»-Pero, en realidad, aunque eso haya podido influir, lo que de veras despertó mi inspiración fue…, ni te lo imaginas. ¿Te acuerdas aquel día, en la parada, cuando un perro perturbó la solemnidad del acto con ladridos intempestivos, y yo bajé de la tribuna presidencial a propinarle una patada? Pues entonces fue que se me iluminó el cerebro. Verás: el perro estaba ladra que ladra; ya cansaba; y yo vine a acertar a darle el puntapié justo cuando la banda que tocaba el himno saltaba del andante maestoso al allegro y él empezó a proferir alaridos cambiando también el ritmo. Yo entonces me dije: ¡Caramba! Bueno, así son los grandes inventos de la Humanidad. El resto fue buscar un animalito dócil, inteligente y de buen timbre, y extremar con él la paciencia. Eso hice, y los frutos, tú los has visto. -Se interrumpió-: Bueno, anda, entrégame mi perro, que tengo prisa. ¿Has pensado cómo vamos a presentárselo al jefe? En ti confío, ya sabes. No quiero ocultarte que en ese animalito, al que tantos desvelos he consagrado, tengo cifradas mis mejores esperanzas. Espero de él no otra cosa que mi reivindicación moral. Nada más, pero tampoco nada menos. No pretendo premios, recompensas ni regalos; pero quiero hacer ante el jefe un alarde incontestable de mis dotes pedagógicas, para desmentir la maledicencia de los enemigos y opositores empeñados en desacreditar mi obra e impugnar mi capacidad como ministro de Instrucción Pública. Nada de polémicas en los periódicos, nada de argumentos y contrarréplicas, sino hechos, ¡hechos! Ese modesto perrito, capaz de entonar ante Su Excelencia el himno de la Patria; y todo ¿por virtud de quién? Pues, por obra y gracia de este humilde servidor, de este educador tan discutido y denigrado, del doctor Rosales en persona, quien, según los necios propalan, no tiene idea de lo que es la enseñanza…
»Se echó a reír del disparate. Ahora verían… Y volvió a insistir en que le devolviera su perro. -Vamos ¿dónde está mi valedor, menos irracional que quienes me combaten? [116]
»Estaba excitado el viejo, eufórico, y me dio rabia. -Aquí, doctor, venga por acá -le dije fríamente; y me levanté, encaminándolo hacia el guardarropa. Abrí la puerta y prendí la luz.
»-¿Dónde está? No lo veo. -¿Cómo iba a verlo mirando al suelo? Señalé con el dedo hacia el bulto, que hubiera podido tomarse por una bolsa colgada de la percha. El doctor no dijo ni pío; sólo se le cayeron al suelo los anteojos. Se los recogí, lo saqué por un brazo y le hice sentarse en una butaca, junto a mi sillón. Estaba pálido y me echaba miradas de extravío.
«Entonces yo tomé la palabra y le expliqué mis motivos. Con voz adusta, lenta y bastante firme, le dije, entreverando el tono de reproche dolorido con el de cariñosa protección: -Parece mentira, doctor, que un hombre de sus años y de su experiencia pueda incurrir… Vea, yo le prometí hacer lo mejor para usted; pues eso -señalé hacia la puerta del guardarropa-, eso, doctor, es lo que más le conviene: eliminar el cuerpo del delito. -Hice una pausa-. ¿Se da cuenta -proseguí-, la irreverencia que significa poner el himno nacional en la boca de un perro? Irreverencia no es nada. Se trata, en verdad, de un delito de lesa patria. Sencillamente. Y todavía ¡proponerse perpetrar semejante ludibrio en presencia del Jefe del Estado! Pero, doctor, usted se ha vuelto loco…
»Mientras hablaba, iba observando yo el efecto de mi discurso. El hombrecito estaba anonadado. Me miraba con los ojos vidriosos, trataba de comprender y no salía de su asombro. Proseguí: -¡Qué disparate! ¡Quién sabe si, en lugar de ese pobre bicho, no hubiera sido usted quien se tuviera que colgar de desesperación por los resultados de su impremeditada y ligerísima iniciativa. (Me sentí hablar como él mismo hablaba; no en vano había sido mi preceptor; en las ocasiones serias, adoptaba sin proponérmelo su estilo de elocución.) Porque yo -proseguí-, que soy su amigo, estoy convencido de que sólo la falta de reflexión, y no el espíritu de burla, ha podido inducirlo a usted, todo un ministro del gobierno, a cometer acto tan punible. Por muy contento puede darse de haber tropezado conmigo. ¿Se imagina los titulares del Boletín del Ejército, el comentario del Mangle López por la radio? Pero tranquilícese, doctor, que ha tenido la suerte de dar conmigo… Diga: ¿conoce el asunto alguien más que yo?
