De los siete, son Pinedo y Requena quienes toman la palabra con mayor frecuencia, y suelen blandirla con crueldad hacia el prójimo. Del tono habitualmente empleado por Requena, escribe Pinedo, y no sin bastante fundamento, «de esa mordacidad que, como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz […] resulta el Tadeo Requena de las memorias!». Por otro lado, hay que matizar las opiniones de Pinedo, pues, según opina el dictador Bocanegra acerca de este sujeto, «Sólo un tipo como [él], amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas». Con perspicacia, el crítico José-Carlos Mainer caracteriza la perspectiva del inválido Luis Pinedo, presentándole como una paradoja viviente, una combinación de debilidad y fuerza, compuesta de «su inmovilidad y su capacidad de información» (XXXI). Intenta emplear su capacidad informativa para potenciar su inmovilidad, para darle sentido. Clavado a su sillón de ruedas, nadie le presta atención en una época de grandes disturbios políticos mientras recoge datos para establecer la historia de la época turbulenta que atraviesa. «Si mi invalidez sigue valiéndome», reflexiona Pinedo con un agudo juego de palabras, «es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente». Y este alguien aspira a sacar partido de su enfermedad, y a hacerse ilustre «por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos».
Mas este narrador, «hombre resentido» (Mainer, XXXII), para poder escribir su historia tiene que depender, muy a pesar suyo, de las memorias de Tadeo Requena. A éste le envidia la suerte de haber podido graduarse en Derecho con menos esfuerzo y mérito que él, de haber podido moverse en las esferas más altas del poder político. «Pinedo lo aborrece», explica Mainer (XXXIII), «porque encarna ante sus ojos de resentido el éxito fácil, la falta de educación, la insolencia autosatisfecha». Por mucho, pues, que rechace a Requena al comienzo, poco a poco el empuje de Requena acaba por imponérsele, hasta convertirle, en las últimas páginas de la novela, en su imitador, capaz -¡gracias a su invalidez!- de cometer un magnicidio. Temeroso de Olóriz, siniestro administrador de muertes, e inválido como Pinedo mismo, éste, debido a la inutilidad de sus piernas libre de toda sospecha, lo atrae hasta ponerle en sus manos, y así como Requena había disparado sobre Bocanegra para salvarse a sí mismo, Pinedo estrangula a Olóriz, que pareció amenazarle precisamente por temor a su acopio de documentos. El historiador fracasado, dispuesto siempre a sacar fuerzas de flaqueza, ya que no logra prestar sentido a su vida mediante las letras, en las últimas líneas de la novela espera quijotescamente la fama de libertador de su país por haber eliminado a tirano tan cruel.
El punto de vista de Pinedo ofrece un marco para el despliegue del drama de Tadeo Requena en su intento igualmente vano, igualmente despiadado, de potenciar su propia existencia. El caso de Tadeo resulta ejemplar, porque su destino puede identificarse, en cierto sentido, con el de su pueblo. No teniendo un quehacer propio, como no lo tenía la nación entera, entra al servicio de los gobernantes. En sus memorias escribe acerca de sí mismo: «Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba». Es precisamente el dictador Bocanegra quien, desde su trono-letrina, le propone «proyectos y designios» encaminados a dar a su vida un propósito: servicio al gobierno. Convertido, por el mero deseo del tirano, en «¡doctorcito en Leyes, y sin tardanza!», o, para decirlo con el articulista Camarasa, en «perro fiel» de Bocanegra, en «perro guardián del Presidente», con palabras de Pinedo, Tadeo se complace en ejecutar las órdenes de Bocanegra, utilizando los instrumentos del Estado con un desparpajo notable. Ahora bien: Ortega ha presentado el Estado contemporáneo como una «máquina formidable», que, «plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social». Dado que «el Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización», el hombre-masa tiende a intervenir en él como cosa suya (IV, 224-5). En el pequeño país regido por Bocanegra, la burocracia del Estado se sintetiza en tipos mediocres considerados por Tadeo como «tres ratones amaestrados» que atienden a los detalles del papeleo. «Bocanegra me expresa su deseo», confiesa Tadeo, «y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas». Aprende a dar órdenes con la misma urgencia del jefe de Estado: «Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?» Cruza la capital a alta velocidad en automóvil oficial, desde el centro hasta las afueras, con la sabrosa sensación de «cortar una fruta». Un buen día descubrirá, sin embargo, la falta de sentido de semejante existencia puesta al servicio del dictador.
