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»Es lógico que el Jefe los mire y no los vea, a todos estos plumíferos. Yo mismo, a quien sin duda consideran ellos una perfecta nulidad, negado por completo a las gracias del bien decir que ellos cultivan, soy sin embargo objeto de sus deferencias más cumplidas cuando alguno me encuentra al alcance de su lengua, sólo por mi cargo de secretario del Todopoderoso, y porque saben que el ministro me considera discípulo suyo. Cuando uno era un pobre gato tirado en la cuneta de la carretera, un paria, un ignorante, podía sentir respeto acaso por quienes escriben bonito, y publican versos en los periódicos, y hablan por la radio. A qué negar mi entusiasmo de entonces por las grandes figuras de nuestro Parnaso [64] y, sobre todo, por Carmelo Zapata, quien, negro y todo, quizás precisamente por serlo, es urbi et orbi reconocido y proclamado nuestro primer poeta joven, sin que desde hace cuarenta años decrezca su fama, ni haya soñado nadie en arrebatarle tan honroso título. Cada domingo, en el prestigioso suplemento literario de El Comercio, nos regalaba, entonces como ahora y siempre, sus inigualables tiradas líricas, dignas con frecuencia de la pluma del propio Rubén Darío [65], y por mucho que los maldicientes se rieran de que en la redacción el gallego Rodríguez le tenía que corregir la ortografía y algún que otro verso mal contado, ¿por qué no los escribía el gallego, si tan capaz era? La ortografía y las reglas de composición son, después de todo, conocimientos mecánicos, que cualquiera puede aprender, y nada más que los pedantes como Rodríguez hacen de eso cuestión capital; nada más que los fariseos de la cultura [66]. Luego, con el tiempo, los he ido conociendo, a unos y otros, al negro Zapata y a quienes no lo son, a todos. ¿Para qué hablar? Cada vez que me tropiezo a uno de estos personajes, me pongo a exagerar adrede la rudeza de mis modales y de mi vocabulario. ¿No me tienen ellos por un bárbaro iletrado? Pues que me dejen gozar del espectáculo de sus zalamerías, cuando vienen a bailarme el agua para que les haga cualquier pequeño favorcillo administrativo. No sospechan los infelices que este ignorante, este doctor de secano, como sé que me llaman, si quisiera, podría desplegar condiciones literarias superiores a las suyas. Estoy seguro de que, tras haber publicado unas cuantas pamplinas en los periódicos, ellos mismos se despepitarían, pasado no mucho tiempo, por venir a proponerme los honores del gremio, muy contentos de poder contar en su seno al joven y distinguido secretario de Su Excelencia. Y no veo por qué, si Zapata tiene un sillón de peluche donde depositar sus voluminosas posaderas [67], iban a ser de peor condición mis fondillos. Pero no, jamás se me ocurrirá cosa tal. Por un lado, me da vergüenza la sola idea de participar en esa feria de vanidades; y por otro, me gusta balconear [68] esta clase de espectáculos, como lo he hecho hoy, no desde el salón, ni siquiera desde la tribuna de invitados, sino desde la penumbra de algún rincón ignorado que me permita ver sin ser visto. Así me he divertido a mis anchas contemplando al Jefe tan repantigado, con sus botas altas y la camisa abierta, en medio de la ilustre corporación reunida en honor suyo. Y por cierto, hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras, por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria [69], tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de este hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, en cuyo estilo inconfundible y vigoroso, fruto de un espíritu original, late la pujanza de una raza nueva, abocada a los más altos destinos, etcétera, etcétera, etcétera. La cara del Presidente no reflejaba nada. Y, en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a Su Excelencia, tampoco acusó el efecto de los ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza [70]. Yo, maliciosamente, espiaba, para rastrear en su expresión sombras de azoramiento, de vanagloria, de susto, de algo; pero mi hombrecito estaba tan pendiente de la organización del acto, siempre sobre ascuas, temeroso de alguna falla, que todo aquello le pasó por alto, y ni siquiera pensó que los únicos méritos literarios invocados en el haber del nuevo académico eran obra de su docta pluma.»

X

No sigo copiando; ya basta. Basta de tanta soberbia reprimida, de tanta sofrenada suficiencia, de tanta arrogancia oculta; pero, sobre todo, basta -porque no hay quien lo sufra ya- de esa mordacidad que como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz -y qué imprevisto- resulta el Tadeo Requena de las memorias! Descubrir en él un almacigo [71] de insensatas pretensiones no sería sino sorpresa relativa en estos tiempos de atropelladores sin escrúpulos, cuando -rotos los diques- nada parece imposible o excesivo para nadie. Y ¿quién no tenía al joven secretario por un distinguidísimo trepador, atento a las ocasiones, capaz de osarlo todo, aunque más zafio y peor dotado de lo que realmente era? Incluso podía cualquiera haberse arriesgado a pronosticarle lo que en definitiva fue su destino: crimen y, por último, batacazo, pues en el terreno de los forcejeos, intrigas y zancadillas alrededor del mando, el individuo no pasaba de ser un pobre ingenuo, sin sutileza alguna, sin ductilidad, ni otro talento que una audacia loca. ¡Un infeliz palurdo! Su verdadero talento, su fuerza, era de índole distinta, y muy temible por cierto: demoníaca. Consistía en el poder corrosivo de una mirada que volatiliza, disipa, vacía, corrompe, destruye, en fin, todos los objetos donde se posa, dejándolos reducidos a su pura apariencia irrisoria, poder tremendo, del que quizás él mismo no se daba cuenta, o no se daba cuenta cabal, como si, con una especie de rayos equis, viera la calavera bajo la carne, y una absurda danza de esqueletos en los movimientos de la gente; poder que ejercía sin proponérselo, sin quererlo, y que a saber si no se volvió contra sí propio y fue la causa profunda de su fracaso último [72], pues ¿dónde y cómo se detiene la cadena de la desintegración?