»Denegó lenta, tristemente con la cabeza, a la vez que me untaba una mirada canina [117]. Debía de sentirse perdido, el viejo zascandil… Ya estaba hecho el trabajo; asunto concluido. Seguí abundando sobre el tema, para asustar y tranquilizar alternativamente al hombrecito, y hasta conseguí que me diera las gracias -con un apretón de manos y la expresión de la mirada, pues parecía haber perdido el habla. En fin, cuando se dispuso a irse, le di una palmada en el hombro y pude arrancarle una lastimera sonrisa con algunas bromas: -Alégrese, doctor. La oportuna muerte de ese chucho le salva a usted de la horca: lesa patria, pena capital. Y me pasé, como de costumbre, el dedo por la garganta.»
XVII
¡Qué viejos, qué lejanos, y qué triviales, qué absurdos en su insignificancia, parecen ahora todos esos cuentos, a la vista de lo que está ocurriendo en torno a uno! Me refugio yo y meto la cabeza entre mis papeles por no pensar en el peligro que acecha; pero, de pronto, cuando más distraído estoy, me entra el dichoso vértigo, siento una especie de mareo y náusea, empieza a darme todo vueltas alrededor, y es como si despertara de improviso a la cruda realidad. ¿Será posible -me pregunto entonces-; será posible, Pinedito, que te preocupes y hasta te indignes a veces por tonterías semejantes? ¿Qué importancia puede tener, por ejemplo, a la fecha de hoy, la pequeña crueldad de un Tadeo Requena complaciéndose en sacar de quicio al infeliz de Luisito Rosales con sus tan repetidas y necias bromas sobre estrangulación? Uno y otro, muertos están ya; y estrangulaciones, y puñaladas, y fusilamientos, y horrores de todas clases, se encuentran a la orden del día, como si aun el último sentimiento humano hubiera desaparecido. Y en comparación, las querellas de ayer se nos antojan pequeñeces; pues lo que pasa ahora ha alterado las medidas antiguas, cambiando por completo los criterios que antes se tenían por válidos. Así, mucha gente que detestaba a doña Concha, la Presidenta, ha terminado por compadecer su triste suerte, y hasta por descubrirle algunas póstumas virtudes; y, al lado de lo que hoy usurpa irrisoriamente el nombre de gobierno, el gobierno de Antón Bocanegra hubiera merecido parangonarse con el de Marco Aurelio [118], tan relativas son las cosas de esta vida.
Yo mismo -pues no me excluyo- he tenido que modificar algunas de mis anteriores apreciaciones; y no siento empacho en reconocer que cuando, en medio de esta batahola, entablé contacto de nuevo con mi tía Loreto, lo apretado y difícil de las circunstancias que a todos nos oprimen hizo que nuestra conversación fuera, no ya confiada, sino incluso muy afectuosa, y que de ella naciera una sincera estimación por parte mía hacia esa pobre mujer a quien explicables razones de familia me habían hecho mirar siempre con prevención.
[116] menos irracional que quienes me combaten: reminiscencia del Coloquio de los perros, cuyo personaje canino Cipión, capaz de filosofar, atribuye su repentina capacidad para hablar a un milagro, pues «la diferencia que hay del animal bruto al hombre, es ser el hombre animal racional, y el bruto irracional» (Novelas ejemplares, 153).