»No podía sospechar yo a la sazón que se me había introducido así, de golpe y porrazo, en el círculo íntimo de los privilegiados, en un santuario cuyo acceso implicaba el honor supremo en el Estado, ni que centenares y miles de sujetos habrían envidiado, de haberla conocido, mi casi fabulosa fortuna. Todo esto lo aprendería después, y sería el propio doctor Rosales quien me lo enseñara, como tantas y tantas otras cosas que tan útil me ha sido saber en lo sucesivo. Al doctor debo agradecérselo, y no sería de hombre bien nacido negarle el reconocimiento que le debo, por más que me administrara sus enseñanzas con bastante pesadez y, en lugar de irse al grano, se regodeara cansándome con innecesarias prolijidades. Así, por ejemplo, a propósito siempre de esta confianza y familiaridad que nuestro caudillo solía cicatear tanto y que a mí me otorgó desde el primer instante, el doctor se creyó en el caso de aburrirme en su día con una larga conferencia atiborrada de datos (quién sabe si, a lo mejor, hasta inventados por el) sobre el lever (o «levantada», como enseguida me aclaró) de los reyes de Francia, disertación trufada todavía de anécdotas escasamente relacionadas con el tema, como un cuento de la muerte de Sancho no sé cuántos de Castilla, a quien el traidor Bellido alanceó cuando su indefenso rey exoneraba el vientre junto a una tapia [30]; y dilatada aun, por si fuera poco, mediante latosísimas digresiones político-morales sobre los arcana imperii [31], como él se escuchaba declinar, y acerca de las antecámaras que, si protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera. De toda aquella palabrería procuraba yo siempre desechar la hojarasca y obtener algún fruto. Creo que lo obtuve, y esto, en verdad -modestia aparte-, es mayor mérito acaso del alumno que del propio preceptor.
Pero, volviendo ahora a mi relato: como decía, para desconcierto de aquel infeliz patán que era yo por entonces, descubro de pronto, en medio de tan empingorotada reunión, nada menos que a Bocanegra; y vengo a descubrirlo cuando ya él tenía clavados sus ojos en mí. Casi pego un salto; pero por suerte no me faltó el aplomo, y conseguí mostrarme de lo más tranquilo, con una tranquilidad -pienso- que debía de parecer ya hasta insolente. Me interpeló desde su trono (y fue la primera vez que oí su voz áspera, curiosamente matizada de inflexiones tiernas, casi quebradizas): -Así que éste es el Tadeo -exclamó-. Acércate, muchacho, acércate… [32] -me dijo. Ahora, y no antes de ahora, se dieron por notificados los demás de mi presencia, y vertieron sobre mi cabeza humilde el bálsamo de sus miradas de simpatía; incluso me empujaron suavemente hacia el caudillo… Con desconfianza, con incredulidad, le oí entonces hablar, en forma un tanto sibilina, sobre planes, proyectos y designios relacionados conmigo, de entre cuya nebulosa pude sacar en limpio tan sólo que me confiaba por lo pronto a los buenos oficios de su ministro de Instrucción Pública (es decir, el doctor Rosales, allí presente), así como a los del comandante Pancho Cortina, que hasta allí me había conducido, para que ambos velaran, respectivamente, por mi bienestar físico y mi formación espiritual, preparándome -y en el más breve plazo posible, ¿entendido?- para desempeñar cualquier misión o puesto que se me asignara. -Quiero verlo sin tardanza hecho un doctorcito en Leyes, ¿eh?; pero ¡sin tardanza!»
IV
«Un doctorcito en Leyes, y sin tardanza.» Así era Bocanegra. Su digno secretario privado lo está retratando desde el primer día. De la noche a la mañana, había que convertir en doctor a ese palurdo aguzado, no más porque se le antojaba a él… Razón tenía, sin embargo; pues ¿acaso nuestra vieja e ilustre Universidad Nacional de San Felipe, una de las primeras fundadas en el Nuevo Mundo con el doble título de real y pontificia, no se había rebajado poco antes a discernirle a él mismo, viejo estudiantón fracasado, su más alto y preciado galardón, el título de doctor honoris causa, por el solo hecho de verlo ahora encumbrado al poder? ¡Doctorcito en Leyes, y sin tardanza! Durante cinco años tuve yo que rodar, con mis piernas inútiles, por las aulas, para poder llamarme abogado, mientras que ahora, éste… ¡Formidable caso! Y no hay que decir: el inefable Luisito Rosales, para quien los deseos del Gran Mandón eran órdenes literalmente, por si no bastara con encajarle a aquel jayán la toga académica poco después de haberle hecho calzar los primeros zapatos, se encargó todavía, con toda oficiosidad, de desasnarlo, pulirlo, instruirlo y hacerlo presentable, de manera que, en definitiva, no desdijera al lado de tanto abogadete como pulula en las oficinas nacionales. Más aún, logró hasta dotarlo de cierta vitola intelectual impresionante a primera vista, si bien la túnica lujosa de la cultura superior, echada a toda prisa por encima, disimulara mal a veces los harapos de su primaria indigencia. Testigo son de esa absurda mezcla de educación de príncipe y de cursos abreviados de academia preparatoria las memorias estas que estoy utilizando, escritas con mucha presunción literaria y en verdad no desdeñable arte, pero en las que no siempre consiguió su autor evitar las faltas de ortografía.
