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, corredores, antecámaras» para ver, por fin, al rey idiota (412).
[28] realengos: la expresión se aplica a los animales sin dueño (D. Real Acad., 1229); el texto insinúa que, al ver al doctor Rosales, Tadeo reconoce a un dueño.
[29] desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios: en el ensayo «Sobre el trono», recogido en El tiempo y yo (303-304), Ayala relaciona la escena del dictador en el inodoro con «la ceremonia del lever de los príncipes en el Antiguo Régimen, a la que era un gran honor ser invitado». Luis Rosales, doctorado por la Sorbona, enseña a Tadeo esta lección de historia. El ensayista Ayala alude a las Memoires du compte Alexandre de Tilly pour servir a l'historie des Moeurs de la fin du 18e. siécle (París, 1828), con su mención del lever del entonces Príncipe de Gales, a cuyo toilette varios aristócratas franceses no tenían el deseado acceso.