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– Y tú no quieres hacer eso. -Los brillantes ojos azules de Eric estaban cargados de intención-. No quieres irte.

Saqué mi mano de debajo de la suya. Vi cómo mis manos se aferraban la una a la otra.

– No quiero que muera nadie porque yo no esté dispuesta a ayudar -dije. Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas-. Pero soy lo bastante egoísta para no querer ir adondequiera que me manden en busca de gente moribunda. No soportaría ver desastres todos los días. No quiero dejar mi casa. He tratado de imaginar cómo sería, qué tareas me encargarían. Y me da un miedo atroz.

– Quieres ser dueña de tu propia vida -dijo Eric.

– Tanto como cualquier otro.

– Justo cuando me convenzo de que eres muy sencilla, dices algo complejo -comentó.

– ¿Es una queja? -pregunté con una sonrisa fallida.

– No.

Apareció una voluminosa chica de gran mandíbula y exhibió una libreta de autógrafos ante Eric.

– ¿Le importaría darme una firma? -dijo. Eric le regaló una deslumbrante sonrisa e hizo unos garabatos en la página en blanco-. Gracias -añadió ella sin aliento, y volvió a su mesa. Sus amigas, todas mujeres apenas con edad suficiente para estar en el bar, vitorearon su valor y ella enseguida se puso a contarles todos los detalles de su encuentro con un vampiro. Cuando acabó, una camarera se acercó a su mesa y recibió el encargo de otra ronda. El personal estaba muy bien formado.

– ¿En qué estaba pensando? -me preguntó Eric.

– Oh, estaba muy nerviosa y pensaba que eras maravilloso, pero… -pugné por traducir la idea en palabras-. No guapo de una manera que le resultase auténtica. Piensa que nunca podrá aspirar a tenerte. Es muy… Creo que no se tiene en muy alta estima.

Se me pasó uno de esos destellos de fantasía. «Eric se acercaría a ella, le haría una reverencia, le daría un casto beso en la mejilla y pasaría de sus insignificantes amigas. Ese gesto haría que los demás hombres del bar se preguntaran qué habrá visto el vampiro en esa chica que a ellos se les haya escapado. De repente, la sencilla chica se sentiría abrumada con la atención de los hombres testigos de la interacción. Sus amigas la respetarían porque Eric lo había hecho. Su vida cambiaría».

Pero no pasó nada de eso, por supuesto. Eric se olvidó de la chica tan pronto como acabé de hablar. Tampoco creía que ocurriría como en mi fantasía, aunque la abordase. Sentí una punzada de decepción ante el hecho de que los cuentos de hadas no se hacen realidad. Me pregunté si mi feérico bisabuelo habría escuchado alguna de esas historias que tildamos de hadas. ¿Contaban los padres feéricos a sus hijos cuentos de humanos? Estaba dispuesta a apostar a que no.

Me desconecté por un instante, como si diera un paso atrás frente al escaparate de mi vida y la contemplara desde la lejanía. Los vampiros me debían dinero y favores por mis servicios. Los licántropos me habían declarado amiga de la manada por mi ayuda durante la recién terminada guerra. Estaba comprometida con Eric, lo que parecía significar que era su prometida, o incluso novia. Mi hermano era un hombre pantera. Mi bisabuelo era un hada. Me llevó un rato volver a meterme en mi piel. Mi vida era demasiado extraña. Volvía a tener esa sensación de pérdida de control, como si fuese demasiado rápido como para poder frenar.

– No hables con los del FBI a solas -decía Eric-. Llámame si aparecen de noche. Llama a Bobby Burnham si lo hacen de día.

– ¡Pero si me odia! -exclamé, arrastrada de vuelta a la realidad y, por ende, no demasiado cauta-. ¿Por qué debería llamarlo?

– ¿Qué?

– Bobby me odia -aseguré-. Estaría encantado si los federales me metiesen en algún búnker subterráneo en Nevada durante el resto de mi vida.

El rostro de Eric se quedó helado.

– ¿Eso ha dicho?

– No ha hecho falta. Soy capaz de saber cuándo alguien piensa que soy escoria.

– Tendré que hablar con Bobby.

– Eric, no hay ninguna ley que impida que le caiga mal a alguien -dije, recordando lo peligroso que podía ser quejarse ante un vampiro.

