»Lo había dicho en el énfasis de la autoacusación; pero no; en verdad, Tadeo no era un desconocido; tenía razón don Antonio. Y aun admito que, cuando, en aquel instante, lo vi entrar de improviso en la sala donde yo estaba hundida y me ahogaba, y acercárseme sin vacilar, y tomarme de la mano, y sacarme de allí con seguridad tan firme, en aquel instante sentí -lo admito-, sentí absurdamente que era él lo único que me quedaba en el mundo, mi solo y último cable de salvación… Trato de descubrir mis resortes ocultos, no de engañarme a mí misma con falsas disculpas. Disculpa, bien sé que no la tengo; pero quisiera, al menos, poner en claro ante mi propio foro quién soy yo, para poder detestarme hasta el fondo. Porque lo cierto es que, no él, sino yo, soy la desconocida: una extraña, de cuya presencia, de cuya existencia, no tenía la menor sospecha, y que se ha revelado de pronto, incomprensiblemente, dentro de mí. En vano se fatigará don Antonio con sus generalidades piadosas: al recapacitar en lo que he hecho, en cómo me he entregado sin resistencia alguna, ni siquiera íntima, no consigo librarme de la idea de que así me hubiera entregado en cualquier momento, siempre, tan pronto como se le hubiera antojado a él; y -lo que es más aterrador aún- que igual volvería a hacerlo mañana, ahora mismo, no bien se presentara él y lo quisiera. ¡Esa soy yo, pues! Soy eso. De repente, me descubro a mí misma. Y, de paso, lo descubro también a él. ¿Cómo que no era un desconocido? ¿Que no era un desconocido? No importa que, en el aburrimiento de mi eterno balcón, me hubieran entretenido desde pequeña sus idas y venidas, y sus hazañas tontas de mozalbete, al frente de otros peladitos a quienes capitaneaba y tiranizaba; y que, cuando por casualidad no venían una tarde a jugar delante de casa, yo recayera en mis tristes lecturas, cuidando a Ángelo, más nervioso entonces que de costumbre, y envidiándoles su libertad. Ni tampoco importa que luego, ya instalados nosotros en la Capital, mi padre lo trajera más de una vez, con esa cordialidad suya extemporánea y excesiva que yo no podía aprobar, o que más bien me hacía sentir humillada y ponerme tiesa. ¿Dejaría por todo ello de ser un extraño? ¿Un pretensioso insufrible?… Hasta creo que llegué a odiar el dichoso nombre de Tadeo, con tanto oír sus elogios en boca de mi padre: un talento extraordinario; recalcaba: ex-tra-or-di-na-rio, digno de toda protección y estímulo. Y yo, furiosa, me obstinaba en callar, sabiendo que él buscaba mi contradicción, una objecioncilla cualquiera, para razonar interminablemente y tratar de justificarse. Sabía yo que me aplastaría, sin duda, con sus razones. Por eso mismo, callaba, le cerraba la puerta, le negaba esa caridad, apretaba mi intransigencia interior. La inocencia es implacable, es detestable. ¡Tarde viene una a arrepentirse de sus crueldades! Cuando ya no hay vuelta. ¿Por qué, Señor, no permites rectificar el dibujo, rehacer el bordado, borrar las equivocaciones peores? Ya no hay remedio; nunca hay remedio para lo que verdaderamente importa. Abro los ojos -el desgarrarme las entrañas ha sido también abrirme los ojos- y quisiera que la tierra me tragara. ¿Cómo podía querer bien a mi pobre padre, si tampoco a él lo conocía? Mi cariño no era sino eso que llaman una lamentable equivocación. Este amor filial mío, un poco rencoroso, un poco resentido, distante; respetuoso, pero, sobre todo, distante, era, tenía que resultar una especie de burla carnavalesca para corazón tan acabado por las tribulaciones y por las cavilaciones. Estaba solo; me tenía a su lado, pero estaba solo. Las manos a la espalda, baja la cabeza, solía pasear y pasear sin término la habitación; y a mí -por si no bastara con la movilidad incesante de Ángelo para gastarme los nervios- me exasperaba el verlo así rato y rato. Nunca respondía yo a sus casuales reflexiones; y le hacía sentir mi irritación, hasta que, cansado, dejaba de recorrer la pieza, y se iba.
