De hecho, el sacrificio de su virginidad puede relacionarse con el sentimiento de culpa que siente hacia su difunto padre. Supera aún a Tadeo en la conciencia de su crueldad para con el prójimo. Cuando su padre vivía, María Elena mostraba hacia él lo que ella ve después como «una actitud inflexible, hasta inhumana», tomando el partido de su madre contra las opiniones y las obras paternas. Por eso la joven, al mirar hacia atrás, se percata de haber servido de instrumento para su madre en la aniquilación del marido. Luego, se ha entregado a Tadeo, no sólo por una fascinación sexual, sino también quizá para expiar la culpa de parricidio. De ahí la «delicia» que siente cuando, como la Ofelia de Hamlet, «se entrega por fin a las aguas», o aguarda la garra del tigre humano Tadeo que amenaza aplastar a su persona. Y de ahí la confusión en el ánimo de María Elena de «la pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre». Confusión tal ofusca sin duda su comprensión del sentido de su vida. Mas lo importante aquí, como en el caso de Tadeo, consiste en la mera confrontación con el propio confuso destino.
De igual manera que María Elena, con cordial generosidad, reconoce pero perdona los pecados de sus padres, pidiendo la misericordia de Dios para el uno y la otra, su tía, la viuda de Lucas Rosales, expresa su compasión en primer lugar por el cuñado suicida Luis, y en seguida por toda la raza humana: «Y lloré por el mundo, y por mí misma.» A la severidad de la carta recibida de su prima la abadesa, que la informa del suicidio de su cuñado, pecado imperdonable, opone la viuda de Lucas en su respuesta escrita un tædium vitae, un cansancio cósmico, una indiferencia que le duele y le revela su propia falta de caridad. Porque inmigrada a los Estados Unidos, tierra de superiores posibilidades vitales a las de Hispanoamérica por los años 50, ha dejado el pasado a sus espaldas, y la brusca llamada de la abadesa a revivir ese pasado se la presenta como una responsabilidad que mal quiere asumir. Con todo, intentando, como los demás personajes, sacar fuerzas de flaqueza, procura presentar el suicidio de su cuñado Luis a la luz más positiva posible. Con este fin, distingue tres perspectivas sobre la muerte autoinfligida, la gloriosa del juez bíblico Sansón; la heroica de su propio marido Lucas Rosales, afrontando a sus asesinos en las gradas del Capitolio; y la prosaica, aunque no exenta de patetismo, de su cuñado Luis. Juzga las tres por la misma generosa norma, la de que todos los actos humanos deben estimarse siempre en vista de los motivos y las circunstancias de cada sujeto. En el caso de Sansón, no es lícito criticar su suicidio (como ha hecho la abadesa con el de Luis Rosales), pues al perecer con los filisteos cuyo templo destruyó, confería a su existencia entera un sentido sagrado. La situación de Lucas, dotado como Sansón de la voluntad de hacer historia, le impedía cumplirla, y así se prestó a una inmolación alevosa. Pero este hecho, a juicio de su viuda, no privó a su acto de sentido: dada la vieja noción de que la nobleza obliga, «¿quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada?».
Para ennoblecer la muerte de su cuñado Luis, la viuda de Lucas apela a asimilarla en cierto modo a la muerte de éste; pues, tal vez movido por su personal idiosincrasia, Luis había decidido hacer el experimento que Lucas rechaza, viviendo con menguadas posibilidades existenciales bajo el régimen de Bocanegra, una decisión vista por muchos como traición a la familia o como conducta indigna, y elogiada por el amoral Tadeo, como actuación oportunista; pero ante la imposibilidad de mantener una vida con cierta dignidad, sucumbió por fin a la desesperación. Al fin y al cabo, la señora viuda de Rosales desconoce los motivos del complejísimo Luis para el suicidio, pero sean lo que fueren, pide el perdón de Dios por sus pecados. La vida es un misterio, un bosque semioscuro, y no son perdidos los intentos de esclarecer su sentido. Los hermanos Rosales, vistos desde numerosas perspectivas en la novela, permanecen enigmáticos en vida y en la muerte.
Aumentan el misterio de estos hermanos, enriqueciéndolo, los informes enviados por el Ministro Plenipotenciario de España a Madrid. Si la viuda de Lucas nos ha ofrecido una perspectiva familiar, más bien íntima, de los dos, el Ministro nos provee de un punto de vista oficial, público, sobre dos aristócratas dedicados, cada uno a su modo, al gobierno de su país. Enfoquemos aquí con exclusividad al hermano mayor, Lucas, por las pinceladas vigorosas con que viene retratado. En «El fondo sociológico de mis novelas» (575), el mismo Ayala subraya el perspectivismo con que trata al senador. No contempla la caída del patriciado terrateniente explicándola con conceptos sociológicos, sino mostrándola en toda su inmediatez mediante la evocación «desde distintas perspectivas y en diversas situaciones [de] la figura del senador Don Lucas Rosales». Concediendo, con Ortega (III, 200), igual validez a todos los puntos de vista, en cuanto cada uno aporta su parte de verdad, Ayala no privilegia la perspectiva del Ministro de España frente a las de personajes de menor rango social. Así, pues, respeta la visión que profiere el satirista Camarasa del senador Rosales como «único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar al dictador», quien, por tanto, lo liquida. Tampoco desdeña la estupenda descripción del soberbio terrateniente que pone en boca de Tadeo Requena, resentido por su propio humilde origen: «Me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida […] aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…».
Tal es la perspectiva más dura de la declinación de una aristocracia. Un abusador del poder desde el punto de vista de sus aparceros, Lucas Rosales merecía para ellos su caída. ¿Quién duda que, para describirla con tanta eficacia, Ayala se ha servido de sus recuerdos de la pintura, pues ha confesado que «mis ficciones poéticas deben mucho a mi afición por las artes figurativas; el Museo del Prado, tan frecuentado por mí en años juveniles, se encuentra detrás de la visión e interpretación de la realidad reflejada en mis obras escritas?» («La pintura y yo», 21.) Para empezar, pues, el retratista emplea la táctica del Goya del «5 de mayo» de ocultar los ojos del adversario debajo del sombrero para disminuir su humanidad, subrayando, a la vez, la prenda cuasimilitar de la bota y sustituyendo el rifle goyesco por el puro. Después, se convierte a Lucas Rosales en un corpachón de gigante, como el de uno de los colosos goyescos, símbolos de la guerra, que espantan a la gente fugitiva a sus pies. Con posterioridad, aparece Rosales en tres posiciones, cuya sucesión representa la asombrosa caída del personaje (y de su clase): primero, montado a caballo; segundo, en pie aunque siempre en marcha; tercero, postrado.