Se rió.

– A lo mejor yo promulgo esa ley -respondió con sorna, dejando que su acento se notara más que de costumbre-. Si no das con Bobby (y estoy seguro de que te ayudará), deberías llamar al señor Cataliades, aunque ahora está en Nueva Orleans.

– ¿Le va bien? -No sabía nada del abogado semidemonio desde el derrumbe del hotel de los vampiros en Rhodes.

Eric asintió.

– Nunca ha estado mejor. Ahora representa los intereses de Felipe de Castro en Luisiana. Te ayudará si se lo pides. Le caes muy bien.

Almacené ese dato para darle vueltas más tarde.

– ¿Sobrevivió su sobrina? -pregunté-. ¿Diantha?

– Sí -respondió Eric-. Estuvo enterrada doce horas; los del rescate sabían que estaba allí pero se encontraba atrapada bajo unas vigas. Llevó tiempo retirarlas. Al final, la sacaron.

Me alegraba saber que Diantha seguía viva.

– ¿Y el abogado Johann Glassport? -pregunté-. Tenía algunas contusiones, según el señor Cataliades.

– Se recuperó del todo. Recibió su paga y desapareció en las entrañas de México.

– Lo que se gana en México se pierde en México -dije. Me encogí de hombros-. Supongo que es el abogado quien se queda con el dinero cuando muere quien te contrata. Yo nunca recibí mi paga. Puede que Sophie-Anne pensara que Glassport hizo más por ella, o que éste tuviese la audacia de pedírselo aunque hubiese perdido las piernas.

– No sabía que no te habían pagado. -Eric volvía a parecer decepcionado-. Hablaré con Victor. Si Glassport recibió lo suyo por sus servicios a Sophie, tú también deberías. Sophie ha dejado grandes propiedades y ningún heredero. El rey de Victor tiene una deuda contraída contigo. Escuchará.

– Eso sería ideal -dije. Quizá soné demasiado aliviada.

Eric me lanzó una afilada mirada.

– Sabes -me recordó- que si necesitas dinero, sólo tienes que pedirlo. No quiero que padezcas por una necesidad, y te conozco de sobra para saber que no pedirías dinero para nada frívolo.

Por su tono, casi no parecía que para él eso fuera una virtud.

– Aprecio que pienses eso -dije, consciente de que la voz se me tensaba-. Sólo quiero lo que se me debe.

Hubo un prolongado silencio entre ambos, a pesar de que el bar mostraba sus habituales niveles de ruido alrededor de la mesa de Eric.

– Dime la verdad -dijo el vampiro-. ¿Es posible que hayas venido hasta aquí para pasar un rato conmigo sin más? Aún no me has dicho lo enfadada que estás conmigo por lo del cuchillo. Al parecer no vas a hacerlo, al menos esta noche. Aún no he hablado contigo de mis recuerdos de los días que pasamos juntos cuando me ocultaste en tu casa. ¿Sabes por qué acabé tan cerca de allí, corriendo por esa carretera bajo ese frío?

Su pregunta era tan inesperada que no pude articular palabra. No estaba segura de querer conocer la respuesta. Pero al final conseguí decir:

– No, no lo sé.

– La maldición de la bruja, la que activó cuando Clancy la mató…, consistía en que permaneciese cerca de lo que mi corazón más deseara sin siquiera saberlo. Una maldición horrible y que Hallow debió de crear con gran sutileza. En su libro de conjuros algunas páginas tenían las esquinas dobladas.

No podía decir nada. Aunque pensé en ello.

Era la primera vez que iba a Fangtasia simplemente para hablar, sin ser convocada por alguna razón que concerniese a los vampiros. ¿Era por el vínculo de sangre o por algo más natural?

– Supongo… que sólo quería algo de compañía -dije-, no revelaciones que me alteraran el corazón.

Sonrió.

– Eso es bueno.

Yo no estaba tan segura.

– Sabes que no estamos realmente casados, ¿verdad? -pregunté. Tenía que decir algo, tanto como olvidar todo el asunto, como si nunca hubiese pasado-. Sé que ahora los vampiros y los humanos pueden casarse, pero yo no reconozco esa ceremonia, ni tampoco el Estado de Luisiana.