«Estaba solo, y solo estuvo siempre. Al morir mamá, había dejado bloqueado entre él y yo, como un tabú, cuanto, en vida suya, fue materia litigiosa para ambos. Y materia litigiosa ¿qué no lo sería? Cosa que él hiciera, intentara o propusiera, ella le salía enseguida al paso para atajarlo de la manera directa, cortante y un poco brutal incluso, que era propia de su natural sincero. ¡Ahora lo veo tan claro!: en último extremo, lo que ella desaprobaba, censuraba y condenaba no era este o aquel acto suyo, sino a él mismo. Era a él, a quien -sin perjuicio de quererlo mucho- rechazaba desde el fondo de su ser. Irreconciliables, como el agua y el fuego. ¡Hubiera tenido que suprimirse! Y eso es lo que ha hecho ahora: suprimirse. De pronto, descubre una toda la justeza terrible que puede haber en una expresión vulgar [148]: se ha suprimido. ¿No era eso lo que ella quiso siempre, sin saberlo? Pues por último lo ha conseguido, y -la mano me tiembla al escribirlo- ha sido por ministerio mío; yo he sido, siquiera en parte, su instrumento. Al morir ella convirtió en sacrilegio todo lo que significara contrariar sus claros, limpios, nobles, sencillos, inconmovibles, tajantes criterios, y yo no hubiera podido, sin sentir que la traicionaba y ofendía su memoria, dar por buenas las sutilezas de mi padre, aun cuando comprendiera, como comprendía, muy bien las razones particulares de sus actos y la razón total de su conducta. Pesaba sobre mí -me pesaba- como un sagrado deber el de recusarlas; y hacerlo así me procuraba una especie de amargo deleite. ¿No había sentenciado ella, acaso, de una vez por todas, que Bocanegra era un perdulario? Pues yo suscribía a ojos cerrados esta sentencia, sin que pudieran nada en contra todas las consideraciones imaginables: que, aun habiendo sido perdulario, no por eso dejaba de pertenecer a una familia decente; que, en cuanto a las responsabilidades por la muerte del tío Lucas, nada se pudo aclarar en definitiva, pese a la encuesta judicial y a las promesas hechas a mi padre… Y tampoco cabía duda de que si éste se coloca en una actitud irreductible, ni hubiéramos conservado nuestra casa y lo poco que aún nos queda, ni se sabe lo que hubiera sido de nosotros, del desgraciado de Ángelo, de mí… Ahora, y sólo ahora, ante el hecho consumado, alcanzo a medir las angustias que debió padecer, pobre papá mío, barajando sus propias perplejidades bajo la presión calmosa de su mujer, para quien, sin embargo, el problema no podía ser ni tan dramático ni tan agudo, pues ni el tío Lucas era hermano suyo, sino cuñado, ni -para colmo- ella se había llevado demasiado bien nunca con la viuda, de modo que no le causaría tanta consternación el verla marcharse, por fin, a la ventura, con un niño de cada mano… Mi padre consiguió desde luego que les pusieran un automóvil escoltado hasta la frontera, e hizo para ella ciertos arreglos económicos, gracias a los cuales pudo defenderse. Todo esto merecía tomarse en cuenta. Pero la sentencia era firme, irrevocable: Bocanegra, un perdulario; y, al morir ella, mi obligación consistía, sin que nadie me lo hubiera dicho, en sostener este juicio con todas sus consecuencias. Consecuencias que se resumían en una actitud inflexible, hasta inhumana, frente al mundo complicadísimo donde mi padre tenía que moverse. Bocanegra, un perdulario, ni más ni menos. Y Tadeo, un mulato atrevido. ¿Necesitaba yo, acaso, habérsela escuchado? Estaba tan segura de esta opinión suya, como si hubiera podido oírla escaparse de entre sus labios finos y apretados. Después de muerta, seguía ella lanzando sus juicios perentorios, inapelables, sobre la gente. Y a mí me tocaba formularlos por ella. ¡Un talento ex-tra-or-di-na-rio!, proclamaba mi padre; y yo, para mis adentros, le replicaba: Un mulato atrevido. No yo: ella, desde el fondo de mí. Ella, con la hermosa, imperturbable y cándida certidumbre que tenía. ¿Quién hubiera dicho entonces, viéndola desplegar, tan segura de sí, esa entera energía, que sus días estaban contados y se le acababa la vida?