»Ahora -agrega- tengo en cambio la sensación de haber perdido pie. ¿A dónde iremos a parar?» Y se extiende en algunos pormenores bastante indelicados acerca de las relaciones que, durante los ratos libres de su servicio oficial como secretario del Presidente, sostenía con la Presidenta, para desembocar por último en lo que tanto le desazonaba; a saber: las benditas sesiones de espiritismo. «¡Cuánta razón -exclama- tenía yo para desconfiar de esa estupidez de tenidas espiritistas! Pero es inúticlass="underline" siempre ha de encontrar uno argumentos que lo persuadan y lo muevan hacia aquello que, sin embargo, se le está resistiendo hacer. Argumentos especiosos, desde luego; tonterías: que gente seria no había de reunirse ahí una semana tras otra, por pura mojiganga; que juntar sobre el velador las manos con personas como, por ejemplo, Equis o Zeta era, en cierto modo, hacerse compadre suyo; que en qué me podía perjudicar ello, al final… De bofetadas me daría por haberme dejado convencer así. Durante las dos o tres primeras semanas, hasta parecía que hubieran tenido alguna validez tales razonamientos. El día de mi iniciación, si así puede llamársele, no se produjo ningún fenómeno digno de nota, no hubo nada de particular, y todo aquello fue más bien una sosera. Total, nada; pavadas. Esa imbécil de misia Loreto nos importunó, como tiene costumbre y siempre lo hace, con su eterna petera de una Presencia astral a la que anda persiguiendo en vano, y por lo visto no hay medio de evitar que cada vez intervenga de nuevo, interfiera, clame, invoque, suplique, lloriquee, y se ponga histérica y pesada. Los demás, unos sonreían con santa paciencia, otros quisieron tomarle el pelo; Concha, la Gran Mandona, la insulta y la hace callar, pero nadie parece dispuesto a cortar por lo sano, a pesar de que en más de una ocasión ha ahuyentado manifestaciones que prometían ser interesantes. Tal es la plaga de esta clase de reuniones, y todo quisque se resigna. Las primeras a que yo asistí, como digo, ni fu ni fa. Yo había ido de mala gana, y estaba rabioso, molesto, aburrido. En igual temple se me pasaron, una tras otra, varias semanas, siempre con el propósito postergado de retirarme para la siguiente. Hasta que, de pronto, cuando menos me lo esperaba, el martes último, ¡zas!, me veo metido de un tirón en la danza [162]. La médium había empezado a ponerse en trance, con los ojos revirados, que casi le da un patatús, y por fin rompe a proferir disparates con destino a este humilde servidor. Me indigné; no me gustan las payasadas. Pretendía estar hablando por boca suya el difunto senador Rosales, y dirigirse a mí -precisamente a mí, con quien jamás había cruzado la palabra en vida-, para hacerme admoniciones y darme una encomienda que… ¡vamos! ¿Por qué a mí? Y ¡qué encomienda! Todos se quedaron secos. En cuanto a Concha, que estaba a mi izquierda, temblaba; su mano temblaba debajo de la mía. Pero a mí ¿qué se me importaba del senador Rosales, ni qué tenía yo que ver, ni a él qué podía haberle preocupado la suerte de este pobre gato? No, lo que es a mí, no me cogían, ¡qué va! Así se lo hice saber luego a Concha, cuando nos reunimos a cambiar impresiones, después de la sesión, en la cámara privada de nuestra protectora y hada madrina, la ilustre generala doña Loreto, viuda de Malagarriga. ¿Que aquellas comunicaciones, advertencias y pamplinas provenían, nada menos, del senador Lucas Rosales? ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar? [163]. Por ventura, no tenía también el Libertador Bolívar algo que encargarme a mí? A otro con ese cuento, por favor.
