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Ya hoy, los dos están bajo tierra; y yo, sola aquí para siempre, hasta que vaya también a reunirme con ellos. ¡Dios tenga piedad de sus almas!

»… ¡Ay!, divago sin remedio. Me he perdido, y no quiero tampoco -¿para qué?- releer lo escrito. Esta confesión o clamor sin destino debiera permitirme, ésa fue mi intención, recoger mis pensamientos que se extravían, se retuercen y confunden cuando me abandono en la butaca, cerrados los ojos, estos ojos que me arden, secos ya por toda la eternidad…

»Pero, hija mía, ¿cómo pudiste?… ¿por qué te dejaste hacer? -me preguntaba consternadísimo el pobre don Antonio, con más perplejidad que reproche en la voz. ¡Como si yo hubiera tenido respuesta que darle! ¡Como si no fuera eso mismo lo que yo me pregunto, y vuelvo a preguntarme, con estupefacción, una y otra vez, incansablemente. Que vivimos rodeados de misterio, lo sé; que el universo entero es impenetrable, y que sólo nos resta inclinarnos ante la grandeza divina. Pero nada aterroriza tanto como el darse cuenta de que también el fondo de uno es impenetrable, y desconocerse, e ignorar quién se es. Recuerdo, y no lo olvidaré jamás, el espanto que se apoderó de mí cuando, en los límites de la infancia todavía la primera sangre, presentándose de improviso, vino a gritar en mi cuerpo una suciedad de la que yo, pobre criatura, ¿cómo iba a ser responsable? Pero el cuerpo, ya me había adoctrinado a despreciarlo, a desconfiarle, a avergonzarme de él. El cuerpo, con todas sus humillaciones cotidianas, era la pensión que Nuestro Señor Jesucristo aceptó para mostrarnos mediante su ejemplo el camino [149] y enseñarnos a conllevar la bestia sin detrimento del espíritu. Sí, el espíritu estaba ahí siempre, para salvar la situación. Pero ¿y cuando el espíritu, de pronto, se rebela también, se sale de casa, se escapa?, ¿y si el espíritu resulta ser también un animal cimarrón, que te desconoce, y no obedece a tus llamadas, y te mira, burlesco y extraño, sin ponerse más al alcance de tu mano?… Me pregunto yo por qué he hecho lo que hice; y no tengo respuesta. Entonces ¿quién soy yo? Estaba despierta, y sabía bien de qué se trataba, sobre todo desde que él pasó, de las primeras caricias, tan suaves en su persuasiva energía, a los manejos insolentes y brutales. No había más duda, no quedaba lugar a engaño; yo sabía, y consentí. No sólo consentí, sino que me abandoné con la delicia que debe de experimentar quien, agotado, se entrega por fin a las aguas, o quien, habiendo perdido sus últimos refugios, se reconcilia con la muerte y aguarda sin moverse el zarpazo del tigre que se dispone a devorarlo. En realidad, sus ojos eran, no atrevidos, sino inhumanos; me contemplaba con una terrible, calmosa indiferencia de fiera segura de la presa bajo su garra; y yo, en medio de mi abyección, del azoramiento y del bochorno, experimentaba una rara felicidad: la felicidad de saberme definitivamente perdida.

«Perdida, deshonrada me veo ahora; pero, así como no puedo dar razón de mi conducta, tampoco hallo el camino del arrepentimiento; y sólo me asombro de mí misma, me desconozco, no sé más quién soy; eso es todo. Al afligido confesor, pobre viejo, no le he dejado siquiera el recurso de usar conmigo de la misericordia divina impartiéndome su absolución, pues arrepentida no pude decirle que lo estuviera: no lo estaba, no lo estoy. Dolorida, deshecha, aniquilada, sí; pero no arrepentida. Y ¿por qué no lo estoy? Pues porque, a pesar de mi anuencia, veo lo ocurrido como algo que está más allá de mis alcances. La pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre se me confunden en el ánimo, y me pesan como una sola culpa anterior a toda deliberación mía [150] y de la que debo responder sin que me hubiera sido posible, humanamente, evitarla.»

XXIII

Como podrá advertir enseguida el avisado y discreto lector, esta niña sabia descubrió sin darse cuenta, aunque muy a sus expensas, ¡desdichada!, ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original [151]. Las anteriores páginas, tan agitadas, y tan retóricas a trechos (pero ¿quién ha decretado que la retórica sea incompatible con la sinceridad?, al contrario, puede reforzarla incluso), estas hojillas atormentadas que escribió en su viejo cuaderno escolar, son la indigestión, todavía, de la famosa manzana del Paraíso.

Confesaré, sin embargo, que algunas de sus acongojadas cogitaciones me dieron qué pensar al leerlas. Si tú, niña preciosa, reniegas de tu cuerpo, y las suciedades de tu fisiología te humillan; si a veces, como es notorio, se avergüenzan, por ejemplo, las jovencitas del ostentoso crecimiento de sus pechos nuevos, ¿qué tendrían que decir…? Bueno, ¿qué tendría que decir yo? Entre los que se preocupan -¡qué tontería!- de la iconografía auténtica de Jesús, hay quienes sostienen que nuestro Salvador fue en realidad, también él, tullido o deforme. ¿No bastará, acaso, con que fuera hombre?

