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Octavia depositó la plancha y se puso delante de mí.

– Sookie -anunció-. Necesito un trabajo. Sé que soy una carga para ti y Amelia. Solía tomar prestado el coche de mi sobrina de día, cuando trabajaba de noche, pero desde que me he mudado aquí tengo que recurrir a vosotras para cualquier cosa. Sé que a vosotras la situación os cansa. Solía limpiar la casa de mi sobrina y cocinar, además de ayudar con los críos, en pago por la habitación, pero Amelia y tú sois tan limpias y ordenadas que mi aportación apenas sirve de nada.

– Me alegra que estés con nosotras, Octavia -dije, no del todo honesta-. Nos has ayudado de muchas maneras. ¿Recuerdas que me quitaste de encima a Tanya? Y ahora parece estar enamoradísima de Calvin. No creo que moleste más. Sé que te sentirías mejor si tuvieras trabajo, y puede que surja algo. Mientras tanto, aquí no molestas. Ya se nos ocurrirá algo.

– He llamado a mi hermano a Nueva Orleans -dijo para mi asombro. Ni siquiera sabía que tuviera un hermano-. Dice que la aseguradora ha decidido indemnizarme. No es mucho, teniendo en cuenta que lo he perdido casi todo, pero será suficiente para comprarme un buen coche de segunda mano. Aunque allí ya no me queda nada por lo que volver. No pienso reconstruir mi casa y no hay muchas viviendas que me pueda permitir sola.

– Lo siento -dije-. Ojalá pudiera hacer algo, Octavia. Ayudar a que las cosas te fuesen más fáciles.

– Ya has conseguido que las cosas me sean más fáciles -aseguró-. Te lo agradezco mucho.

– Oh, vamos -dije, entristecida-. Es gracias a Amelia.

– Lo único que sé hacer es magia -explicó Octavia-. Me alegró mucho poder ayudarte con lo de Tanya. ¿Crees que recuerda algo?

– No -contesté-. No creo que recuerde que Calvin la trajo aquí o lo del conjuro. Tampoco creo que yo llegue a ser su mejor amiga, pero pienso que no volverá a hacerme la vida imposible.

Una mujer llamada Sandra Pelt, con la que tenía ciertas cuentas pendientes, había enviado a Tanya para sabotearme. Dado que Calvin se había encaprichado con ella, Amelia y Octavia echaron mano de su magia para liberarla de la influencia de Sandra. Seguía siendo algo abrasiva, pero entendí que ésa era su naturaleza.

– ¿Crees que deberíamos hacer una reconstrucción para descubrir quién mató a Crystal? -se ofreció Octavia.

Me lo pensé. Traté de imaginar los preparativos de una reconstrucción ectoplásmica en el aparcamiento del Merlotte's.

Pensé que tendríamos que encontrar al menos una bruja más, ya que era una zona muy amplia y no estaba segura de si Octavia y Amelia podrían hacerlo solas. Aunque lo probable es que pensaran que serían capaces.

– Me temo que nos verían -dije al fin-. Y eso podría ser malo para ti y para Amelia. Además, no sabemos dónde se produjo realmente la muerte. Y es algo que hay que saber, ¿no? El lugar de la muerte.

– Sí -confirmó Octavia-. Si no murió en el aparcamiento, no serviría de gran cosa. -Parecía aliviada.

– Creo que, hasta la autopsia, no sabremos si murió allí o antes de que la crucificaran. -De todos modos, no me veía capaz de presenciar otra reconstrucción ectoplásmica. Había visto dos ya. Ver a los muertos, de forma difusa aunque reconocible, durante los últimos minutos de su vida era una experiencia indescriptiblemente escalofriante y deprimente.

Octavia reanudó la tarea de planchado y yo me fui a la cocina para calentar algo de sopa. Tenía que comer algo, y abrir una lata era todo el esfuerzo que podía permitirme.

Las horas que siguieron fueron de lo más deprimentes. No supe nada de Sam. No supe nada de la policía acerca de la apertura del Merlotte's. Los agentes del FBI no volvieron para hacerme más preguntas. Al final, decidí conducir hasta Shreveport. Amelia había vuelto del trabajo y se había unido a Octavia para hacer la cena cuando salí de casa. Era una escena de lo más hogareña; pero me sentía demasiado inquieta como para formar parte de ella.

