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Limitémonos aquí a relacionar el relato más conocido de la colección, «El Hechizado», (1944), con la pesquisa del sentido de la vida histórica y de la vida humana en general, y tal como se emprende en Muertes de perro. Tanto en la obra más breve como con posterioridad en la más extensa, un ejercicio de exégesis de unas memorias que ofrecen una visión global de una época histórica, enmarca la búsqueda por el memorialista de sentido en la vida. En una y otra obra, los prejuicios del exégeta interfieren al principio con la tarea interpretativa, pero poco a poco la figura interpretada viene a seducir al intérprete con su personalidad y a inducirle a identificarse con ella en su intento de revitalizar una situación desvitalizada. En «El fondo sociológico en mis novelas» se queja Ayala de que «a nadie se le [haya] ocurrido comparar la figura del dictador Bocanegra con la de Carlos II en mi cuento "El Hechizado", una comparación que podría ilustrar bien mi manera de ver el poder sobre la Tierra: tanto en el caso del rey legítimo como en el del usurpador, el centro de todo el aparato del mando es una boca negra, un hueco sombrío, el vacío, el abismo» (Ensayos, 585). Luego, en una y otra obra, el camino del protagonista lleva al desengaño, y su concienciación del camino que vuelve sobre sí mismo para cerrar el círculo, como la ruta seguida por la malograda esquiadora Erika, constituye su vivencia más significativa.

La diferencia entre las dos obras estriba, por una parte, en la distancia histórica entre narrador y memorialista, y, por otra parte, en la dificultad de acceso al soberano. En ambos respectos, el cuento supera la novela. «El Hechizado» confronta a un erudito contemporáneo nuestro con las memorias de un sujeto oscuro de fines del siglo xvii; Muertes de perro lleva a manos de un intelectual de la actualidad las memorias de un sujeto oscuro coetáneo suyo. En «El Hechizado», las memorias escudriñadas se dedican a ponderar los innumerables obstáculos que ha tenido que superar el autobiógrafo para llegar a la presencia real, mientras que en Muertes de perro es el jefe del Estado quien llama al autobiógrafo a su lado. Así, en «El Hechizado» la casi imposibilidad de la faena de establecer el sentido del texto autobiográfico corre paralela a la casi imposibilidad de la tarea que se ha impuesto el autobiógrafo de ver al rey y, en consecuencia, de dotar su propia vida de sentido. La ironía del desenlace en «El Hechizado» surge del contraste entre lo penoso del esfuerzo, bien sea el del exégeta, o bien sea el del autobiógrafo, y lo insustancial de los resultados, pues si el intérprete de las memorias de González Lobo saca bien poco en limpio, el mismo González Lobo, una vez visto el rey idiota Carlos II, se percata de la futilidad de tanto esfuerzo para llegar a su presencia. Muertes de perro, por su parte, buscará una ironía de otra especie. Porque el desengaño del actor principal y de su comentarista vendrá poco a poco, constituyendo en su mayor parte la materia de la obra, y no un solo punto de la misma. La antinomia aquí establecida entre relato y novela apunta a la discrepancia entre ellos en el manejo de la historia. En «El Hechizado», el intelectual contemporáneo, que da inútiles vueltas mentales al manuscrito de González Lobo, bien puede simbolizar al intelectual responsable de Razón del mundo, quien, en palabras de Ayala, se encuentra «condenado a consumirse sin tregua en el intento de racionalizar el caos que por todas partes lo flanquea. Quiere dar razón a la sinrazón; explicar lo que sólo se explica por sí mismo, en su inmediata presencia» («Pensamiento y sociedad», cit. en Richmond 37). Ya veremos cómo, en Muertes de perro, se complica más la racionalización intelectual del caos circundante, porque se trata de un intento explícito de justificar la existencia del intérprete mismo mediante el acto interpretativo.

En relatos escritos después de los de la primera edición de Los usurpadores (1948), Ayala explora la búsqueda de la propia razón de ser mediante la interpretación de documentos pertenecientes a un contemporáneo. Intérprete y documento a interpretar no han nacido en épocas distintas, sino en la de Ayala mismo y de sus lectores intérpretes. En la colección de narraciones titulada La cabeza del cordero (1948), tal contemporaneidad se descubre en el relato cómico «El mensaje», especie de pórtico a la ficción seria, «El tajo». Como «Erika ante el invierno», «El mensaje» existe en el umbral de la solemnidad sin aspirar a tanto. Pone en juego, aunque en un plano de absurda trivialidad, los sentimientos que, de manera trágica, han de generar después la Guerra Civil Española (Narrativa, 462). Todo se centra, como en «El Hechizado», en un manuscrito casi imposible de descifrar. No importan los contenidos, sino el encono hostil que la incomprensión despierta en el narrador Roque Sánchez, en su primo Severiano y en toda la familia y en el pueblo entero. La trivialidad de tales pasiones mantiene la pregunta por el sentido de la vida en un plano tácito. No así, empero, en «El tajo», donde el protagonista busca el sentido de su vida por medio de la reconciliación con el enemigo ideológico. Hay que relacionar este proyecto con Razón del mundo (142), donde Ayala ha escrito que en la mentalidad hispánica se encuentra una íntima escisión entre la ortodoxia y la modernidad, fisura intensificada por la Guerra Civil. Sostiene Ayala que en España, toda mente alerta siente como un «doloroso apremio» que la impulsa a buscar la «integración platónica» con el contrario, de suerte que sólo el «ser unitario» prestaría sentido a la vida (Razón, 144). He aquí la razón de ser de Pedro Santolalla, protagonista de «El tajo». Tras matar innecesariamente a un miliciano del bando republicano, Santolalla, teniente nacionalista, busca completarse a sí mismo identificándose con su víctima. Al tomar posesión del carnet de su víctima, con fotografía de la misma, le hacen notar que ha dado muerte a un coterráneo. A partir de aquel momento, le parece insufrible la vida del frente. Ha recordado con pena las divisiones políticas dentro de su misma familia, con su abuelo partidario de la derecha, con su padre liberal, con su cuñado falangista. Pero le produce más malestar aún el olor a putrefacción que despide el cadáver del soldado que ha matado. Olor que le evoca la muerte de Chispa, su perra de la niñez, cruelmente muerta por los otros niños y abandonada en un callejón. En suma, ha infligido una «muerte de perro» en ese miliciano Anastasio López Rubielos. En la postguerra, decide indemnizar a la familia de su víctima, pero el intento queda penosamente frustrado.