Conviene reconocerlo: toda esta primera parte de su escrito (donde el joven lugareño en palacio se empleó con deleite, dando rienda suelta a la inmensa vanidad que le rezumaba por todos los poros de la piel, sólo contenida, restañada y sofrenada de cuando en cuando por la no menos insultante soberbia que le era connatural y que producía en él una extraña combinación de inseguridad y de aplomo) resulta ahora de un valor inapreciable, no a causa de la personalidad de Tadeo Requena, pues el sujeto no era, desde luego, tan interesante como él mismo se imaginaba, sino para los efectos de entender bien y a derechas la génesis de las perturbaciones actuales, buceando en esa prehistoria inmediata que, por rara casualidad, viene a revelarnos el oscuro secretario a quien su acto homicida, y sólo su acto homicida, ha colocado luego en el centro de los acontecimientos históricos.
A través de ellas vemos cómo se incubó el monstruo, y podemos reconstruir los primeros y secretos pasos de la infección que había de reventar luego con tanta fiebre. Yo mismo -e igual que yo, la generalidad de las gentes- no tenía clara idea acerca de la procedencia del fatídico secretario, a quien nadie tomaba demasiado en serio a pesar del efectivo poder que llegó a detentar: pues nadie podía imaginarse lo que, andando el tiempo, desencadenaría con su desatentada acción. La primera vez que oí hablar de él fue, si mal no recuerdo, cuando se supo que Bocanegra lo había nombrado secretario suyo. Seguramente se hablaría de ello en el Café y Billares de La Aurora, donde acostumbro yo a pasarme las tardes; y creo que nadie sabía a punto fijo de quién se trataba. La habitual maledicencia, que adoba, aliña y sazona los comentarios a cualquier noticia del día, se centró esa vez sobre el supuesto vínculo de filiación que se afirmaba existir entre el Presidente y su flamante protegido, a quien ninguno allí conocía, pero del que se daba por descontado que era uno de tantos hijos naturales como ese bestia tenía desperdigados por todo el país [33]. La cosa, a decir verdad, no resultaba muy sensacional; de modo que, a falta de otros elementos que introdujeran incitadoras variantes, el chismorreo se agotó pronto. Lo más probable es que fuera cierto, después de todo. El propio Tadeo, demasiado cauto y demasiado soberbio para acoger abiertamente lo que sin duda era versión corriente también en el poblado de San Cosme, se las arregla para dejarlo traslucir en varios pasajes de sus memorias, y de manera particular en uno donde refiere, trayéndola un poco por los pelos, la broma de mal gusto que, en cierta ocasión, le había gastado el gallego Luna, el de los abarrotes [34] de la plaza, desde atrás del mostrador. «¿Qué haces ahí tú, muchacho? -le había gritado-. Anda que a ti, cuando te crezca el bigote, con sólo que te engalles un poquitín, hasta la tropa te va a saludar al paso…» Sea como quiera, la cuestión carecía de toda entidad, y la gente no se ocupó demasiado del nuevo secretario privado. Entre las arbitrariedades del Gran Mandón, a nadie podía chocarle mucho este nombramiento, como cualquier otro que hubiera podido hacer para el mismo puesto: cada cual busca sus colaboradores y ayudantes entre los de su propia laya; y aunque Bocanegra provenía de buena familia, eran bien conocidos sus gustos de atorrante [35], y siempre se le solía afear esa invencible propensión suya al trato de la canalla…
[30] como un cuento de la muerte de Sancho… una tapia: Se alude a la muerte alevosa de Sancho II, el Fuerte (m. 1072), rey de Castilla y León, a manos del traidor Bellido Dolfos. La traición se narra en un romance viejo que comienza, «- Rey Don Sancho, rey Don Sancho, / No digas que no te aviso, / Que del cerco de Zamora / Un traidor había salido». Refiere el poema cómo, tras rondar el postigo de la ciudad sitiada de Zamora, el rey «saliérase cabe el río, / Do se hubo de apear / Por necesidad que ha habido. / Encomendóle un venablo / A ese malo de Bellido»: Duran, I, 504-505.
[31] arcana imperii: los secretos de Estado. La versión castellana de esta expresión aparece en El fondo del vaso, 229, donde el protagonista alude a los secretos de su propio imperio comercial.
[32] Acércate, muchacho, acércate: quizá parodia de Mt., 19, 14: «Dejad a los niños y no les estorbéis de acercarse a mí, porque de los tales es el reino de los cielos.» Cfr. Me, 10, 14 y Le, 18, 16.
[33] como ese bestia tenía desperdigados por todo el país: se entiende que la bestialidad de Bocanegra ha engendrado al hijo natural capaz de matarle.