»Yo la detestaba oyendo su proposición, pero mantenía impasible la cara de palo. Había terminado, y ahora estaba callada, escrutándome con disimulada ansiedad. En el mismo tono de antes, y siempre con los brazos cruzados, le ordené: -¡Sigue! -Sigue ¿qué? -me gritó, furiosa. Yo, con inalterable calma, le repliqué-: ¿Y luego?
»No le faltaba respuesta; también la tenía prefabricada. Que ya ella había pensado en eso, aun cuando de cualquier manera tampoco nos quedaba opción. La muerte repentina del Presidente, si bien implicaba cierto riesgo para nosotros, alejaba por lo pronto el rayo que tan inminente parecía. Y luego, ya saldríamos del hoyo; luego… ¿quién sabe? -Por mí misma, poco me importa -mintió-; en cuanto a ti, queridito, tú eres hombre, y eres joven, y estás en un puesto desde el cual algo, mucho puede hacerse para influir sobre el curso de los acontecimientos, y quedar bien situados, intervenir e influir en la solución del problema sucesorio; más, conociendo por adelantado lo que se viene encima, y cuándo. En fin, ¡Dios dirá!
»¡Dios dirá! Yo, por mí, nada quise decir de momento; sólo, que eso era un completo disparate. Pero ella no insistió más, segura de que me dejaba con la idea en el cuerpo.
»Así estaban las cosas cuando ayer, martes, tuvimos otra vez jarana ultratelúrica. Me había prometido a mí mismo brillar por mi ausencia, para demostrarles el caso que hacía yo de todas esas patrañas. Pero llegada la hora consideré más prudente estar allí, y allí estuve. No quería que después me fueran a venir con cuentos; y además, prefería dar la impresión de que el supuesto encargo del senador lo había tomado yo como una bagatela (al fin y al cabo, sus palabras habían sido vagas y medio envueltas); y en todo caso, deseaba cerciorarme de si insistía en honrarnos con su presencia espíritu tan distinguido.
»No concurrió el senador; o, mejor dicho, sí; pero lo hizo por interpósita persona; quiero decir, que comisionó a su hermano don Luisito, recién incorporado al gremio de los difuntos, para que viniera a recordarme y convalidar su recado de la sesión pasada. La médium era esta vez otra, una nueva. Por su boca se anunció el doctor y, sin más trámites, me conminó a que no dudara, y cumpliera lo que yo sabía. Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada. ¡Haiga, sí!
»Derribando la silla, me levanté, y salí como una tromba del cuartito oscuro. Era demasiado. Corrí a las habitaciones de Loreto, y me dejé caer en la butaca, con la cabeza entre los puños. Pocos minutos habían pasado cuando acudió Concha: la reunión se había disuelto por culpa mía, y ella, entre furiosa y alarmada, venía a pedirme cuentas. -¡Haiga! -le grité-. Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales! -Pero ven acá, loco; escúchame -dijo ella, arrimándose. Me alcé, le di un empujón, y me fui para mi cuarto.»
XXV
¿Qué comentario merecería todo esto? Si no fuera por las consecuencias trágicas a que nos ha conducido, sería cosa de risa. Pero prescindamos de comentarios, por lo de más, inútiles, y continuemos copiando las memorias del increíble Tadeo. «Me metí en la cama, excitadísimo -prosigue-, y sobre todo rabioso, colmado por esta escena de última hora, casi entre puertas, con Concha sujetándome por la manga en la alcoba de la tal doña Loreto o doña Alcahueta. Maldecía la hora en que me trajeron a la Capital y me envolvieron en esta vida y estas intrigas que tantos dolores de cabeza iban a producirme. Estaba cansado, agotado más bien, pero muy nervioso, y por eso tardé no sé cuánto tiempo en conciliar el sueño; lo concilié, pero dormí mal y, para colmo, tuve una pesadilla. Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños [168]. Comparecía en realidad -así me lo expresó- para confirmarme y corroborarme, aun cuando no sin rectificaciones, precisiones y puntualizaciones, lo que la médium había declarado. A diferencia de la escueta rudeza con que se manifestara durante la sesión, el doctor se mostraba ahora en el sueño muy verboso, y muy dentro de su habitual estilo y manera. Me declaró que comprendía perfectamente mis dudas, porque esa médium (tú, con tu indefectible perspicacia, lo has de haber observado sin duda) es lo que yo llamaría una coprófaga consumada, y mal podría yo hablar por su boca. ¿Entiendes, Tadeo, cómo el uso de vocablos griegos permite a las personas cultas formular ciertos conceptos eludiendo la grosera elocución del vulgo? Coprófago: de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento. Pues eso es ella: una coprófaga. ¿Reconocías tú acaso mi lenguaje refinado en la rusticidad o, más exactamente, plebeyez de sus palabras? ¿A que no? Claro que no. Una completa inepta. Pero yo no tenía otro medio de hacerme oír, otro vehículo más idóneo, y tampoco podía andarme con remilgos, pues me importaba mucho comunicar contigo… El doctor traía un pañuelo de seda al cuello y, para poder hablar, se lo separaba con el dedo y estiraba el pescuezo. Yo le hice la broma de costumbre: le pregunté si es que lo estaban ahorcando; y a él le rebrillaron de ironía los ojos. Por primera vez me daba yo cuenta de que la broma le hacía gracia. Sin embargo, simuló ponerse serio para reñirme. -Ésas son bromas de mal gusto, que no debes gastarle a quien te merece respeto, ¿me entiendes? Te lo paso, porque sé bien que lo haces sin mala intención y que en el fondo me quieres. Pero parecería que no te interesa demasiado lo que he venido a decirte -añadió-; no me interrumpas más, por favor-. Interesarme, me interesaba mucho; no era eso, no es que lo hubiera interrumpido porque no me interesara, sino que no tenía prisa de escucharlo, y estaba seguro de que iba a decírmelo de todas maneras. En sustancia, me lo había dicho ya: venía a confirmar, etcétera. Y así cuantas veces volvía a hablarme, otras tantas lo interrumpía yo. Hasta que por último, me dice: Au revoir; y me saca la lengua, larga, larga, de lo más chistosamente. Ahí termina mi sueño.
