– Imagínese los esfuerzos de concentración que no habré intentado desde entonces para recordar el misterioso nombre. A veces, lo siento ya acudirme a las mientes, lo tengo, como suele decirse, en la punta de la lengua; lo siento, lo oigo como en sordina, sin acabar de distinguirlo. ¡Nada! No termina de acudir. Lloraría, créame, de la desesperación. Le juro que no he de morirme feliz si una vez al menos no vuelvo a escuchar aquella voz y ver a aquel espíritu que vivió conmigo tantos años sin que yo lo sospechara, ni él, pérfido, se me diera a conocer hasta el último instante. ¿Por qué me hizo eso? Yo no pierdo las esperanzas…
Esto me lo contó la propia Loreto bastante tiempo después, en la época de las grandes tenidas espiritistas; cuando ella, instalada en el Palacio Nacional, favorecía el lío de su amiga, la Primera Dama, con el secretario Requena, y prestaba su alcoba a las clandestinidades de aquellos tórtolos, guardándoles la puerta… Siempre me ha llamado la atención esa especie de incondicional lealtad amistosa entre mujeres, por la cual parecían coligadas contra el mundo. Es infame sin duda, pero, al mismo tiempo, tiene también mucho de conmovedora. Ninguna consideración de interés, de principios, ningún otro deber o afecto u obligación es capaz de quebrantar alianzas tales, que sólo saltan -y entontes, ¡con cuánta violencia!- cuando el diablo las enreda en algún nudo pasional. A doña Concha, la Presidenta, y a Lotero, nunca les gastó semejante jugarreta, nunca se vieron enfrentadas en esa clase de conflictos; y así su amistad pudo durar hasta la muerte -digo, hasta la muerte de la Presidenta, y aún después, como se verá en el momento oportuno. Pero no conviene adelantar los acontecimientos.
XIV
Decía que, tras el entierro y solemnes exequias de mi tío Antenor, doña Concha se llevó a la viuda, su inseparable Loreto, a vivir consigo en el Palacio. Estaban unidas ambas damas por una amistad prehistórica, según solía decirse aludiendo maliciosamente a la época en que ninguna de las dos mujeres había conocido todavía a su futuro esposo y, por lo tanto, ni soñaban en que, corriendo el tiempo, se verían empingorotadas, la una al generalato y la otra a la Presidencia. Cambió, casi a la vez, y de qué manera, la suerte de ambas; pero en el nuevo plano donde ahora se movían su amistad persistió, inalterable, consolidada y tanto más rica en fecundas posibilidades. Así, cuando Bocanegra escaló la dignidad de Jefe del Estado, la flamante Primera Dama de la República y su amiga Loreto, esposa legítima ahora del general Malagarriga [95], fraguaron de consuno la incorporación de mi infeliz tío al gabinete. Loreto convenció a ese pobre Antenor, y doña Concha, por su lado, se encargó de trabajar a Bocanegra; y así fue cómo uno de los antiguos generales entró a apoyar, garantizar y prestigiar con su colaboración al Padre de los Pelados y a su régimen abominable. Seguro estoy de que, entre las satisfacciones cosechadas por esa mujer, que, quiérase o no, era ya mi tía, figuraba en primer término la de fastidiarnos a nosotros, los parientes políticos, a quienes detestaba en bloque sin lugar a dudas. Y bien sabía ella que nada podía fastidiarnos tanto como esa nueva claudicación de Antenor, ésa, todavía, por si lo otro fuera poco…
Después, como es muy natural, aprovechó la influencia adquirida para colocar bien a su gente, empezando por ese impulsivo de Olóriz, de quien no se sospechaba que tuviera tal sobrina antes de anunciarse las bodas de Loreto con el general Malagarriga, aunque ya antes había obtenido, sin que nadie supiera cómo, el cargo de Liquidador civil de pluses, dietas y viáticos al personal subalterno del Ejército. Más remunerador y no menos discreto, era este otro, que ahora le consiguieron, de Administrador de Servicios especiales y reservados, con cuyos fondos, exentos por su misma índole de fiscalización contable y librados en efectivo, se entretenía el venerable anciano en ejercer, de paso, la usura, insumiendo por entonces en esas combinaciones y en las de los naipes toda su energía mental.
