No sé cómo reaccionó Tanya, pero cada músculo de mi cuerpo se tensó. Lentamente, Calvin extendió una mano hacia Jason. A pesar de que volvía a ser una mano humana, estaba visiblemente magullada. La piel estaba recién cicatrizada y uno de los dedos estaba ligeramente doblado.
Eso se lo había hecho yo. Avalé a Jason en su boda y Calvin hizo lo propio con Crystal. Una vez que Jason nos hizo presenciar la infidelidad de ella, tuvimos que representarlos en el momento de la sanción: la mutilación de una mano o zarpa. Me vi en la obligación de estrellar un ladrillo sobre la mano de mi amigo. No volví a sentir lo mismo por Jason desde entonces.
Jason se inclinó y lamió el reverso de la mano, poniendo de relieve su sumisión. Lo hizo con torpeza, ya que el ritual aún le resultaba nuevo. Contuve el aliento. Los ojos de Jason estaban alzados para no perder de vista a Calvin. Cuando éste asintió, todos nos relajamos. Calvin había aceptado la obediencia de Jason.
– Participarás en su muerte -dijo Calvin, como si Jason le hubiese pedido algo.
– Gracias -añadió Jason antes de retroceder. Se detuvo a los pocos metros-. Quiero enterrarla -pidió.
– La enterraremos todos -decretó Calvin-. Cuando nos la devuelvan. -No había la menor partícula de concesión en su voz.
Jason titubeó un momento y asintió.
Calvin y Tanya volvieron a meterse en su camioneta. Se acomodaron. Estaba claro que pretendían esperar a que bajaran el cuerpo de la cruz.
– Me voy a casa -dijo Jason-. No puedo seguir aquí. -Parecía casi aturdido.
– Vale -contesté.
– ¿Vas a…? ¿Piensas quedarte?
– Sí, soy la encargada del bar mientras Sam siga fuera.
– Confía mucho en ti -constató Jason.
Asentí. Debería sentirme honrada. Y así era.
– ¿Es verdad que su padrastro le disparó a su madre? Es lo que decían en el Bayou anoche.
– Sí-asentí-. Él no sabía que la madre de Sam era, ya sabes, cambiante.
Jason meneó la cabeza.
– Esto de darse a conocer -confesó- no sé si ha sido tan buena idea después de todo. Han disparado a la madre de Sam. Crystal está muerta. Alguien que sabía lo que era se lo hizo, Sookie. Puede que yo sea el siguiente. O Calvin. O Tray Dawson. O Alcide. Puede que intenten matarnos a todos.
Me dispuse a decir que eso era imposible, que la gente a la que yo conocía no podía volverse contra sus amigos y vecinos por una marca de nacimiento. Pero al final me tragué las palabras porque no estaba segura de que fueran ciertas.
– Es posible -dije, sintiendo que un escalofrío me recorría el espinazo. Respiré hondo-, pero dado que no lo han intentado con los vampiros, al menos a gran escala, supongo que acabarán aceptando a los cambiantes de todo tipo. O al menos eso espero.
Mel, ataviado con su pantalón y camiseta deportivos de costumbre, se bajó de su coche y se nos acercó. Me di cuenta de que tuvo cuidado de no mirar a Calvin, a pesar de que Jason seguía de pie junto a la camioneta del hombre pantera.
– Entonces es verdad -dijo Mel.
– Está muerta, Mel -confirmó Jason.
Mel palmeó a Jason en el hombro con esa extraña forma que tienen los varones de mostrar simpatía por sus semejantes.
– Vamos, Jason, no tienes por qué quedarte aquí. Vamos a tu casa. Nos tomaremos algo, colega.
Jason asintió, aturdido.
– Vale, vámonos.
En cuanto Jason se fue a casa con su amigo Mel, me subí en mi coche y hurgué entre los periódicos de los últimos días que tenía en el asiento trasero. A menudo los recogía a la salida del camino cuando iba a trabajar, los echaba atrás y trataba de leer al menos las portadas dentro de un plazo razonable. Pero, con la marcha de Sam y mi responsabilidad en el bar, no había tenido tiempo de ponerme al día desde el anuncio público de los cambiantes.
