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»Por fin, ahora esbozaba el Presidente en el aire su ansiado ademán, y la música se extinguía después de haber repetido una vez más los últimos compases, cuyo refrán seguía resonando, obsesivamente, de labios adentro, en el fondo de todos los corazones: vencido, sí, sí, el altivo león» [60].

VIII

Ganas me entraron de reír, cuando en las memorias de Tadeo, encuentro la referencia a ese disparatado apólogo del perrito impertinente y el ministro celoso. Al cabo de los años, ya se me había olvidado por completo un episodio que tan comentado fuera en su día. Y la verdad es que resulta absurdo evocar ahora, en medio de las inquietudes actuales, en esta cargada atmósfera llena de serias amenazas, la fútil tempestad de discusiones que pudo desencadenar entonces peripecia tan risueña y mínima. Ciertamente, no teníamos por aquellas fechas demasiados temas de qué ocuparnos, y a cualquier tontería se le daban cien mil vueltas, se le prestaban proporciones descomunales. En este caso, además, estaba de por medio el extravagante Luisito Rosales, a quien muchos detestaban por haberse entregado -vendido, decían- al servicio del dictador. En la chifladura que acababa de cometer, en lugar de un claro síntoma de su estado mental, discernían esos irreductibles censores propósitos de la más abyecta adulación hacia Bocanegra, el colmo de la indignidad; mientras que otros, más razonablemente, condenaban, no al pobre tipo, sino a un régimen capaz de tener bufón semejante a la cabeza del sistema de educación pública. Sólo Camarasa, que yo recuerde, por llevarle a todo el mundo la contraria, tomó entonces a su cargo la defensa de ese ministro que había descendido de su puesto en la tribuna para encajarle una patada al animalito perturbador. Lo que había hecho Rosales -sostenía Camarasa, siempre a su irritante manera- contenía una lección práctica de democracia para tanto personaje engolado; por consiguiente, estaba muy dentro de sus funciones de ministro de Instrucción Pública. Y ¿a que si es Bocanegra mismo quien realiza una cosa por el estilo todo serían ahora elogios y maravillas?, preguntaba; y nadie sabía a punto fijo, como siempre con Camarasa, si desbarraba en serio o es que quería tomarnos el pelo. La verdad es que hacía falta paciencia para soportar su constante tono de soflama.

En cuanto al secretario Requena, tampoco resulta fácil -volviendo ahora a sus memorias- darse cuenta cabal de cuál era su reacción ante la insensatez de Rosales. Hay en su actitud una especie de rara expectativa, no exenta de ansiedad, una suspensión ambigua, que corresponde y casa bien con el orden de sentimientos que desde un comienzo revela frente a él. Se recordará, por ejemplo, el alivio que confiesa cuando, llevado por vez primera a la presencia de Bocanegra, encuentra allí a don Luisito; pero ese alivio se le desvanece enseguida al pensar que el otro no tendría noción alguna de su persona. Y de nuevo se sorprende, y duda, viendo cómo Rosales, al encomendarle Bocanegra que se encargara de educar a «este joven compoblano suyo», no sólo dio muestras claras de reconocerle, sino que hasta le propinó un cariñoso pescozón, y le preguntó por su madre, «esa buenaza de doña Belén». Pero, con todo, nunca se libra luego de la sospecha, y calcula que las bondadosas disposiciones de su preceptor eran obsecuencia al jefe, que sus desvelos pedagógicos nacían de su gusto por charlar y exhibir grandes conocimientos, tomándolo a él de pretexto para dar rienda suelta a su inagotable facundia. Seguramente -reflexiona en cierto pasaje- le hubiera encantado a tan ilustre patricio adoctrinar y atiborrar de ciencia, no a un desgraciado cualquiera, como yo, sino a su único hijo varón, y heredero de su gloria; pero ¡ésas son las cosas del mundo!: su vástago, ¡ay! era idiota de nacimiento; con Ángelo no se podía contar para nada: se pasaba las horas muertas hilando baba en la ventana, y ya era una fiesta para el muy bobo cuando algún muchacho del pueblo, cualquier desarrapado y muerto de hambre, como Tadeo mismo, sin ir más lejos, se le acercaba, con el ánimo avieso de hacerle alguna perrería… Sí, a ése es a quien hubiera querido enseñar don Luisito sus artes y sus ciencias. ¡Mala suerte, amigo!