»Puesto así en palabras, como si fuera el relato de algo sucedido, la significación de todo ello cambia; ya es otra cosa. Contar un sueño es siempre falsificarlo [169]: el sueño contiene ciertos elementos que no se pueden describir; y en esos detalles inexpresables, en las proporciones -digamos- ligeramente alteradas de la cabeza y miembros, en la proximidad excesiva o el excesivo alejamiento, en una particular debilidad de la voz, en la longitud poco natural de una pausa, es donde está todo el busilis. ¿Por qué la visita del doctor tuvo que causarme una impresión cómica -tanto, que me desperté riendo- y, a la vez -lo cual resulta contradictorio-, me hundió en una especie de aura desoladora [170] y casi ominosa, tan profundamente desagradable? Me desperté riendo [171], pero angustiado. Y enseguida, empecé a sentir dolor de cabeza.
»Amanece uno un día con dolor de cabeza, se levanta de mal temple, con el pie izquierdo, y ya puede decir que está fregado para la jornada entera. Eso es lo que me ha ocurrido a mí hoy. Apenas salí de mi cuarto, y mientras me tomaba el triste café en la oficina, me dio por cavilar que cuanto yo hago, digo, pienso, procuro, maquino, deseo y proyecto en este mundo carece de sentido; que mi existencia -no esto ni lo otro, sino mi existencia misma- es toda ella un puro disparate. ¿Qué razón puede haber -me preguntaba entre sorbo y sorbo- para que yo, Tadeo Requena, el hijo de la difunta Belén Requena, ilustre matrona del poblado de San Cosme [172], esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional, frente a la Plaza de Armas, y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente, disponiendo y vigilando el trabajo de unos empleados bajo mis órdenes, y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer, por nada, porque sí; y esto hoy, y mañana, y siempre? ¿Para qué, todo ello?… Claro que estas ideas, ya lo sé, eran efecto del mal sueño y de no hallarme en mi centro; la náusea que me producía el café medio frío preparado por el conserje, no tenía otra causa; pero el hecho es que sentía asco de todo, de todos, y de mí mismo para empezar [173]. Y como no me aguantaba, como no podía soportarme, en lugar de seguir atado a la noria, eché escaleras abajo y, sin prevenir a nadie, me salí hasta la calle. Sin rumbo, por supuesto; para ver si de ese modo se me despejaba un poco la cabeza.
[168] Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños: cfr., de Unamuno, Niebla (676), donde el personaje Augusto Pérez, recién fallecido, se le aparece en sueños, y charla con él en un estilo repetitivo y verboso.
[169] Contar un sueño es siempre falsificarlo: el sueño contiene ciertos elementos que no se pueden describir: cfr. Freud (671-672), para quien los pensamientos de nuestros sueños «se destacan a menudo por su ropaje insólito; parecen no dados en las sobrias formas lingüísticas de que se sirve nuestro pensamiento con preferencia, sino que se presentan más bien en una manera simbólica mediante símiles y metáforas, como en el lenguaje poético, rico en imágenes».
[170] lo cual resulta contradictorio-me hundió en una especie de aura… desagradable: Freud (479) observa el cambio de afectos en el paso del sueño a la vela: el sueño sirve de autocrítica en el soñador.
[171] me desperté riendo: Ayala por lo visto suscribe la teoría de Sigmund Freud (374) de que «el sueño alivia la mente como una válvula de seguridad, y que… deshace toda clase de materia dañina en la visión onírica»; cfr. El fondo del vaso, 240. En el caso presente, la broma pesada que Tadeo siempre gastaba a Luis Rosales, pasándose el dedo por la garganta, «le hacía gracia» en el sueño del bromista, exculpándole en cierto sentido de haber inducido al suicidio de su preceptor.