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Ésta era la última palabra: una absolución. Y Camarasa, después de tanto, se quedó tan fresco.

Digo, se quedó tan fresco, por entonces. Lo que pasaría después nadie podía adivinarlo. La bomba de tiempo, olvidada ya, terminó por matar al que la había preparado. Pero ¿qué culpa voy a tener yo, ni por qué regla de tres me han de meter a mí en esto? Si vamos a hilar delgado, todos tenemos la culpa de todo cuanto pasa en el mundo, y a todos, por fas o por nefas, nos incumbe alguna responsabilidad. Sería chistoso que ahora resultara yo…

XIII

Muy mala, pésima era la situación de nuestro país bajo el gobierno de Bocanegra. Sin sus demagogias, no hubiéramos rodado hasta donde hoy nos vemos. Pero si, desde el hondón, volvemos la mirada hacia aquel tirano, su imagen se nos confunde ahora, casi, con la del bien perdido: tan relativas son las cosas de este mundo. En medio de tanta ignominia, no faltaba entonces a quien acudir ni quien le echara a uno, si hacía falta, una mano… Lejos de mi ánimo defender, o disculpar siquiera, a doña Concha, la Presidenta; nadie puede negar que una gran parte de la odiosidad acumulada sobre la figura de Bocanegra a lo largo de los años era ella, su mujer, quien la había concitado; pero hoy, ya, la infeliz ha tenido un final espantoso; sus pecados, que no fueron nada veniales, y cuyo alcance todavía suele desconocerse por ahí, han encontrado el más cruel castigo, ¡pobre Primera Dama, precipitada desde las eminencias de un poder caprichoso y sin límites hasta esa inmunda prisión de Inmaculada, donde la aguardaban toda clase de vejaciones y miserias antes de hallar la muerte a manos de un idiota! Requiescat! [94] Era liviana, era ambiciosa, era arbitraria, era insensata: a los mismos que se le acercaban en busca de amparo o de connivencia, les irritaba su modo prepotente de actuar, ese insaciable afán de prevalecer, de imponerse, de mandar, de disponer y de lucirse; pero en medio de todo ello, había algo de generoso en su violencia, su apasionamiento ciego no carecía de una cierta grandeza; y yo recuerdo que en el asunto de mi suelto del Boletín contra Camarasa ella me defendió sin reticencia alguna, cuando al mala sangre de su marido se le había antojado ponerse de parte del insufrible periodista hispano. ¿Quién me defendería ahora si, pongo por caso, un día me acusaran de haberlo hecho asesinar? Aun después que mi tío, el pobre Antenor, pasó a mejor vida, la amistad de la absurda Loreto, su viuda, con la Primera Dama, seguía constituyendo, hasta cierto punto, una garantía y una tranquilidad para mí. Hasta cierto punto, digo, porque no es lo mismo ser sobrino del general Antenor Malagarriga, ministro de la Guerra, que depender de una fémina llena de resentimiento contra todos sus parientes políticos, y chiflada por añadidura. La muerte repentina de Antenor me dejó consternado, como bien puede imaginarse, y sin saber qué repercusiones desagradables podría tener sobre mí. Por prudencia, me abstuve al pronto de buscar demasiado el contacto de la viuda; nunca le había tenido excesivas simpatías a Loreto, y se hubiera notado mucho. En cambio, frecuenté cada vez más a ese carcamal de Olóriz, pariente y protegido suyo, con quien no me faltaban buenos pretextos para estrechar mi trato; pues con alguna periodicidad había debido hacerme abonos, por este o aquel concepto, de los fondos a su cargo; y así, nada impedía que -tampoco muy calculado, casi por mero instinto- me dejara caer yo por su casa -él hacía en casa los trabajos de oficina-, y hasta me quedara luego jugando a las cartas con él hasta altas horas de la noche. Quizás a causa de ello, y para que no me cansara de seguir distrayéndole las veladas, el viejo Olóriz me mantuvo medio abierta la bolsa del pan: quien maneja una asignación bajo la rúbrica de Servicios especiales y reservados, sabido es cuánto puede hacer discrecionalmente. Por lo que a mí concierne, ¿qué remedio me quedaba, tampoco? tenía que seguir viviendo, ¿no? Además que, con buena voluntad, Olóriz y yo éramos al fin algo parientes: sobrino yo del difunto general Malagarriga; y él, tío de Loreto, su viuda…