Por segunda vez en dos días, me vi de camino a Fangtasia. No me permití pensar. Fui todo el camino con una emisora de góspel negro puesta, y las plegarias me hicieron sentir mejor con respecto a los acontecimientos del día.

Cuando llegué ya era de noche, aunque demasiado temprano para que el bar se encontrara lleno. Eric estaba sentado en una de las mesas de la sala principal, dándome la espalda. Bebía una TrueBlood y hablaba con Clancy, que, según tenía entendido, estaba por debajo de Pam en el escalafón. Clancy estaba de frente y se mofó de mí al verme acercarme a la mesa. No era ningún fan mío. Como era vampiro, no podía saber por qué, pero pensé que sencillamente no le caía bien.

Eric se volvió para ver cómo me acercaba y sus cejas se arquearon. Le dijo algo a Clancy, que se levantó y se fue al despacho. Eric esperó a que me sentase a la mesa.

– Hola, Sookie -saludó-. ¿Has venido para decirme lo enfadada que estás por lo de nuestro compromiso?

– No -respondí. Nos quedamos sentados en silencio durante un rato. Me sentía agotada, pero extrañamente en paz. Debería ponerme hecha una furia con Eric por su forma de gestionar la solicitud de Quinn y la presentación del cuchillo. Debería hacerle todo tipo de preguntas… pero era incapaz de reunir el ardor suficiente.

Sólo me apetecía sentarme a su lado.

Sonaba música; alguien había puesto la cadena de radio vampírica KDED. Los Animals cantaban The Night. Cuando terminó de beber y sólo quedó una marca rojiza en el interior de la botella, Eric posó su fría y pálida mano sobre la mía.

– ¿Qué ha pasado hoy? -preguntó con su voz tranquila.

Se lo conté, empezando por la visita del FBI. No me interrumpió para emitir exclamación o pregunta alguna. Incluso cuando terminé el relato con la bajada del cuerpo de Crystal, se quedó en silencio durante un rato.

– Un día ocupado, incluso para ti, Sookie -dijo finalmente-. En cuanto a Crystal, creo que nunca llegué a conocerla, y parece del todo prescindible.

Eric nunca cedía a la hipócrita cortesía. A pesar de que me gustaba, me alegraba de que no fuese un rasgo dominante.

– No creo que nadie sea prescindible -repliqué-. Aunque he de admitir que si tuviese que escoger a una persona para compartir un bote salvavidas conmigo, ella no habría figurado en mi lista.

La boca de Eric se retorció en una sonrisa.

– Pero -añadí- estaba embarazada. Ése es el asunto, y el bebé era de mi hermano.

– Las mujeres embarazadas valían el doble si se las mataba en mis tiempos -dijo Eric.

Casi nunca hablaba de su vida antes de su conversión.

– ¿A qué te refieres con que valían? -pregunté.

– En tiempos de guerra, o con los forasteros, podíamos matar tanto como quisiéramos -dijo-. Pero en las disputas entre nuestra propia gente, teníamos que pagar en plata si matábamos a alguien. -Daba la sensación de que excavaba en sus recuerdos con esfuerzo-. Si la persona muerta era una mujer embarazada, el precio era el doble.

– ¿Qué edad tenías cuando te casaste? ¿Tenías hijos? -Sabía que Eric se había casado, pero no conocía nada más de su vida.

– Me convertí en hombre a los doce -dijo-. Me casé a los dieciséis. Mi mujer se llamaba Aude. Aude tuvo…, tuvimos… seis hijos.

Contuve el aliento. Podía ver cómo contemplaba el enorme vacío que separaba su presente (un bar en Shreveport, Luisiana) y su pasado (una mujer muerta desde hacía mil años).

– ¿Vivieron? -pregunté con voz muy baja.

– Tres de ellos sí -dijo, y sonrió-. Dos chicos y una chica. Dos murieron al nacer. Y Aude y el sexto murieron en el parto.

– ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

– Adquirieron unas fiebres. Supongo que debido a algún tipo de infección. Por aquel entonces, si la gente enfermaba, lo más probable es que muriera. Aude y el bebé murieron en un intervalo de horas. Los enterré en una tumba preciosa -explicó, orgulloso-. Mi mujer lucía mi mejor broche en el vestido, y deposité al bebé sobre su pecho.