II. Francisco Ayala: un sediento de sentido en la vida
Desde su adolescencia, Francisco Ayala ha mostrado un afán de buscar un sentido en la vida, un principio que imparta su verdad a la misma y la organice. Lector insaciable, pudo haber aprendido esa preocupación en autores que habían de afectar a su producción literaria -por ejemplo, Leopoldo Alas Clarín, con sus protagonistas Ana Ozores y Bonifacio Reyes, quienes, sintiéndose huérfanos en su familia o exiliados en su patria (150), anhelan algo que les llene la vida (559); Miguel de Unamuno, admirador de Clarín, y cuyo Augusto Pérez se ve a sí mismo como «expósito» (II, 573) que vaga por la existencia como en una «selva enmarañada» (577) en busca de «finalidad» (562)-; o Pío Baroja, cuyo Andrés Hurtado quiere encontrar «una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo» (65). Pero la perentoriedad de esa preocupación por el sentido vital puede haberle llegado a través de Ortega y Gasset, en cuya Revista de Occidente colaboraba a menudo a sus veinte años mientras estudiaba Filosofía y Letras y cursaba Derecho en la Universidad Central de Madrid (Pulado Tirado, 215). Así, pues, en 1924, frente al agnosticismo positivista y decimonónico, preguntaba Ortega: «¿Cómo se puede vivir sordo a las postreras, dramáticas preguntas? ¿De dónde viene el mundo, a dónde va? ¿Cuál es la potencia definitiva del cosmos? ¿Cuál el sentido esencial de la vida? No podemos alentar confinados en una zona de temas intermedios, secundarios. Necesitamos una perspectiva íntegra, con primero y último plano, no un paisaje mutilado […]. Sin puntos cardinales, nuestros pasos carecerían de orientación» (II, 608, la cursiva es nuestra).
La exploración de la pregunta por el sentido de la vida se refleja en las dos grandes vertientes que presentan los escritos de Ayala, su interpretación de la historia inmediata que ha ido viviendo, por un lado, y su obra estrictamente artística, por otro («Autorreflexiones», 61). La constancia de esta preocupación se deja ver en las tres épocas en que cabe dividir su creación literaria: la neorrealista, la vanguardista, la rehumanizada. La novela inicial, Tragicomedia de un hombre sin espíritu (1925), enfoca las memorias de un misántropo, el jorobado Miguel Castillejo, resentido como lo será el paralítico narrador Pinedo de Muertes de perro al abrir las memorias de Tadeo Requena. A punto de cometer el homicidio para vengarse de una burla, Miguel recuerda de repente toda su vida anterior a partir de la infancia. Luego se interroga por el sentido de su vida: «Fue como si despertara de un prolongado sueño. Se preguntó: "¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué he venido?" "¿Yo he venido a matar, a asesinar a una mujer? ¿Yo?"» (142). Al final de la novela, un fraile determinado a colgar los hábitos invita a Miguel a acompañarle al exilio del mundo para que ambos puedan odiar al prójimo desde lejos (161). Tal, en resumen, es la inspirada solución al problema vital de la misantropía, pues inventa una fraternidad del odio.
Cuando el principio de la existencia, el sentido de la vida, consiste en permanecer siempre joven, puede resultar un relato como «Erika ante el invierno» (Revista de Occidente, 1930), última obra del Ayala vanguardista. El autor «deshumaniza» en el sentido orteguiano el antiguo tópico del carpe diem, del imperativo de aprovechar la juventud antes de que llegue el invierno, o la pérdida de la misma. Bien conoce Ayala las variaciones que el tema ha generado en España. Por ejemplo, como advierte el soneto XXIII de Garcilaso («En tanto que de rosa y azucena»), «Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. / Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre» (Rivers, 37-8). Además, el soneto CLXVI de Góngora («Mientras por competir con tu cabello») termina así: «Goza cuello, cabello, labio y frente, / antes que lo que fue en tu edad dorada / oro, lilio, clavel, cristal luciente, / no sólo en plata o viola troncada / se vuelve, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» (163). Erika lleva consigo la marca de su destino: tiene el «pelo casi albino» (441), blanco de antemano como «invernal centeno» (446). Pero a Ayala, a la sazón estudiante en Alemania (Ellis, 15), le interesaba la distancia estética, la evitación de lo patético aún al tratar temas «profundos» como la maduración y la muerte. Se limitaba a novelar sentimientos estéticos, sirviéndose de metáforas atrevidas. Omitió el patético paso de su protagonista alemana Erika de la flor de su vida a la vejez. Sólo pasa de la niñez a la adolescencia. «Porque», según el narrador, «si la vida es pesada, no es, sin embargo, demasiado pesada» (329). Erika, leve criatura, sólo tiene el anhelo de «una imprecisa, primitiva dicha, perdida, cuyo recuerdo era preciso transformar en esperanza de mejor futuro, como el del Paraíso, en la Biblia» (330).
