Consta que Ayala escribió «El tajo» tras nueve años de exilio en América. Más tarde, en 1952, publicó en la revista Sur de Buenos Aires una narración cómica, «Historia de macacos». Veremos enseguida las estrechas relaciones entre esta obrita y la novela escrita poco más de un lustro después con el título Muertes de perro. Nauseado por el peronismo, Ayala se había trasladado a Puerto Rico en 1950 para enseñar en aquella universidad durante varios años (Richmond, Macacos, 20), y así pudo componer con un ánimo más ligero, aunque sin renunciar a las pinceladas macabras en el momento oportuno. Keith Ellis (131) ha notado la relación entre el título de «Historia de macacos» y el de Muertes de perro (1958). En el cuento como en la novela, los personajes «se nos presentan casi como infrahumanos». Si exceptuamos a los protagonistas Robert y Rosa, dedicados a estafar al prójimo del modo más burlesco posible, los demás personajes carecen de un proyecto vital, sólo reaccionan a las circunstancias inmediatas y, por tanto, viven como animales. Palabras y hechos en el cuento, según Carolyn Richmond (Macacos, 31), dan testimonio de lo bestial que radica en el homo sapiens. Como más tarde en Muertes de perro, en «Historia de macacos» el narrador juega entre el sentido literal de los animales del titulo y el sentido figurado, con sus connotaciones morales. En las dos obras el narrador ofrece todo un parque zoológico de alusiones a distintos animales, casi siempre con sentido metafórico. La estafa de Robert y Rosa presta un falso sentido a las vidas de sus víctimas, hasta que, tras la apuesta de Ruiz Abarca, se precipita el desengaño. Así, el narrador aludirá a la «vacuidad de nuestra vida» antes y después de la estancia de Rosa en la pequeña colonia africana donde tiene lugar la obra. «Durante ese tiempo, nuestro interés había ido creciendo hasta un punto de excitación que culminaría con el banquete célebre, pero vino el banquete, estalló la bomba, y luego, nada; al otro día, nada, silencio» (Macacos, 117).
El relato ha comenzado, a la manera homérica, in medias res con el climax del banquete, en armonía con el tono épico-burlesco que el narrador dice querer adoptar para celebrar los hechos notables de la colonia (87). Robert hace la revelación pública, más de ópera bufa o novela picaresca que de epopeya, de la trama usada para defraudar a todos los miembros de la administración colonial. Aquí como después en Muertes de perro, se descubre una amplia gama de géneros literarios a la manera cervantina. En Muertes de perro abundarán también incidentes de clara estirpe picaresca, mezclados con toques de otros géneros, como la comedia romana.
En el cuento como en la novela, Ayala se sirve del género historiográfico a la manera de marco para combinar otros géneros. Lo que de «Historia de macacos» ha escrito Carolyn Richmond vale también para Muertes de perro: «El texto completo puede ser entendido como un fragmento preparatorio (¿un borrador? ¿unos apuntes? ¿una lucubración mental?) para la historia de la [tierra] que el narrador no llegó a escribir. La realidad total, que nos elude a todos -los lectores y los personajes mismos- está modulada por la información de que cada cual dispone e interpreta a su manera», y cada cual participa en la pluralidad de perspectivas peculiar a su comunidad (Macacos, 25). Aportan sus perspectivas muy en el fondo del relato el gobernador de la colonia, llamado el «Omnipotente» por el narrador, y un locutor de radio, Toño Azucena, «perro fiel y protegido, quizás hijo ilegítimo» del gobernador (108). Personajes muy parecidos dominarán Muertes de perro, con su dictador «omnipotente» Bocanegra y su «perro guardián» Tadeo Requena, secretario particular y tal vez hijo natural suyo. Además, existe cierta afinidad entre el relato del año 52 y la novela del 58, en cuanto en uno y otra el narrador se considera inútil en la vida práctica debido a una deficiencia física, que, sin embargo, lo capacita para la tarea de historiador, permitiéndole sacar fuerzas de flaqueza y dotando su vida de sentido. El narrador del cuento, a causa de su impotencia sexual, que no se revela hasta precisamente la mitad de la obra (113), puede tomar un punto de vista más bien imparcial o siquiera favorable hacia la engañadora Rosa, vedado a los otros estafados. Y el Luis Pinedo de Muertes de perro, marginado de la acción por su paraplejia, goza de la holgura prohibida a otros para recoger los datos para su historia.