Una cosa debe reconocerse: a Loreto ni se le subió a la cabeza como a la Primera Dama, su nueva posición, ni la mareó el aire de las alturas. En último análisis, no resulta ser mala persona; y la manera como ha actuado y actúa en estos tiempos de desgracias, después de tanta fortuna, me reconcilia con ella. Sí pudo, con sus intrigas, engatusar a mi tío Antenor, para lo cual tampoco se necesitaban los talentos de una Aspasia [96], pues el pobre nunca descolló por su agudeza, ni por su brillantez, ni por su brío, ni por su sensibilidad exquisita, ni por cualidad alguna que lo sacara de lo vulgar; en cuanto a bueno, eso sí, lo era como el pan; un excelente sujeto, al que había que perdonarle sus muchas debilidades; pero el hecho mismo de haber elegido como consorte a una mujer del tipo físico y espiritual de Loreto lo califica ya, creo, y lo pinta de cuerpo entero; de modo que, según iba diciendo, es verdad que ella lo engatusó y lo llevó a contraer justas nupcias, pero no es menos cierto que, una vez logrado este objetivo y por fin tranquila, se aplicó a servir al prójimo con todos los recursos de sus cortas luces. Sabido es, sin embargo, que la buena voluntad mal orientada suele convertirse en instrumento de fines vituperables; y Loreto, con su melancólica manía de la Presencia Maravillosa, pero también con sus astucias de mujer corrida, fue durante todo ese período, lamentablemente, la mano derecha de su amiga. Doña Concha triunfaba por entonces sin freno; eran los años del apogeo. Bocanegra estaba en la cima de su poder, y su esposa aportaba las notas extravagantes y ponía el toque ridículo en el escándalo de su tiranía. Quizás porque el crimen, aunque sea en forma siniestra, se hace respetar, las atrocidades imputadas al muy bárbaro no ocasionaban tanta indignación como las fantochadas y caprichos, la frivolidad arrogante que aquella mujer exhibía. Aceptar esto y sufrirlo era, sin duda, más humillante que sucumbir al miedo físico, y despertaba mayores animosidades; pero, al mismo tiempo, el carácter pintoresco, grotesco incluso, de cada nuevo episodio prestaba espléndido cebo al ocio devorador de las tertulias, ofreciendo a los murmuradores el sabroso desquite de la burla. Así se descargaban las iras; y entre tanto, la imagen común de la Primera Dama, aunque constituida por rasgos libidinosos, era sobre todo la de un personaje vano, arbitrario y desatentado, cuyas insensateces -para mayor consternación de quienes no podíamos tragar al régimen- no sólo hallaban la asistencia disculpable, y previsible, e insignificante después de todo, de su íntima compinche Loreto, sino complicidades pasivas, y aun activas, que ¡mentira parece! En fin, ella se permitía satisfacciones no consentidas a una princesa real; y para no dilatarme en generalidades, recordaré tan sólo el episodio de Fanny, la famosa perrita japonesa, del cual deben quedar rastros en los archivos del State Department norteamericano [97], y aun en los del War Office [98]; pues sin la intervención benévola del Embajador de Estados Unidos no hubiera podido consolarse jamás nuestra presidenta de la muerte de su adorado pet [99], animalejo horrible, con orejas enormes de murciélago; pero de pura raza, raro, caro, delicadísimo, frágil, increíble, dulce animalucho que era su ornato, amor y delicia, y cuya tierna almita, abandonando este valle de lágrimas, voló al cielo un día aciago. Poco faltó para que no lo declararan de duelo nacional. El fallecimiento del «encantador e inteligentísimo can» fue noticia de prensa y radio; se aludió a la consternación en que el triste acontecimiento había sumido a la noble matrona [100]; y la televisión ofreció al público una antigua fotografía donde se veía a doña Concha, sonriente y feliz, con Fanny en sus brazos. Ni siquiera le faltó al chucho la correspondiente elegía, o epitafio lírico, obra del infatigable poeta Carmelo Zapata, que publicó El Comercio, encuadrada por discreta orla negra, en el suplemento literario del domingo… Y es claro que, ante tal manifestación de público pesar, los miembros del cuerpo diplomático tampoco podían mostrarse insensibles. Cada cual aprovechó la primera oportunidad para expresar sus condolencias a la señora. El detalle verdaderamente delicado estuvo esta vez a cargo, no del representante de Su Majestad británica, no del enviado de la Madre Patria, ni del sensible italiano, ni del culto francés, por no hablar de Repúblicas Hermanas; sino que estuvo a cargo -¿quién lo hubiera pensado?- del Coloso del Norte [101]; sí, de Mr. Grogg, quien, impresionado por sus pamemas, prometió a la Presidenta conseguirle sin tardanza otra perrita idéntica a la finada. Por lo visto, no es fácil hallar un bicho de tal raza, y sólo en los Estados Unidos, donde nada falta, podía obtenerse uno así: lo trajeron por cierto en un avión del ejército americano, con lo cual Fanny reapareció, gloriosamente sustituida, a los pocos días del sepelio…
[95] esposa legítima ahora del general Malagarriga: el adverbio ahora insinúa que los Malagarriga legitimaron su convivencia casándose sólo al elevarse a la vida pública.
[96] Aspasia: cortesana de Mileto (¿470-410 a.C.?), muy culta compañera de toda la vida de Péneles.
[97] State Department norteamericano: Ministerio de Asuntos Exteriores de los Estados Unidos.
[98] War Office: Ministerio de la Guerra.