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«Quizás me dejo arrastrar, querida prima, por la indignación que me ha producido el descubrimiento del gatuperio; y tal vez exagero. Pero lo cierto es, y de ello no me cabe duda, que esa desgraciada no puede seguir en el convento. He llamado a capítulo a don Antonio (este tal es capítulo aparte, puedo asegurártelo), y después de cantarle las verdades hasta ponerle ardiendo las orejas, pues no hay derecho a hacer lo que él hizo (te digo que es capítulo aparte, y ya te contaré algún día), lo he encargado de preparar todo para que tu sobrina salga inmediatamente hacia Nueva York. Estoy segura, porque te conozco bien, de que aprobarás mi resolución y te alegrarás de que la haya adoptado sin pérdida de minuto. En realidad, no creo que hubiera alternativa. Un escándalo repercutiría sobre el convento del modo más lamentable, y debe evitarse. Si se piensa que el escándalo estaría implícito en cualquier otra resolución, hemos decidido, aun afrontando con nuestros escasísimos recursos las expensas del viaje, enviártela a ti, que en principio te habías mostrado dispuesta a amparar en tu casa a Ángelo, el hermano, y pedirte que nos ayudes con eso a salir del lío en que nos ha metido la que, aun indigna, es tu parienta. No pienso yo, naturalmente, que debas recibirla en tu hogar, tanto más, teniendo como tienes hijos varones; pero será fácil que le consigas algún empleo; ella sabe bien inglés, y ahí, en ese país, nadie ignora cómo se las gastan en materia de moralidad: todos los gatos son pardos; y para ella misma es mejor bandearse sola.

»De manera que, hacia la fecha en que recibas esta carta, ya estará todo listo, calculo; y tan pronto como esa alhaja vaya a salir vía Nueva York, te pondré un telegrama para que puedas ir a esperarla y te hagas cargo de ella.»

XXIV

Creo que cuando llegue la hora de redactar en serio el texto de mi historia, muchas de estas cosas quedarán fuera, o reducidas a mención sumarísima. En realidad, no sé por qué -ni siquiera aquí, en esta desordenada colecta de documentos y noticias- les he dado tanta cabida. Hubiera bastado, si acaso, con informar en la brevedad de un par de líneas que, a raíz del suicidio del doctor Rosales, recogieron a su hija María Elena en el convento de Santa Rosa para ser transferida luego a poder de una tía suya en Nueva York, mientras que Ángelo, el muchacho, había desaparecido del pueblo. Ni aún tales datos valdría la pena de consignarlos: es así, mutatis mutandis [154], como terminan siempre las grandes familias, sin que las trompetas de la fama tengan por qué propalar su final inglorioso.

Volvamos, pues, a las memorias de Tadeo Requena, que son nuestra principal fuente, para retomarlas ahora en un punto crítico. Tras de sus comentarios, un tanto acerbos, a los funerales del ministro de Instrucción Pública, el manuscrito se interrumpe, en efecto. No hay duda de que su autor debió de pasar en aquellos días por una crisis que llamaría yo de conciencia si no fuera excesivo atribuirle conciencia a nuestro siniestro personaje. Por lo que quiera que sea, dejó de borronear papeles durante un tiempito; y, a partir de ahí, apenas encontramos ya en su prosa las digresiones, la minucia y hasta las cominerías en que solía incurrir el escribidor secretario, y de las cuales he reproducido aquí algunas muestras. No; ahora -sin que, por supuesto, abandone definitivamente su estilo, pues se dijo, y lo dijo nada menos que un naturalista, que el estilo es el hombre [155]- va derecho al grano, constriñéndose a lo que importa en lugar de complacerse en andar por las ramas como parecía ser antes su gran deleite. O tal vez no hay un cambio de actitud, sino que los hechos mismos, creciendo en gravedad, eliminaban por sí solos la ocasión de vagas recreaciones literarias. De cualquier manera, una cosa es cierta: que su pluma corre como si el joven Tadeo llevara una jauría a los talones. Por último, hemos de verlo, la jauría le dio alcance.

Pero veamos antes lo que dejó escrito al proseguir, tras de aquella pausa, la redacción de sus memorias. Escribe Tadeo Requena: «Durante mucho días había suspendido estas anotaciones, o lo que sean, y no acierto a reanudarlas, ni sé más si tiene objeto o no el hacerlo. Empecé por entretenimiento, quizás por vanagloria, y ahora continúo casi por penitencia, como esos trabajos que se cumplen con la intención de salvar el alma. ¿A dónde hemos llegado? Están pasando demasiadas cosas, y hay ratos en que me siento harto; superado; harto de todo. La verdad es que no acierto a ver claro, ni consigo imaginarme cuál podrá ser la salida de este laberinto. Lo único seguro -penoso me resulta confesármelo, pero ¿a qué engañarse?-, lo único seguro es que esa mujer está pudiendo conmigo. La detesto y la desprecio, y no me privo de hacérselo notar; pero puede conmigo. Pienso que es quizás su impavidez lo que me impone, su insensatez misma lo que me subyuga. Desde el comienzo supe siempre demasiado bien que tendría que defenderme de ella; y sin embargo, consigue arrastrarme, aunque luego me desespere a solas de haber terminado por acceder a lo que no quiero, ni me interesa, ni me conviene. Y ya desde el primer momento fue así no más… Esto, me había abstenido de consignarlo en su día: es indecoroso, es infame, y me deprime mucho; pero ahora necesito ponerlo en negro sobre blanco, para cualquier eventualidad.»