En múltiples aspectos, pues, «Historia de macacos» puede verse como un boceto para Muertes de perro. Sin embargo, la novela supera a su menos complejo antecedente con la mayor riqueza de matices de su título; en su estructura más elaborada, de espiral descendente; en la pluralidad más complicada de sus puntos de vista; en su más rica y honda deuda con la picaresca, y en el papel más visible que desempeña el tema de la historiografía en la novela. Tras el examen que acabamos de hacer de aquellas ficciones de Ayala donde nos parece más o menos obvia la búsqueda del sentido de la vida -no dudando que en otras no tocadas aquí se encuentra la misma preocupación, si bien menos a flor de página-, pasemos a estudiar título, estructura, juego de perspectivas, y referencia a la picaresca y a la historia en nuestra novela.
III. La b úsqueda del sentido de la vida en «muertes de perro»
[a] El título: muertes y resurrecciones
Ningún poder constituido en la sociedad humana puede durar para siempre. Conoce Ayala, y hasta ha utilizado en el título de un artículo de 1977 el dicho latino aprovechado por Hobbes en su Leviatán, Homo homini lupus, «El hombre es un lobo para el hombre». Según el ensayo ayaliano Razón del mundo (38), «el derrumbamiento de cualquier poder libera los instintos destructivos que laten en el fondo del ser humano; toda la contención, todas las renuncias a que obliga la vida civil con la coerción de las formas sociales, estalla entonces transformada en desenfreno». El naufragio mortal de los grandes parece suscitar una ola de resurrecciones. No otra, a nuestro juicio, es la honda significación del último encuentro entre el dictador Bocanegra y su asesino, Tadeo Requena, posiblemente hijo suyo. El tirano, informado de antemano de la traición, pero carente de la voluntad de vivir, tira a su asesino su pistola, ordenándole: «¡Vive, desgraciado!» Y Tadeo dispara, tal vez para liberarse de la mirada acusadora de su víctima. Lector de Unamuno (cfr. Ensayos, 1138), Ayala conoce Abel Sánchez, novela de la envidia hispánica, con su problemática apología del fratricida Caín, víctima de la «desgracia inmerecida» (Unamuno, II, 716), que consistía en la injusta negación desde el principio de la gracia divina. También Tadeo Requena, en el concepto de su putativo padre Bocanegra, carece de la gracia, vive manchado de una especie de pecado original, bien que en el sentido secularizado de Ayala, que no exime al hombre individual de toda la culpa: el ser humano es para Ayala ontológicamente deficiente, un individuo «caído» a priori, y Bocanegra participa con plena conciencia de la misma condición. ¿No fue usurpado con violencia el poder que ha detentado durante tantos años? Todos los indicios apuntan en la novela a ello. Al dictador se le imputa también el asesinato de su enemigo más soberbio y peligroso, el senador Lucas Rosales. Todo poder, sostiene Ayala, es en el fondo una usurpación (Richmond, Usurpadores, 100). De donde la posibilidad de construir una cadena de usurpadores que antecedieron a Bocanegra, y la de los que le sucederán más allá de la última página de Muertes de perro y hasta el final de El fondo del vaso. Si Bocanegra representa la vacuidad del poder, esa vacuidad se instalará existencialmente en el ánimo de su asesino. El vacío del poder es muerte anticipada. Tal es el sentido del plural en el título Muertes de perro, con todos los equívocos de aparentes muertes y apócrifas resurrecciones. Tras este análisis de lo que parece significar la primera palabra del título, pasemos al de la última.