En cuanto al episodio de la parada militar, Tadeo cierra el relato de la primera Fiesta patria a que asistió en calidad de secretario particular de Su Excelencia, con los siguientes comentarios y noticias: «Es curioso: de todo lo ocurrido en la ceremonia -escribe-, la tontería esa del perro se me había quedado dando vueltas en el magín, y me producía una injustificada sensación de malestar; injustificada, digo, porque después de todo, en la magnificencia de una jornada así, nunca faltan notas discordantes, detalles pintorescos, pequeños pasos cómicos, cuyo interludio hasta realza la solemnidad del conjunto. Pero, por lo que pude ver, no fui yo el único a quien la patochada del doctor Rosales había chocado; pues cuando, terminada la fiesta, me reintegré a mi oficina, pronto me di cuenta de que la conversación del personal, al otro lado de la mampara, versaba precisamente sobre el tema. No me habían oído entrar y, en la ignorancia de que lo estaba escuchando, Sobrarbe comentaba jocosamente el episodio, para regocijo de las dos damas que, con él, completan la secretaría a mis órdenes. Mucho había corrido la noticia. Ellos estaban de guardia, no obstante la festividad del día, a la espera de cualquier contingencia; y probablemente el zascandil de Sobrarbe, faltando a su deber, se había escurrido para asomarse al desfile. Ahora payaseaba, con sus zetas y eses afectadas y sus empalagosas risitas, ridiculizando al señor ministro ante sus compañeras de trabajo. Yo a Sobrarbe no lo soporto, y Adelita me irrita con su actitud en exceso servicial, mientras que doña Angustias sufre y hace sufrir a los demás las desigualdades de una menopausia ya demasiado larga. Pero los aguanto a los tres ratones amaestrados porque, al menos, conocen bien la rutina administrativa y las que pudiéramos llamar costumbres de la casa. Cuando me hice cargo de la secretaría, especialmente, fue para mí una bendición encontrarme allí aquel pequeño equipo adiestrado, de modo que, con sólo dar una orden -transmitirla, más bien, en la mayoría de los casos-, ellos la cumplimentaban sin olvidarse de todos los detalles y requisitos y pejigueras que yo nunca hubiera sido capaz de tener cuenta. Hasta la fecha continúo con la misma práctica, y las cosas marchan por sí solas, como quien dice. Bocanegra me expresa su deseo, y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas. Más de una vez se ha dado el caso de que incluso los ministros se enteren de los decretos correspondientes a su departamento respectivo leyéndolos en la Gaceta oficial, o aun por noticias de la prensa diaria.

«Precisamente eso es lo que había de ocurrir aquel día con el ascenso de Pancho Cortina. Al volver de la fiesta, y conforme subíamos las escaleras principales del Palacio, el Presidente me agarra del brazo y me pregunta: ¿Qué tal? ¿Qué te ha parecido el desfile? Formidable, ¿no? Sobre todo el broche final, con la Policía Montada. La verdad es que ese Pancho se ha lucido, y hay que recompensarlo; se merece un ascenso. Vamos a hacerlo coronel, Tadeo. Me traes a firmar el decreto, para que mañanita se lleve el mozo la gran sorpresa… La gran sorpresa -dicho sea entre paréntesis- quien se la llevó fue el ministro de la Guerra, general Malagarriga, que al día siguiente me llamó por teléfono increpándome, bajo el apelativo de joven, con la mayor ceremonia: -Óigame, joven… -Le expliqué lo sucedido, tal cuaclass="underline" que eran órdenes de Su Excelencia, de modo que… -No hay disculpa, joven -gritaba, hecho un energúmeno, al otro lado del teléfono-. Si el señor Presidente dispone que tenga curso inmediato la propuesta que yo acababa de hacerle verbalmente -(a mí se me reía la cara, escuchándolo: Sí, sí)-, eso no lo excusa a usted, jovencito, de observar los trámites de rigor. ¿No pudo, acaso, enviarme a refrendar el texto del decreto con el mismo ciclista que lo llevara a la imprenta? -No quería apaciguarse; parece que lo habían llamado de la redacción de El Comercio para confirmar la noticia del ascenso y pedirle un comentario, y él no supo qué decir de la sorpresa. Por lo demás tenía razón, lo reconozco: hubiera sido mejor hacer lo que él decía; pues cuando a la mañana siguiente le llevaron el papel para que, a posteriori, subsanara la deficiencia, era ya demasiado tarde: «hombre había amanecido cadáver, y así hubo que archivar el decreto sin firma de ministro. Pero ni eso podía preverse, ni uno puede estar en todo. ¡Cualquiera anda con tales miramientos cuando a Bocanegra se le ocurre algo urgente! Aquel día, a pesar de lo cansado que estaba yo después del famoso desfile y tantas horas parado en la tribuna, apenas me hubo dado esa orden encargué a un conserje que me trajera un sandwich y una cerveza a mi despacho, mientras oía al personal que relajaba a propósito de la patada del doctor al can bullicioso, borroneé unas frases, las corregí y llamé enseguida al timbre: -Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?, van a prepararme ustedes un decreto del ministro de la Guerra ascendiendo (tome nota) al teniente coronel don Francisco Cortina, Reorganizador de los Servicios de la Dirección General de Seguridad del Estado y comandante de la Policía Montada, al grado inmediato superior, es decir, a coronel, con retención del mismo empleo y mando. Los fundamentos del decreto (apunte, Adelita) son los siguientes (escriba): celo extraordinario en el desempeño de las comisiones recibidas, y notable capacidad de organización demostrada al frente del cuerpo especial de Policía Montada, etcétera.

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[60] vencido, sí, sí, el altivo león: imitación de la letra de varios himnos nacionales de Hispanoamérica; el vencimiento del león aquí va asociado de manera inevitable con el del perro «antipatriótico». La patada dada por Rosales al animal parodia la guerra de independencia.