Olóriz fue quien me contó un día la especie de chifladura que a ella le había entrado; una curiosa obsesión de la cual supe también, más adelante, en forma directa, y adorada con prolijidades infinitas, de labios de la propia interesada. Pretendía la buena señora haber sido favorecida nada menos que con una revelación. Según fantaseaba, al día siguiente de las fiestas patrias, de aquel famoso 28 de febrero, en ocasión de cumplir el matrimonio sus bodas de plata, habían querido ofrecer una fiestecita íntima a sus amistades, fiesta para cuya preparación, ella, Loreto, dicho sea entre paréntesis, tuvo que trabajar como una burra, y durante la cual Antenor libó, cómo no, de lo lindo para no faltar a la costumbre. Pues bien, cuando por fin se hubo marchado hasta el último de los invitados, y ella, que estaba rendida, pudo irse a la cama, le aconteció tener un sueño rarísimo. Soñó que su esposo… Pero no era Antenor, no; no era ese Antenor, con su voz distraída y un tanto antipática, sino una Presencia maravillosa (maravillosa, se lo garanto -ponderaba al relatarlo-: algo así como un Sagrado Corazón resplandeciente, o el Arcángel Gabriel, o ese Buda, adolescente casi, del que yo había leído algo en una novela hacía poco), en fin, una Presencia que era Antenor sin serlo, le dirigía una alocución cuyas palabras aún recordaba una por una. Le había dicho: «Loreto: durante veinticinco años he permanecido a tu lado en calidad de esposo, sin que tú me hayas reconocido ni te hayas percatado de quién soy. Tal es la razón (bueno será que lo sepas) de que no te haya dado el hijo que deseabas tanto. Con puntualidad militar, todos los sábados, al regreso de mi tertulia, he cumplido, sí, durante ese no pequeño lapso, y bien te conste, mis deberes conyugales hacia ti, a pesar de que solías acoger con entusiasmo escaso, y más de una vez con bostezos y gruñidos de protesta, mis viriles homenajes. Pero fruto de ellos: ¡ninguno! Y ahora, ya, eso es definitivo: la prueba está concluida. Al separarme de ti para siempre, no me ausentaré de tu lado sin decirte quién soy.» Después de tan estrambótico discurso, la Presencia Maravillosa se había inclinado a su oído y, netamente, con precisión diáfana, había pronunciado un nombre, para desaparecer enseguida. Mas, ¡ay!, ese nombre, que en aquel instante había sido como un resplandor, como un relámpago muy claro y muy dulce, se le había borrado enseguida de la memoria, a causa de la sorpresa probablemente, por la turbación, y por todo lo que enseguida vino; de modo que, siendo la palabra clave, era también la única perdida del discurso entero. Nunca, nunca jamás había conseguido recuperarla. En aquel momento se despertó agitadísima; el corazón se le quería escapar por la boca; tenía lágrimas en los ojos, apretada la garganta. Se despertó y se volvió en la cama para abrazar con frenesí a su esposo, a la Presencia Maravillosa y fugitiva, que tan deliciosa aunque desconsoladora revelación acababa de hacerle: lo más horrible es que Antenor estaba ahí, a su lado, sí; pero inerte y frío. Era cadáver, como luego puntualizó el periódico en sentida nota necrológica. Había fallecido, según los facultativos certificaron debidamente, víctima de un ataque cardíaco. Por lo pronto, al encender la lámpara del velador, sólo pudo constatar la aterrada señora que aquello, allí, a su lado, era (¿qué Presencia ni presencia?) una burda falsificación, un remedo, una mentira infame, con la verruga de Antenor y sus bigotes lacios, y una especie de mueca burlesca. Después de semejante susto, ¡como para acordarse de aquel nombre delicioso, susurrado al oído!

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[94] ¡Requiescat!: Por Requiescat in pace, «¡que en paz descanse!».