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»Mas enseguida me di cuenta de que no estoy acostumbrado a andar así, como la gente suele hacerlo, por el mero gusto de pasear. Aborrezco tropezarme con los majaderos que saludan, o que no saludan. Y luego, eso de ir como un bobo, sin dirigirse a parte alguna, si es que constituye un placer, yo lo había olvidado, o nunca lo supe. Lo había olvidado; en cierto modo, eso era para mí San Cosme, y ya lo había olvidado… Pasé por delante de La Aurora y vi de refilón que, desde tan temprano, unos cuantos ociosos se encontraban instalados tras la vitrina. Dudé si entrar también yo, y sentarme; pero ¿qué tomaría?, y mientras lo dudaba, seguí de largo; ya no era cosa de volver sobre mis pasos; no valía la pena. Además, notaba dentro de mí un impedimento. ¿Que qué es un impedimento? Pues ¡vaya usted a averiguarlo! Algo que me trababa, que me pesaba, que me empujaba, que me retenía, que me… Todo era tan extraño… Esas calles, esas tiendas, la gente misma que mira, medio distraída; todo.

»Me acudió a la memoria, como un moscardón, el recuerdo de mi primera entrada en la Capital, metido en aquel jip de la Policía, con Pancho Cortina. Sólo otras dos veces (yendo y viniendo a toda prisa, no hacía mucho, cuando el suicidio del doctor Rosales, y también en automóvil) había vuelto yo a atravesar la ciudad, igual que se corta una fruta, desde el centro hasta el campo. Ahora, era distinto: repasaba la misma película, pero muy lenta, mortal. Yo andaba, y andaba y andaba, como en un sueño; como si todavía estuviera soñando. ¿Estaría soñando todavía? ¿Sería quizás esto otra fase de la misma pesadilla? Me lo pregunté al sentir de pronto, cuando más distraído iba, que me agarraban del brazo. Pues me vuelvo, y ¿quién era? ¡Ángelo! Ángelo, sí; que muy pegado a mi cara, alborotaba con sus gruñidos familiares, abierta de par en par la bocaza idiota, y muy chiquitos sus ojillos risueños de ratón. Di un repullo. -Qué susto me has dado, estúpido -le increpé. Me había asustado al tirarme del brazo; yo andaba por las nubes. Desde ellas, caí en medio de un mercado, junto a este imprevisible, junto a este absurdo Ángelo. Por encima de su hombro, detrás de su cabeza, se veían camiones de reparto, puestos de legumbres, de verduras, de cebollas, de especias. Olía a pescadería, a agua sucia. Y yo no podía quitarle la vista a aquel Ángelo que se me había aparecido hecho un completo desastre, todo roto, mugriento, greñudo, y con los cañones de la barba sin afeitar. Parecía un mendigo. No parecía: era un mendigo. Se mantenía prendido siempre a mi brazo, y me zarandeaba; se reía, contentísimo, mientras con la otra mano, abierta, figuraba alternativamente el ademán de pedir y, enseguida, apiñando las yemas de los dedos para llevárselas a la boca, el que significa hambre. Y no me soltaba.

