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– A Pancho, yo estoy casi seguro, tía Loreto, de que doña Concha se lo tenía también conchabado de alguna manera que a lo mejor ni usted misma conoce. Esa llamada telefónica con palabras medio envueltas ¿no es ya bastante sospechosa? Luego, está el hecho bien extraño de que el disparo de Tadeo sonara después de haber anunciado ella el asesinato… En fin, no me gustaría hacer juicios temerarios, pero tampoco pondría la mano al fuego… ¿Quién dice que esa desdichada señora, aterrorizada tal vez con los mensajes de ultratumba, no armó ella misma la trampa en que fueron cayendo todos, uno tras otro, e incluso… -sugerí para, al excitar su animadversión y su amor propio, hacerle que hablara.

No rechazó de plano mi insinuación, pero la ofendía, visiblemente, el supuesto de que ella pudiera ignorar algo; la ofendía, tanto más al tener que admitir… En fin, las arruguitas de su boca embadurnada trazaron una mueca de reproche retrospectivo hacia su íntima amiga.

– Era tremenda Concha -reconoció. Pero no pude sacarle otra cosa, quizás porque en efecto se le habían escapado las mejores.

Como recurso postrero, le planteé con toda sinceridad:

– Vea: mi teoría es que doña Concha, fuera de tino, repito, con el susto que los espíritus le habían metido en el cuerpo, resolvió, ya a la desesperada, acabar de una vez con el marido y con el amante, con Bocanegra y con Tadeo; y a tal fin negoció un contubernio con Pancho Cortina, que es un desalmado, para que éste se alzara con el santo y le dejara a ella siquiera parte de la limosna [189]. ¿Qué le parece, tía Loreto?

Loreto me miró con los ojos atónitos, y meneó la cabeza. Jamás le había pasado por ella cosa semejante. Bueno, ¿a qué insistir sobre el punto? Continué:

– De modo que si no es por la casualidad de que el diablo se enredó en su propio rabo; o sea de que Pancho rodó escaleras abajo y se partió el coco, ahora sería él, a lo mejor, el Primer Damo de la República [190].

Le eché una mirada, espiando su reacción; pero la reacción fue nula. De modo que, en vez de mencionar, como traía pensado, el rumor corriente ya -hasta Sobrarbe lo conocía- de que uno de los triunviros, el sargento Falo Alberto, le había lanzado un cable a su antiguo jefe, aún hospitalizado, y de que estaban ambos en recados y tratos secretos, pasé adelante, y proseguí:

– Tendríamos un dictador quizás, en lugar de la Junta que hoy nos gobierna -agregando-: Más vale así, ¿verdad, tía Loreto?, para nosotros. Siempre es una garantía que los miembros del Triunvirato sepan escuchar a personas de seso y de experiencia, como por ejemplo nuestro señor Olóriz.

Ella sonrió. Ya estábamos sobre el tema. Al comienzo de mi visita había tenido yo buen cuidado de recalcarle que era el viejo Olóriz quien me había proporcionado sus señas actuales o, mejor dicho, el número de su teléfono. Ahora, asumí un aire meditabundo, y reflexioné con morosidad: ¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas! ¡Pensar que un hombre pueda alcanzar la edad provecta sin que las circunstancias le hayan brindado jamás su verdadera oportunidad; pasarse la existencia entera trampeando, sin poder desplegar sus magníficas facultades innatas, para que luego, muy a deshora, cuando ya apenas si puede disfrutar de ello ni casi moverse de su asiento, venga a caerle de pronto entre las manos un poder tan desmesurado como el que ahora detenta el señor Olóriz!

Mi reflexión no era improvisada, ni tampoco fingida, si se quita la modulación particular que uno imprime a sus pensamientos en atención a la persona con quien habla. Era sincero, pues la verdad es que nunca se sabe; nunca sabe uno nada, ni de los demás, ni siquiera de sí mismo. Puesto en tal o cual coyuntura, cualquiera es capaz de darle una sorpresa al lucero del alba. ¿Quién hubiera pensado que este inmundo carcamal, este venerable anciano, el señor Olóriz, desde su butaca de valetudinario iba a estar en condiciones un día de divertirse jugando así con la suerte ajena?… Aunque sea volver al tema de la suerte -la de él, la de los demás, y la de todos-: es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas, aunque haya desaparecido ya casi por completo de mercados, tiendas y bares. Y el viejo Olóriz continuaría entregado a su oscura profesión, ahí en los fondos de su casa, tal cual yo lo había conocido tiempo atrás, y como lo conocieron también cada uno de los tres orangutanes que integran hoy el Directorio o Triunvirato: frotándose las manos de gusto y de maña, muy complacido en mangonear esa turbia provincia subterránea de los Servicios especiales, que le proporcionaba dinero y otras satisfacciones menos conmensurables; pero insignificante después de todo; un sujeto anodino, despreciable para muchos; a lo sumo, pintoresco y un poco irritante, pero nada más. ¡Y éste es el hombre terrible de cuya boca desdentada, de cuyos labios flojos, de cuya lengua vacilante, de cuyo cerebro turbado cuelga hoy el destino de todos nosotros!