Volviendo a María Elena: pocas semanas estuvo recogida en el convento de Santa Rosa. La carta de la abadesa que copio luego informa acerca de cuál fue su suerte inmediata. En general, los borradores de la abadesa no presentan muchas correcciones. Incluso hay alguno que, por su perfección, más parecería copia. Es probable que, al pasarlos en limpio, cambiara acá o allá tal o cual detalle; pero aparecen escritos de una tirada, y casi siempre hubieran podido, salvo algún pequeño retoque, ir como cartas originales.

No ocurre así, por excepción, con la que dirigió de nuevo a su prima, la viuda del senador Rosales, en Nueva York, para encajarle a María Elena, y hacerlo de modo tal que a la otra no le quedara el recurso de poner objeciones, ni más remedio que apencar con el hecho consumado. A esa carta le tuvo que dar cien mil vueltas antes de alcanzar su pergeño definitivo, como lo atestigua este borrador, que aquí tengo, literalmente plagado de tachaduras, intercalaciones, transposiciones y demás cambios. A la postre, debió de quedar redactada, y llegar a destino, más o menos, en los siguientes términos:

«Mucho me pesa, querida prima, tener que adoptar la resolución que voy a comunicarte, y el disgusto que con ella es inevitable darte a ti. No ha sido menor el mío, como comprenderás cuando te enteres de qué se trata. Y voy a decírtelo enseguida, sin preámbulos, incluso brutalmente; es esto: sabrás que tu sobrina, esa mosquita muerta de María Elena, nos tenía engañados a todos y ha resultado ser una perdida infame. Así como suena. Te resistirás a creerlo, ya lo sé; pues yo misma tenía las pruebas ante los ojos, y me negaba todavía a darles crédito. Pero es así; y para que no lo dudes, antes de seguir adelante quiero darte la seguridad de que esas pruebas están en mi poder, bajo la más inequívoca forma del mundo: como declaración escrita de su puño y letra. ¿Te sorprende? Calcula, entonces, cuál no sería mi sorpresa cuando, en un cuaderno que, cumpliendo con mi deber, le había secuestrado, encontré semejantes abominaciones. Ella se pasaba horas escribe que te escribirás, encerrada, después que todas las hermanas estaban durmiendo; y yo, que debo velar por ellas, tan pronto como lo supe decidí registrarle sus cosas para averiguar de qué se trataba. Hijita, no puedes imaginarte qué inmundicia. Versos y más versos es lo que escribía la muy cursi, idioteces [152]. Pero en medio de tanta pamplina, de pronto descubro un relato, una especie de confesión muy cínica, donde la nena se regodea con cosas capaces, te lo juro, de ruborizar a un sargento de caballería. En resumen -pues quiero pasar sobre ello con las narices tapadas, porque hiede-: que, como te digo antes, ella misma declara ser una perdida, y hasta se complace en calificarse a sí propia con el dictado de mujerzuela. ¡Y yo que, bajo el engaño de una piadosa intención, la había traído a convivir con estas inocentes, en el seno de una casa que era y debe ser siempre el asiento de la más intachable pureza! Dios me perdone por haberlas expuesto así a la contaminación del pecado. Con toda humildad -pues a mí, tú lo sabes, no me duelen prendas-, reconozco que he sido demasiado imprudente, y la hipocresía increíble de esa niña no puede servirme de disculpa. Hubiera debido yo, y me acuso de no haberlo hecho, considerar los antecedentes familiares [153], y darme cuenta de que algo turbio, oscuro, demoníaco, en fin, tenía que haber en la sangre de quien añadió el suicidio a la traición, aunque tu benevolencia, querida prima, encuentre disculpas para todo… Y lo ocurrido luego con el muchacho (ya tan marcado por la mano de Dios, con su imbecilidad congénita) hubiera debido prevenirme, y servirme de escarmiento. Tal como es, tarado y todo, bien supo desaparecer del pueblo para sustraerse a la disciplina que, mientras se disponía otra cosa, iba a habérsele impuesto. ¿Por qué había de ser mejor su hermana?

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[149] El cuerpo… mediante su ejemplo el camino: cfr. Epístola a los romanos, 8, 3-4: «Pues lo que a la Ley era imposible, por ser débil a causa de la carne, Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el espíritu.»

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[150] La pérdida de mi virginidad… deliberación mía: véase nota anterior.

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[151] el Pecado Originaclass="underline" Ayala cree en el concepto religioso del Pecado Original, trasladado a un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano, aunque capaz de prestar atención a su íntima vocación y de levantarse por encima de su condición «caída»: «Yo acepto como verdad básica el mito del pecado original, la naturaleza corrompida del hombre; pero -cuidado- también admito, y reflejo en mis escritos, la redención» (Confrontaciones, 98). Véase El fondo del vaso, 17-22.

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[152] Versos y más versos es lo que escribía la muy cursi, idioteces: cfr. Alas, La Regenta, 78, donde la solterona doña Águeda, tía de la protagonista, una huérfana desamparada, descubre con asombro un cuaderno de versos escrito por su sobrina, se apodera de él y critica a la autora por «literata».

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[153] considerar los antecedentes familiares: se trata de la doctrina, tan repetida en el Antiguo Testamento, de que los pecados de los padres recaen sobre los hijos: Ex., 20, 5; Ex., 34, 7; Núm., 14,18; Dt, 5, 9; Sal., 78, 8; Sal., 108, 54; Is., 65, 6-7, etc. Igualmente podría encontrarse aquí un reflejo de la idea generalmente admitida hoy de un cierto determinismo biológico.