Ordené los periódicos y empecé a leer.
Las reacciones públicas habían ido desde el pánico hasta la calma. Muchos afirmaban que ya sospechaban que en el mundo había más que humanos y vampiros. Los propios no muertos estaban al cien por cien con sus compañeros peludos, al menos de cara al público. Por experiencia propia, sabía que las dos especies sobrenaturales habían tenido una relación más que complicada. Los cambiantes y los licántropos se burlaban de los vampiros, y éstos hacían lo propio con ellos. Pero se veía que los seres sobrenaturales habían decidido mostrar un frente público unido, al menos por el momento.
Las reacciones de los Gobiernos variaron mucho. Creo que la política estadounidense fue establecida por licántropos infiltrados en el sistema, porque resultó abrumadoramente favorable. Existía una enorme tendencia a aceptar a los cambiantes como humanos normales, de mantener sin modificación los derechos como ciudadanos que tenían antes de la revelación, cuando nadie sabía de su naturaleza dual. Los vampiros no podían estar demasiado contentos, ya que ellos aún no habían conseguido obtener derechos y privilegios completos a ojos de la ley. El matrimonio legal y la herencia de bienes aún estaban prohibidos en algunos Estados, y los vampiros no podían poseer según qué negocios. El lobby humano de los casinos había conseguido impedir que los vampiros aspirasen a la propiedad de negocios de juego, cosa que aún no llegaba a comprender, y si bien podían ejercer como policías o bomberos, los médicos de esa naturaleza no eran aceptados en ningún campo que implicara el tratamiento de heridas abiertas. Los vampiros tampoco podían participar en competiciones deportivas. Por lo que tenía entendido, eran demasiado fuertes. Pero había atletas en cuya genealogía había cambiantes de purasangre o mestizos, ya que los deportes eran una actividad natural para ellos. Las filas del ejército también estaban llenas con hombres y mujeres cuyos abuelos habían aullado bajo la luna llena. Los había incluso de purasangre en los servicios de Defensa, aunque era un oficio muy complicado para gente que necesitaba desaparecer durante tres noches al mes.
Las páginas deportivas estaban llenas de fotos de cambiantes puros o mestizos que se habían vuelto famosos. Un running back de los Patriots de Nueva Inglaterra, un jugador de campo de los Cardinals, un corredor de maratones…, todos habían confesado ser cambiantes de uno u otro tipo. Un campeón de natación olímpica acababa de descubrir que su padre era un hombre foca, y la jugadora de tenis número uno de Inglaterra había salido a los medios diciendo que su madre era una mujer leopardo. No había habido tanto tumulto en el mundo deportivo desde el último escándalo por dopaje. ¿Concedía la herencia de estos atletas una ventaja injusta con respecto a los demás competidores? Puede que otro día disfrutara debatiendo el tema con alguien, pero en ese momento no me importaba en absoluto.
Empecé a ver el cuadro completo. La revelación de los cambiantes había sido muy diferente con respecto a la de los vampiros. Estos estaban completamente fuera de los parámetros humanos, salvo por las leyendas y el saber popular. Vivían aparte. Dado que podían alimentarse con la sangre sintética japonesa, se presentaron como un fenómeno inofensivo. Pero los cambiantes habían vivido entre nosotros todo el tiempo, integrados en nuestra sociedad a pesar de mantener sus alianzas y vidas secretas. A veces incluso sus hijos (los que no eran primogénitos y, por lo tanto, tampoco cambiantes) no sabían lo que eran sus padres, especialmente si no eran lobos.
«Me siento traicionada», decía una mujer. «Mi abuelo se convierte en lince cada mes. Se va por ahí a matar animales. Mi esteticista, a la que llevo frecuentando quince años, es una coyote. ¡No lo sabía! He vivido un horrible engaño».
Algunos pensaban que era fascinante: «Nuestro director es un licántropo», decía un niño de Springfield, Missouri. «¡A que mola!».
La mera existencia de los cambiantes asustaba a muchos. «Tengo miedo y le pegaré un tiro a mi vecino si lo veo trotando por la calle», decía un granjero de Kansas. «¿Y si le da por cazar mis pollos?».