Esperaba yo que su sobrina, mi tía Loreto, cuya influencia lo había colocado al comienzo del régimen en un puesto que tan estratégico iba a resultarle, ofrecería ahora a mi voraz curiosidad de historiador algún dato, algún antecedente, un rasgo retrospectivo siquiera, que iluminara el hecho tan inesperado de su tardía vocación de poder. Pero ella no quiso; se mostró reticente.

– Yo no veo que ese poder sea tan grande, Pinedo -respondió con ingenuidad a las ponderativas reflexiones que yo había avanzado.

¿Se hacía la tonta? O quizás era que ni aun ella medía la magnitud de la siniestra influencia desplegada a la chita callando por su pariente. A lo mejor, si a él mismo se le pudiera plantear semejante cuestión, se mostraría sorprendidísimo: ¿qué poder? Era verdad: había ayudado a los bisoños gobernantes del pueblo con algún consejo que ellos estimaron en más de lo que valía; la casualidad quiso que fueran antiguos «clientes» suyos, y que se fiaran de él, reconociéndole una autoridad sólo debida a sus muchos años. Y luego, pasadas las jornadas primeras tras de la muerte de Bocanegra, en las cuales el desorden revolucionario cubría, amparaba y cohonestaba la satisfacción de los más impacientes rencores, cuando ya la violencia entró en las vías de la costumbre, ¿qué de extraño tiene que, por virtud de la costumbre misma, la oficina de Olóriz se convirtiera en cuartel general del asesinato organizado? Si la función crea el órgano, también el órgano puede crear la función [191]… Por lo demás, el viejo nunca había abandonado su actitud reticente de esfinge decrépita; nunca se estiraba a dar órdenes, y en eso residía precisamente el secreto de su arte; quizás aquellos famosos consejos tampoco habían pasado de ser ambiguas y malvadas insinuaciones: no sé. Pero en este otro asunto específico de la seguridad pública sé muy bien, en cambio, que, como un hurón en su cueva, aguarda él que vayan a buscarlo, a sonsacarle nombres, a arrancarle sugestiones; y sólo después de muy rogado se aventura a expresar cuan prudente sería, en circunstancias tan delicadas como las actuales, no perder de vista a zutano, o a mengano. Con lo cual basta para que, a la mañana siguiente, ya mengano y zutano hayan dejado para siempre de constituir objeto de preocupación pública… Es un deporte, una cacería, casi un vicio… ¿Qué le importa al tirador la congoja de la pieza? La cuestión es tener piezas sobre qué ejercitarse; nada más. Hasta he podido presenciar un día que la crapulosa esfinge susurraba el nombre de cierto comerciante fallecido hacía dos o tres años; y al darse cuenta por la estupefacción de quienes aguardaban su sentencia y comprender que había flaqueado, protestó que él estaba demasiado viejo, y no sabía lo que se decía, y se había confundido, y equivocaba los nombres; que por favor no le hicieran caso, pues a quien había querido aludir, claro está, era a fulano, el cuñado del otro; no, no -rectificó todavía-, a mengano, su hijo; no me hagan caso; ¡ay!, no me pregunten, ya estoy demasiado viejo… ¡Con tanto mayor celo obedecen entonces sus indicaciones y siguen sus caprichosos rastros!

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[189] para que éste se alzara con el santo… la limosna: para que Cortina se quedara con todo el botín.

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[190] el Primer Damo de la República: expresión equívoca cuya intención satírica se presta a varias interpretaciones: Cortina habría podido ser objeto de amor de la Presidenta, o del Presidente, o de ambos.

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[191] Si la función crea el órgano, también el órgano puede crear la función: según las Meditaciones del Quijote de Ortega (1914, I, 322), «la ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: […] el proceso vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. La mano procura amoldarse al objeto material a fin de apresarlo bien; pero, a la vez, cada objeto material oculta una previa afinidad con una mano determinada».