A continuación, puntualiza Requena el modo como llegó a tener trato íntimo y acceso carnal con la Primera Dama de la República. No reproduciré en sus propios términos la página, aun cuando para mí resulta muy sabrosa, y tanto más divertida por el contraste de lo que cuenta con el tono pesaroso y enfurruñado del relato. Según él, fue doña Concha quien abordó al joven secretario de su esposo, y por cierto, en forma bien abrupta, aunque no sin haber hecho antes varias tentativas frustradas, o si se quiere, insinuaciones. Esta vez se acercó a la mesa con pretexto de leer lo que él escribía, apoyó en la esquina ambas manos y volcó hacia adelante el desbordante contenido de su generoso escote. «Me enseñó hasta la intemerata» [156], declara brutalmente Tadeo. Y esa vista debió ser para él señal de sursum corda [157] pues cuando se alzó de la silla diciéndole: «Mire, señora, conmigo no se juega: debo informarla que yo no soy el casto José» [158], la Primera Dama, ni corta ni perezosa, le echó mano, como él dice, a salva sea la parte [159], y exclamó con una risotada: «¡Que bárbaro! ¿Conque ésas tenemos?» «Uno es joven», se sincera Tadeo. Joven, sí, mas no por completo carente de self-control [160], pues, como explica, «mientras ella, escapando a mi zarpazo, se retiraba con su calmoso contoneo, yo había tenido ya oportunidad de recuperarme; y así, cuando se volvió a echarme una risa invitadora desde la puerta, pudo comprobar la muy grandísima que yo no corría tras ella como un faldero. Ya iría viendo quién era yo. Estaba resuelto a humillarla, aunque, después de haberlo meditado, pesado y medido todo muy bien, decidí aprender de la Historia, que es -tanto más, la Sagrada- maestra de la vida; y no siendo, como no lo soy, ningún casto José, tampoco me convenía sufrir la suerte de aquel santo varón [161]. Más o menos, cumplí el plan que me había trazado: no la busqué nunca, y cuantas veces la veía, en público o sin testigos, me mostré frío, cortés y respetuoso, cual cumple a un digno secretario. Pero cuando, por último, una tarde me llamó: ¡Venga acá su señoría!, haciéndome un gancho con el dedo índice, me di por enterado y no fueron menester explicaciones enojosas. Nos entendimos. No consiguió domesticarme nunca, pero mentiría si me jactase de haberla dominado yo a ella. En realidad, siempre tengo que estar a la defensiva; y tan pronto como me descuido, me gana un punto.

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[154] mutatis mutandis: en latín, «cambiando lo que corresponde cambiar»; se usa para significar que el enunciado anterior es verdadero, «haciendo esa salvedad» insignificante: María Moliner, II, 482.

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[155] el estilo es el hombre: la frase siempre citada del naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), en su discurso de ingreso en la Academia Francesa (1753): «Le style c'est l'homme meme»; ver también J. Domínguez Caparros (148) sobre la doctrina de la adecuación del estilo a las circunstancias en esta novela.

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[156] la intemerata: adjetivo latino, que figura en la letanía de la Virgen con la advocación de Mater intemerata, significando «impoluta»; según el Dic. Real Acad., 831, esta palabra, precedida del artículo femenino, se usa como «locución vulgar para indicar que una cosa ha llegado a lo sumo».

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[157] sursum corda: locución latina presente en el prefacio de la misa. El sacerdote canta «Per omnia saecula saeculorum» («Por todos los siglos de los siglos»), y el coro o el acólito responde, «Amén.» Canta el sacerdote, «Dominus vobiscum» («El Señor sea con vosotros»). El coro: «Et cum spiritu tuo» («Y con tu espíritu»). El sacerdote canta «Sursum corda» («Arriba los corazones»). Y el coro: «Habemus ad Dominum» («Ya los hemos levantado al Señor»): Líber usualis missae 3. La novela de Ayala patentiza su «doble sentido obsceno» (Mainer, 170, nota 3).

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[158] el casto José: la situación del joven Tadeo tentado en palacio por doña Concha recuerda la del Génesis, 39,7-14, donde la mujer de Putifar, ministro del Faraón, tienta en vano al joven José. Mainer (170, nota 1) relaciona la negación de Tadeo con la canción «Yo soy el casto José» en la zarzuela cómica La corte de Faraón (1910). La zarzuela, de Guillermo Perrin y de Antonio Palacios, con música de Vicente Lleó, se burla de la honestidad del patriarca bíblico.

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[159] salva sea la parte: eufemismo familiar con que se evita el nombre de esa parte (Dic. Real Acad., 1088).

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[160] self-controclass="underline" autodominio.

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[161] la suerte de aquel santo varón: según el Génesis, 39, 14-20, la mujer de Putifar acusa a José falsamente de haber intentado violarla.