Con mayor vigor que en los casos de «El tajo» y de «Historia de macacos», se cumple en Muertes de perro la ley estética de la adecuación del título de la obra a su contenido. Con meditada deliberación habrá decidido Ayala distinguir su novela de otras como Tirano Banderas o El Señor Presidente, evitando referir su título a la figura del dictador. La expresión «morir como un perro» denota en el lenguaje familiar una muerte sin arrepentimiento, o acabar la vida en soledad y desamparo (Dic. Real Acad., 1122). Al servirse de un tópico de la lengua corriente se propone Ayala revitalizar las palabras y locuciones de uso común, «apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasión, contradictorios. Es decir, que me he propuesto sacar todo el partido posible a la esencial ambigüedad del habla» (Confrontaciones, 144-145). Bien lo ejemplifica el manejo explícito e implícito que hace él de la locución que titula su obra. La expresión hace pensar en la humillación de los soberbios. Cuanto más elevado sea el difunto, tanto más impresiona su fin desastroso.
La muerte arrasa jerarquías en la novela. La indiferencia de la muerte frente a las categorías sociales ha consolado a los humildes por lo menos desde la Baja Edad Media, cuando fue escrita la Danza de la muerte, tres veces aludida en Muertes de perro. En rigor, la única muerte que es ahí al pie de la letra una «muerte de perro» es el suicidio del sabio aristócrata don Luis Rosales, Docteur ès Lettres por la Sorbona. Esta muerte imita la de un perro del suicida que Tadeo había ahorcado por despecho ante el orgullo con que Rosales exhibía los méritos del animal. Su amo elegiría al fin igual manera de muerte.
Al mismo Tadeo le espera una justa retribución: después de cometer el magnicidio que bien puede ser a la vez parricidio -no se aclara del todo si Bocanegra ha sido o no padre de su asesino-, el coronel Pancho Cortina, supuesto cómplice de doña Concha «habría de matarlo a [Tadeo] como a un perro». Muerto Tadeo, se siente existencialmente resucitado Cortina tras la época de su servidumbre a Bocanegra. Luis Pinedo emplea un tono épicoburlesco para describir la brevísima apoteosis de Cortina, interrumpida por una cómica caída: «Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí […] en una cama del hospital». Pero el máximo ejemplo de una caída producida por la soberbia ocurre en el caso de doña Concha, designada una y otra vez la Primera Dama. Se insinúa en su muerte un elemento suicida, como en los casos de Bocanegra y de su Ministro de Educación Luis Rosales. Con razón ríe para sí mismo el narrador Luis Pinedo al considerar que «en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos». El cómico «episodio Fanny» muestra los halagos con que el mundo ha tratado a doña Concha. Con la muerte de su animal doméstico favorito, una perra japonesa, la mujer del dictador no esconde su dolor ante la Prensa y la televisión. Mueve al Embajador de los Estados Unidos a reemplazar la criatura difunta, llevándole otra perra japonesa en nada menos que el bombardero más formidable del Ejército de los Estados Unidos. Pero en Ayala la elevación del personaje prepara su caída. Habituada doña Concha a ostentar sus encantos físicos en la televisión, fallece dispensando semejantes favores sexuales a todos, hasta al maníaco que la ha de matar en el asilo-cárcel. El asesino, a su vez, sufrirá una «muerte de perro» al ser despachado «de un pistolazo», porque, como escribe el narrador Pinedo, «muerto el perro se acabó la rabia», como si la locura del demente fuera una rabia de tipo orgánico, cual la de una bestia. De hecho, la muerte física de la esposa de Bocanegra ofrece al historiador Pinedo una especie de resurrección existencial.
Porque, así como, según Erwin Rohde, las divinidades antiguas fascinaban y aterraban a los fieles, doña Concha ha inspirado fascinación y terror al inválido, adorador del poder. Al intentar dar razón de un asesinato que parece carecer de ella, Pinedo proyecta su propia insuficiencia al loco que la mató; se afirma imaginando el «espanto» de aquél que motivó a la occisión de la dama.
[b] El perspectivismo: la polifonía de la jauría
Acabamos de observar que, al titular su novela, Ayala ha deseado aprovechar la plurivalencia de la lengua corriente para producir una obra polisémica, en que la despotenciación de los poderosos sume a los demás en confusión, oscureciendo el sentido de la vida. Porque la muerte de un individuo supone, en cierto sentido, la resurrección existencial de otro. En la multiplicación de perspectivas, Ayala sigue el ejemplo de otro novelista de la dictadura hispanoamericana, Valle-Inclán. Sólo que, al llevar el esperpento a la novela, por tanto, al deshumanizar el arte de novelar, Valle, artista, ante todo, de la superficie, se sirve de la técnica cubista de analizar la experiencia inmediata en sus componentes y situarlos fuera de su secuencia normal y en el plano de un lienzo impasible. Ayala, por otro lado, también renuncia a la linealidad del argumento, pero al ofrecer la simultánea contemplación de múltiples aspectos de la misma vivencia, yuxtapone a los aspectos más superficiales y pintorescos, los más íntimos. Así, cada «muerte de perro» parece llevar consigo una «resurrección» ajena. La afirmación de un punto de vista suele, en esta novela, simultanear la de una perspectiva opuesta.
Una pléyade de críticos y, entre ellos, E. Irizarry (Teoría, 201), R. Hiriart (Recursos, 71), M. Baquero Goyanes (1), K. Ellis (200-201), M. Joly (37-51), M. Bieder, R. Senabre Sempere (392-393) y J. Domínguez Caparrós (144), ha examinado el perspectivismo cervantino y orteguiano de Ayala en su novela de 1958. Acaso cabe interpretar la frecuente aparición de esa multitud de cambiantes perspectivas como la de una jauría de perros que luchan entre sí. Una vez más, Ayala se sitúa en la tradición de Cervantes, en cuya novela ejemplar Coloquio de los perros Cipión sermonea a Berganza, «Murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca» (165). Con una ejemplaridad a menudo negativa, el autor de Muertes de perro crea una abundancia de personajes de intención poco limpia. Pasemos revista a algunas de las siete voces que, según el censo de Rafael Lapesa (24), se hacen oír de modo directo a través de la novela: las del narrador principal Luis Pinedo, de su tía Loreto, del memorialista Tadeo Requena, de la huérfana de Luis Rosales, de su cuñada, de la abadesa Madre Práxedes y del embajador de España.