»La actitud de la Gran Mandona en esa oportunidad me resultó, sin embargo, de lo más desconcertante. Yo me había ido a esperarla, como de costumbre, en el dormitorio de Loreto, y allí estaba, sentado en la butaquita verde-manzana, junto al tocador, dándole vueltas en el magín a aquel absurdo, cuando por fin llegaron ambas; y como la amiga se quedara, discretamente, en la antecámara -también, según costumbre- dispuesta a entretenerse con la radio, la llamé para que estuviera presente: quería informar a las dos, y al mundo entero si posible fuera, de que todo aquello me parecía, sencillamente, i-dio-ta. Pero la Gran Mandona, ¡quién lo hubiera pensado!, estaba todavía descompuesta de miedo. Con risas e insolencias, a su manera, pero muerta de miedo. El temblequeo de la mano no había sido, pues, broma. Era cosa de no creerlo. Yo, al principio, me imaginé que intentaba hacerme la comedia; y la hacía tan mal, por cierto, como una actriz de barracón de feria. Casi le doy un sopapo, para que se dejara de sandeces. Pero ¡qué!; era muy de veras: estaba muerta de miedo. Y cuando yo le grité que a santo de qué iba a llamarme a mí el senador Rosales, ni en qué cabeza humana cabía eso, me miró estupefacta, como si yo fuera un insensato, y asumiendo de pronto, con negativo énfasis, el tono suave de la más razonable benevolencia, me exhortó: -Mira, Tadeo, créeme. Acepta ese aviso que has recibido, venga de quien venga. ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo los mensajes que proceden del otro? [164]. Si el senador se ha dirigido a ti, por algo será. No desprecies su consejo, no seas terco, no seas temerario.
«Hablaba con calma, casi con pena. La sacudí por los brazos sin importárseme la presencia de Loreto: -Pero ven acá, estúpida. ¿Cómo se te ocurre…? -Y ahí se me quedó cortada la frase: era a mí a quien no se me ocurría nada, después de tanto haberlo pensado. Me dirigí a la otra en busca de apoyo-: ¿No le parece, Loreto?
»Loreto giró una mirada vacía y temerosa, sin contestar cosa alguna. Y entonces le pidió Concha: -Por favor, Loreto; vas a dejarnos solos un momento, ¿eh, querida? -Es lo que ella estaba deseando; no había pasado aún medio minuto cuando ya empezaron a oírse al otro lado de la puerta los ronroneos, quejidos y gruñidos de la radio que, habitualmente, debían cubrir el ruido de los nuestros.
»Pero esta vez no se trataba de eso. Dominando a duras penas sus nervios, y haciéndome caricias que me dejaban frío, emprendió con paciencia la tarea de persuadirme.
Y como quiera que yo me dejaba persuadir tan fácilmente con el empleo de sus recursos ordinarios, echó mano de las reservas apelando a algo que no podía decirme sin ambages. Desembuchó: que hasta hacía poco, la cosa no pasaba de ser un pálpito, y ella no había querido darme la alarma antes de estar segura; pero que los meros barruntos se habían convertido ya en indicios serios (y me harás el favor de reconocer que en estas materias las mujeres nunca nos equivocamos). ¡Por sí quedara alguna duda, ahora venía el aviso del senador, un alma que clamaba venganza, a ponerse de nuestra parte!… ¡Revienta de una vez, caramba!, le grité.
[162] me veo metido de un tirón en la danza: la expresión figurada y familiar, «meterle a uno en la danza», significa introducirle en un «negocio o manejo desacertado o de mala ley» (Dic. Real Acad., 467); sin embargo, el espiritismo presente con sus resultados homicidas obliga a conectar la danza con la «danza de la muerte» (72) o la «horrible zarabanda» (73) aludida al comienzo de la novela.
[163] ¿Y por qué no, del Libertador Bolívar?: Como ya queda indicado, cuando Tadeo recuerda al senador Lucas Rosales, piensa en su propio pasado humilde: si personaje tan imponente nunca en vida le había dirigido la palabra, ¿por qué consentiría en dirigírsela muerto? Tan inconsecuente y ridícula le parece tal cosa, que sería tan inconcebible como que lo hiciera el Libertador Simón Bolívar (1783-1830), paladín de la emancipación de América.
[164] ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo ¡os mensajes que proceden del otro?: cfr, la supersticiosidad del dictador protagonista de Tirano Banderas, quien hacia el final de la novela de Valle-Inclán, consulta a la médium Lupita sobre su futuro (págs. 149-154). En Ayala, la tenida espiritista se emplea para profundizar en los caracteres de Tadeo Requena y de Doña Concha; en Valle, la caracterización se sacrifica en aras de la deshumanización estética.