»No, no era ningún sueño. ¡Maldita idea, la de salirme a andar sin asunto, por calles y mercados donde nada se me había perdido! Me sentía tan vejado como se sentiría una mosca en la telaraña. Eché entonces mano al bolsillo y puse en la de Ángelo un puñado de monedas, rescate de mi libertad; con lo cual, señalando hacia la puerta de una cantina en la acera de enfrente, él se alejó de mí a toda prisa. No menos rápidamente me separé también yo, dispuesto a regresar hacia el centro y refugiarme de nuevo en mi covacha. Pero no había alcanzado todavía la esquina cuando me volví a buscarlo de nuevo con la vista. Qué impulso me movió, lo ignoro; pero el hecho es que me volví. Allí estaba él, entretenido ahora en inspeccionar lo que un muchacho hacía con las ruedas de su bicicleta. Me acerqué: -¡Ángelo! -y él me escrutó algo asustado-. Ángelo, ven acá -le dije. Esta vez, era yo quien lo tomaba a él del brazo; y él, tranquilizado de repente, se abandonó a su incómoda, alborotosa alegría. íbamos andando, y me preguntaba yo a mí mismo hacia dónde, y para qué; no sabía, en realidad, qué hacer con aquel bobo. Llegamos a una plaza polvorienta, y fuimos a sentarnos en un banco de piedra, bajo un macizo de escuálidas palmeras. -Ángelo -le interrogué-, ¿dónde es que tú vives ahora? ¿Dónde te acuestas por la noche? ¿Dónde duermes? El muy pícaro me entendía, ¿cómo no?; pero, con sus risas de siempre, quería hacerse más tonto de lo que era. Emitía sonidos trabajosamente, como si intentara contestarme a su manera; pero estoy convencido de que se burlaba de mí, y fingía el esfuerzo, cuando la verdad es que no le daba la real gana; y eso lo estaba leyendo yo en el fondo de sus ojillos ratoniles: malicia de tarado, caramba. Tanto que comencé a enfurecerme. Le agarré la muñeca, y me puse a apretar duro: -Ahora mismito vas a decirme en qué agujero te metes, grandísimo pendejo. -Pero al muy bellaco le dio entonces por quejarse y empezó a armar toda una alharaca, dándome a entender que le había hecho daño, cuando la cosa no había sido en verdad para tanto, ni mucho menos. Me miraba con el ceño fruncido, y gruñía reproches.

»-¡Ven acá, Ángelo! -le susurré ahora muy mansamente, pues de golpe, la tristitia vitae me había invadido. Sus ojillos astutos me estudiaban; pero yo no agregué nada más. Sentados el uno junto al otro en el banco de piedra, pasamos así todavía rato y rato; hacía tremendo calor, bajo las nubes cargadas, y yo no sabía qué hacer, ni me quedaban ánimos para decidir nada, para pensar en nada… Me dolía la cabeza: cuando regresara, o por el camino, al pasar delante de alguna farmacia, me tomaría una aspirina.

»Se acercó un perro, merodeando alrededor nuestro; y Ángelo, con notable presteza, se apoderó del animal, para mostrármelo, triunfante. A mí me desagradaba ver cómo se debatía entre sus brazos, en la desesperación de escaparse. -Suéltalo, asqueroso -conminé. Y él lo soltó, muerto de risa con el espectáculo de su fuga a través de la plaza polvorienta.

»-Vámonos, Ángelo -le dije por fin. Volvimos a caminar. En una confitería del barrio le compré dulces; le di un poco más de dinero [174]-. ¿Tú andas siempre por el mercado ése, Ángelo? -le pregunté al separarme de él. Y él me respondió con repetidos, demasiado insistentes, gestos afirmativos: que sí, que sí. ¡Cualquiera sabe!»

Otra vez se interrumpen aquí las memorias de Tadeo, y ahora queda el relato definitivamente cortado. El joven secretario no escribiría más hasta la noche en que murió Bocanegra, y en que él mismo iría enseguida a reunirse con su jefe en el otro mundo. Pero esa noche, todavía encontró tiempo, antes de abandonar éste, para dejar redactadas unas cuantas hojas más: las últimas.

XXVI

Durante mi conversación con tía Loreto, de la que adelanté ya alguna noticia, hubo de quedar flotando en el aire, como quizás se recuerde, un pequeño problema de novela detectivesca, cuya clave por rara ventura poseo. El problema era éste: doña Concha, la Presidenta comunica a su amiga íntima y pariente mía que Tadeo acaba de asesinar a Bocanegra; pero sólo después de formulado este anuncio suena el disparo que había de dejarnos huérfanos de Presidente… ¿Eh? Si me propusiera yo escribir esa novela de misterio, desplegaría toda una serie de hipótesis ingeniosas, como posibles soluciones alternativas, antes de resolverme a ofrecer la verdadera a la voracidad del curioso lector; pero como no se trata aquí de novelas más o menos entretenidas, sino de establecer los hechos históricos, debo apresurarme a informarlo, mediante documentos fidedignos, escuetamente, de lo que en verdad aconteció.

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[174] le di un poco más de dinero: Tadeo se siente aquí inclinado a la caridad hacia este huérfano que la abadesa, por su parte, no quiso practicar. Luego, el secretario de Bocanegra muestra su capacidad para la redención personal (Bieder, 43).