Ésa es la gran sorpresa que las memorias encierran: la lucidez odiosa -odiosa, y fascinante; yo confieso que a ratos me fascina- de una mirada tal. Sin que nadie pudiera ni tan siquiera sospecharlo, esa cámara cruel, ese objetivo implacable, inocente y escondido, estuvo registrando durante años lo que ocurría en las «altas esferas». Tadeo Requena nos asoma a los interiores domésticos del tirano [73] y de la que siempre titulaban los periódicos Primera Dama de la República, nos introduce en aquellas tertulias vespertinas donde ella triunfaba, bromeaba y reía, haciendo un poco inconscientemente (o quizás no tan inconscientemente) el papel de agente provocador, mientras Bocanegra callaba y observaba, observaba y callaba, hasta hacer olvidar a las gentes, demasiado entretenidas en sus discusiones y en sus tragos, que ahí se hallaba él al acecho, pues en realidad aquellas reuniones íntimas eran de ella; y él sólo asomaba el hocico, de tarde en tarde, como huésped condescendiente, sin participar demasiado en la conversación de quienes le hacían la corte a su mujer… Otras veces, también, nos descubre Tadeo en sus memorias el aburrimiento de veladas solitarias, donde, entre bostezos y gruñidos, la pareja soberana termina por quedarse frente a frente cuando él mismo, Tadeo Requena, personaje tan de confianza que llegaba a no existir, se escurre y desaparece disimuladamente sin dar las buenas noches.

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[64] nuestro Parnaso: conjunto de diversos autores del país; el Parnaso era una montaña, consagrada a las Musas, sita en la Fócida (Grecia antigua).

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[65] Rubén Darío: seudónimo del vate nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento (1867-1916). Revolucionó la poesía de lengua española. Tuvo seguidores innumerables que abarataron los rasgos del modernismo.

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[66] fariseos de la cultura: así como la secta farisea de los judíos antiguos fingía adhesión a la letra de la ley, un fariseo de la cultura afecta docilidad a las formas establecidas.

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[67] voluminosas posaderas: rasgo caricaturesco destinado a subrayar el conteste entre la pretendida espiritualidad del poeta y su verdadera condición. Cfr. también Pepe Orozco, del relato «El colega desconocido», «maduro en años, grueso de carnes y avezado a los sabores capitosos de la fama literaria» (Historia de macacos, 177).

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[68] balconear: equivale a «atisbar desde un balcón» (Larousse, 127).

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[69] genio de la patria: esta expresión implica la concepción del Volksgeist, que Ayala caracteriza como «la idea del pueblo como fuente de toda creación original», y que trae consigo el «gusto por el folclore» (Ensayos, 982).

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[70] ditirambos que su colega dispensaba con tanta largueza: «ditirambo», en el sentido figurado, significa una «alabanza exagerada» (Dic. Real Acad., 541); pero recuérdese su sentido originario de «composición poética», por lo general de tipo laudatorio, dedicada en particular al dios Dionisos. Tadeo Requena dispensa a Bocanegra vaso tras vaso de aguardiente en un tributo permanente al dios de la embriaguez.

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[71] almácigo: equivale a «almáciga», «lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego han de transplantarse» (Dic. Real Acad., 75); tomado en sentido figurado, un criadero interior de ambiciones.

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[72] como si, con una especie de rayos equis… fracaso último: símil que, por su plasticidad siniestra y aleccionadora, apunta a lo que el ensayista Ayala ha llamado «la aniquilación quevedesca». Apoyado en sus creencias y actitudes, Quevedo prefiere «operar ante nosotros la destrucción total de la realidad, negando el valor de la experiencia sensible. «¡Qué diferentes son las cosas del mundo de cómo las vemos! Desde hoy perderán conmigo todo el crédito mis ojos, y nada creeré menos de lo que viere», se dice en El mundo por de dentro. Las apariencias son inconsistentes; apenas se las toca, se desbaratan en astillas, en guiñapos, en polvo» (Ensayos, 976-977). Tadeo realiza una destrucción parecida, aunque dudando de todo. La «absurda danza de esqueletos» que ve se relaciona con la «danza de la muerte» varias veces aludida por Pinedo (Bieder, 65).

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[73] asoma a los interiores domésticos del tirano: cfr. la sátira El diablo cojuelo (1641) de Luis Vélez de Guevara, en el cual un estudiante, acompañado por el demonio, levanta los tejados para espiar a los habitantes de varias ciudades españolas.