En Ayala las bromas macabras propenden a hacerse veras, y la facilidad con que Tadeo se convierte en pequeño dictador para con su preceptor Rosales, ha de llevarle a cobrar conciencia de la futilidad de todo. Gastándole a éste una broma pesada, solía Tadeo pasarse el dedo por la propia garganta, como amenazándole de muerte. Y su acto cruel, ya aludido, de ahorcar el perro filarmónico de Rosales, vendrá poco después seguido de una «muerte de perro» análoga para el mismo Rosales, quien se ha colgado de una viga en su casa. Con esto, después que Rosales se le aparece a Tadeo en sueños sacándole la lengua en broma, el joven amanece de mal temple, incapaz de explicarse su propia razón de ser. Siente la náusea: «¿Qué razón puede haber […] para que yo, Tadeo Requena [hijo de una lavandera pobre] esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional […] y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente […] y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer?». De este episodio ha comentado el mismo Ayala: «el hecho es que las circunstancias concretas de nuestra vida nos aprietan siempre, y siempre nos empujan, con el rechazo del mundo, hacia el interior de cada conciencia». Durante momentos extremos, en el fondo del alma, el individuo confronta su verdadero yo. Ayala percibe el íntimo autoencuentro como el «momento supremo de la moralidad», en cuanto empieza a atisbar el propio ser en toda su abismática profundidad, y a meditar «el sentido de la propia vida» (Ensayos, 586-587). No es que Tadeo llegue a una solución. Ignora qué le mueve a mostrarse caritativo para con Ángelo, huérfano del Doctor Rosales e idiota reducido a mendigo, como si quisiera compensar así la inautenticidad de su trato con el mundo. Conmueve el acto de Tadeo al sentarse junto al indigente Ángelo en un banco de piedra, donde, convertido por simbolismo inconsciente en el igual del otro, pasa a su lado mucho rato sin decir nada, sin saber qué hacer, qué decidir, qué pensar. En última instancia, el fin de la vida parece ser la concienciación del proceso de vivir en su indigencia existencial. Como decía Cervantes, citado a menudo por Ortega (II, 567; IV, 159; VIII, 419), «el camino es siempre mejor que la posada», en el sentido de que el auténtico vivir consiste más bien en la insatisfacción, no en el logro, en el sentimiento de la propia insuficiencia ontológica. Por ello, todo lo que viene después en la novela, incluso el asesinato de Bocanegra por Tadeo y su inmediata liquidación por el policía Pancho Cortina, constituye una especie de anticlímax, que confirma la impresión de pobreza vital sentida por Tadeo a la hora profunda de su existencia.
La muerte de Luis Rosales, tan decisiva en la vida de Tadeo, llevará a otros dos personajes al momento de su máxima conciencia de la deficiencia humana: María Elena Rosales y su tía, la viuda del senador Lucas Rosales. En el caso de María Elena, según Mainer (XXXIV), «los puntos de vista se multiplican» en la representación de uno de los personajes más delicadamente retratados de la novela. Mero objeto sexual para el inauténtico Tadeo («Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso [el acto sexual] calma los nervios» -y mujerzuela perdida para la rígida abadesa Madre Práxedes-, María Elena se le antoja al narrador Pinedo -acaso más acorde con el autor que los demás- una descubridora inconsciente de «ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original». Creyente en la «naturaleza corrompida» del ser humano, en el concepto religioso del Pecado Original (Confrontaciones, 98), Ayala lo sitúa siempre en un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano de perdido en el mundo, alejado por lo pronto del propio ser auténtico (Orringer, 1990: 121). María Elena experimenta un encuentro profundo consigo misma sencillamente por falta de alguien a quien «confiar la carga que me abruma». Con ese fin confiesa su pecado al párroco familiar, que no sabe consolarla. Intenta entender el sentido de su entrega sexual a Tadeo para captar la significación de su vida. Y así como ha fracasado Tadeo en entenderse, fracasa María Elena en idéntico empeño. Expresa su sensación del universo como un lugar impenetrable, un bosque, pudiéramos decir, cuya parte más terrorífica es la conciencia de la ignorancia que adquiere cada cual de su propio fondo personal. Más que los demás personajes, María Elena se ve como bestial. Compara tanto su propio espíritu como su carne con animales cimarrones ajenos al yo y sordos a sus llamadas.