La búsqueda del Paraíso perdido se despliega en cinco breves capitulillos. En el primero, el narrador refiere la pérdida de entusiasmo de la protagonista por su bicicleta, hecha ya una posesión de «otros tiempos». Aún su compañero de juegos Hermann se había hecho otro, comprando sombrero hongo y motocicleta. En el segundo capitulillo, Erika intenta resucitar la dicha pasada, citándose en un autobús con un joven que le recuerda a Hermann; pero el intento fracasa cuando, en el lugar convenido, Erika se deja distraer por la música y por otro joven. Las partes tercera y cuarta presentan la figura del niño Friaul, hijo del carnicero, y cuyo sino quizá trágico -un trozo del periódico sólo se lo revela a medias a Erika- infunde a ésta dudas sobre la intervención de Dios en el mundo, esto es, acerca del sentido de la existencia. Aquí se ve por primera vez en la ficción de Ayala, aunque sólo a modo de rasgo enigmático, cual los trozos de periódico de los collages cubistas, el recurso estético del documento misterioso, cuya interpretación influirá en la futura captación por su protagonista de la significación del vivir. En la quinta y última división de la obra, Dios sigue manteniéndose «taciturno como nunca»; esconde su «secreto angustioso», tal vez del sinsentido de la vida. Erika, si interpretamos bien las metáforas con que se narra el desenlace, perece víctima de un accidente de esquí. Insinúase un eco del soneto de Góngora, ya citado: sus compañeros le desabrochan a Erika el traje para «frotarle la carne de violetas magulladas», a todas luces procedentes del jardín de la «viola troncada» gongorina. Y sólo ven «jazmines rotos», o la conversión de la flor en polvo. Erika los mira con ojos vacíos, «fríos soles sin sol». Dios quiera no tomar nota del mundo (338).
«Erika ante el invierno», aunque aparentemente un pretexto para juegos metafóricos, no obstante dista poco del umbral de la seriedad o «rehumanización» artística que ha de caracterizar las obras posteriores de Ayala. Con las muertes en 1935 de su madre y -durante la Guerra Civil Española (1936-1939)-, de su padre y un hermano menor, el mundo de Francisco Ayala se convierte casi de la noche a la mañana en un lugar adusto, sombrío. Tras su servicio a la República, la caída de Barcelona y su propia expatriación a Buenos Aires en 1939 (Richmond, Usurpadores, 17; Macacos, 13), Ayala hace un doloroso examen de conciencia intelectual en ensayos que, publicados en La Nación bonaerense en 1941, pasarán a constituir parte integrante del libro de reflexiones Razón del mundo (Buenos Aires, 1944). En aquel momento Ayala afirma el deber de los intelectuales de esforzarse denodadamente por «hallar, en medio de la crisis y a favor de su coyuntura, el sentido de la realidad histórica en que se encuentran implicados y, desde el centro de esa realidad, pensar los temas eternos con sinceridad implacable; mantener viva, en incansable clamor, la demanda por el destino esencial del hombre» (cit. Richmond, Usurpadores, 35). Ha sido el indudable mérito de Carolyn Richmond poner este texto en relación con esa ilustre colección de relatos de Francisco Ayala, Los usurpadores (Buenos Aires, Sudamericana, 1949).