»No bien había terminado yo mi frugal refrigerio, ya estaba preparado para la firma el texto del decreto, con su sello y todo. Bocanegra lo suscribió, casi sin haberse molestado en leerlo (tanta confianza me tenía) apartando un poco su plato a un lado; pues cuando se lo llevé, todavía estaban ellos a la mesa. Desde su sitio, me convidó la señora: -Siéntese a comer con nosotros, Requena-. Pero antes de que yo hubiera podido replicarle ya he comido y muchas gracias, respondió en lugar mío Bocanegra: -Ahora lo que tiene que hacer éste es salir disparado. Cuando todo esté listo -agregó, dirigiéndose a mí-, y tengas la seguridad de que ha pasado a la imprenta, vienes a tomar el café con nosotros… -Pues hasta las invitaciones -comenta el secretario- asumen forma de mandato en los labios de Bocanegra.»
Y yo me pregunto si esta observación de Tadeo representa una crítica, si expresa rencor, o si rezuma admiración. No acierto con la respuesta, aunque me inclino a pensar que todos esos sentimientos pueden hallarse mezclados en su ánimo sin que él mismo se diera completa cuenta. En general, y a diferencia de lo que pasaba con el doctor Rosales, que tanto lo inquietaba, que lo ponía siempre incómodo, y que era en fin para él un enigma viviente, el joven Tadeo parece entender muy bien a Antón Bocanegra, el ex Padre de los Pelados. Si lo acepta y lo aprueba o no, ése es ya otro cantar; ¿lo admira, lo teme, lo respeta, si inclusive lo odia a ratos, resulta difícil de saber; pero desde luego se ve que lo entiende perfectamente. Habla de él como puede hablarse del tiempo; como de un hecho que ni siquiera tendría sentido ponerse a discutir. «Hasta las invitaciones asumen forma de mandato en los labios de Bocanegra.» Es así, y basta, ¿no? A Tadeo Requena le parece todo eso lo más natural del mundo. Ni repara siquiera en las brutales desconsideraciones de su amo. Ya se ha visto con cuánta indiferencia, con que repulsiva frialdad, refiere el disgusto que le dieron a mi tío, el pobre Antenor Malagarriga, y que sin duda fue lo que le costó la vida. El cual era un hombre débil, cierto; quien había hecho mal, desde luego, en asumir -y ¡para eso, a la postre!- el Ministerio de la Guerra; pero que, de cualquier modo, no era un desalmado como ellos sino, muy por el contrario, todo un caballero, y un militar pundonoroso. ¡La falta de piedad y de respeto con que este cachafaz consigna su muerte!… Para él, lo único lamentable es que el general no pudiera estampar su firma en el decreto, y era menester archivarlo sin dicho requisito… Cada vez que leo esos párrafos, la indignación me remonta de nuevo el pecho; y no porque se trate de un pariente mío, y de una buena persona, sino porque revelan la especie de canallas en cuyas manos estábamos. Con razón nuestro país ha rodado hasta la sima donde hoy se debate, llora y sangra…
IX
Bien se entendían entre ellos, aunque al final terminaran destrozándose también los unos a los otros. Sí, el fiel secretario, el perro guardián, acabaría por asesinar a su amo [61]; pero ¿qué importa?, eso no quita para que, desde el primer instante, sus relaciones con él fueran fáciles y corrientes como una seda. Con astucia aldeana, Tadeo había asumido la actitud más pasiva de callar, aguardar, obedecer, hacerse chiquito y abstenerse de toda iniciativa; de modo que su jefe, el Jefe, comenzó a utilizarlo poco a poco, y a probarlo conforme lo necesitaba, para convertirlo pronto en su íntimo e indispensable instrumento, que era, con seguridad, lo que de antemano había proyectado, deseado y querido, sin imaginarse que este instrumento, volviéndose en contra suya, podría serlo de su muerte. En verdad, eran tal para cual. ¡Con qué grosera satisfacción aplaude el secretario las insolencias de Bocanegra, y cómo se regodea en los vulgares triunfos que las debilidades, miserias y vilezas ajenas le proporcionan!
Por cierto, la degradación de nuestro ambiente público no dejaba de suministrar con frecuencia materia abundante para tan abyectos festines. Y voy a reproducir aquí la crónica correspondiente a uno de ellos, extractada del manuscrito de Requena. Este patán (¡que engañe a quien no conozca, como yo los conozco ahora, sus afanes de escritor clandestino!) describe la recepción del Presidente Bocanegra en la Academia Nacional de Artes y Bellas Letras, acto al que también yo tuve ocasión de asistir para presenciarlo desde la tribuna de invitados especiales, y se permite ser sarcástico describiendo aquella orgía de bestialidad y humillación, que a mí, en cambio, me había dejado, lo recuerdo bien, indignado, deprimido, lleno de asco. Insolente, ironiza Tadeo: «Buena, muy buena ha estado la ceremonia. Y el doctor Rosales, que tanto se había desviado por lograr su mejor éxito, puede dormir satisfecho esta noche: los periódicos de la mañana calificarán con justicia de lucidísimo el acto. Nuestro muy ilustre Presidente, que ya era doctor honoris causa, recibe ahora las palmas académicas. Si quisiera, podría ostentar por su turno, o combinados, el birrete de doctor, el espadín de académico, el bastón de mariscal, las charreteras de almirante y hasta, ¿por qué no?, el capelo cardenalicio, como hacen otros muchos jefes de Estado. Pero no, ¡qué va! Nuestro Bocanegra no se paga de baratijas. En lugar de esas galas, el único símbolo de su poder que le gusta exhibir son las espuelas de plata, que jamás se le caen de los talones, aunque jamás se le haya visto tampoco montado a caballo [62]…
»Pues así, con sus botas y sus espuelas, y la camisa despecheretada, ha acudido el hombre a sentarse entre los papagayos de la Academia [63]; junto a su digno ministro de Institución Pública (quien en vano había tratado de sugerirle con toda clase de circunloquios la conveniencia de vestir, si no la casaca, al menos un traje de etiqueta) y a la derecha del Presidente de la Docta Casa, nuestro laureado y decrépito poeta don Hermenegildo del Olmo, que se mostraba, si obsequioso y torpe, muy decorativo con la suntuosa pelambrera cana sobre el verde terciopelo del cuello, bordado de ramitas y constelado de caspa. Despatarrado entre ambos, Bocanegra se pasó todo el tiempo que duraron los discursos, y no fue poco, mirando al techo, con los brazos cruzados y la expresión ausente. Pero, entre tanto, la fiesta discurría, como digo, brillantísima. Nadie faltaba, por supuesto. Los plumíferos asignados a la inmortalidad, todos ocupaban sus sillones; y los aspirantes a ingresar, más o menos pronto, en ella, periodistas, profesores de dibujo o literatura castellana, poetas de week-end, se apelotonaban en las tribunas, ansiosos de hacerse notar.
[61] el perro guardián, acabaría por asesinar a su amo: cfr. Coloquio de los perros, donde Berganza, acogido por un alguacil por ser «famoso perro de ayuda» (defensor de su amo en aprietos) (189), observa las prácticas nada honestas de éste último. Mandado un día atacar a un ladrón, Berganza arremete con su propio amo por cansancio de sus «maldades» (201).
[62] espuelas de plata… aunque jamás se le haya visto montado a caballo: Bocanegra pertenece a la tradición del miles gloriosus del teatro clásico. Cfr. el soldado jactancioso del Quijote, I, cap. 51, Vicente de la Rosa, que «mostraba señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes reencuentros y facciones» (383). Ayala imita este capítulo del Quijote en su novela breve El rapto (1965).