Выбрать главу

– En ese caso, deja que esta estúpida se vaya a casa para que no tengas que soportar mi idiotez por más tiempo -dije, intentando que mi voz mantuviera el tipo-. Supongo que me quedaré allí, ahora que has vuelto y que no tengo que pasar aquí cada condenado minuto de mi día para que las cosas sigan funcionando.

– Lo siento -rogó, pero era demasiado tarde. Ya estaba acelerada, y dispuesta a largarme del Merlotte's.

Salí por la puerta trasera antes de que nuestro parroquiano más bebedor pudiera contar hasta cinco. Me subí en mi coche y puse rumbo a casa. Estaba enfadada, triste, y algo me decía que Sam tenía razón. Es en situaciones así cuando una más se enfada, ¿no? Cuando una se da cuenta de que ha cometido una estupidez. Las explicaciones de Eric no habían disipado mis preocupaciones precisamente.

Tenía previsto trabajar esa noche, así que sólo disponía de tiempo hasta entonces para aclararme las ideas. La posibilidad de no presentarme estaba del todo descartada. Por mucho que Sam y yo estuviésemos de morros, debía trabajar.

No estaba preparada para quedarme en casa, donde tendría que dar vueltas a mis propios y encontrados sentimientos.

Así que giré y me dirigí a Prendas Tara. Hacía mucho que no veía a mi amiga Tara después de que se fugara con J.B. du Rone. Pero mi brújula interior me orientaba hacia ella. Para mi alivio, estaba sola en la tienda. McKenna, su «ayudante», no trabajaba a jornada completa. Tara apareció desde la trastienda al oír sonar la campanilla de la entrada. Al principio pareció un poco sorprendida de verme, pero enseguida su sorpresa se convirtió en una sonrisa. Nuestra amistad había pasado por sus altibajos, pero en ese momento las cosas estaban bien. Genial.

– ¿Qué tal? -preguntó Tara. Estaba muy atractiva con su jersey de calceta. Tara es más alta que yo, y muy guapa, aparte de una excepcional empresaria.

– He cometido una estupidez y no sé cómo sentirme al respecto -dije.

– Cuéntame -ordenó, y nos sentamos a la mesa donde tenía todos los catálogos de bodas. Me acercó una caja de pañuelos. Tara sabe muy bien cuándo estoy a punto de llorar.

Le conté la larga historia, comenzando por el incidente de Rhodes, donde intercambié sangre con Eric en la que resultó ser una de demasiadas veces. Le hablé del extraño vínculo que compartimos como consecuencia.

– A ver si lo entiendo -dijo-. ¿Se ofreció a tomar tu sangre para evitar que te chupara un vampiro que era incluso peor que él?

Asentí mientras me secaba los ojos.

– Eso sí que es sacrificio. -Tara había tenido sus propias experiencias con vampiros. Su sarcasmo no me cogió por sorpresa.

– Créeme, lo que hizo Eric fue de lejos el menor de dos males -le aseguré.

De repente caí en la cuenta de que en ese momento sería libre si quien hubiese tomado mi sangre esa noche hubiese sido Andre. Este había muerto por la bomba. Consideré durante un fugaz instante ese pensamiento y seguí adelante. Eso no había pasado y yo no era libre, pero las cadenas que me habían impuesto eran mucho más atractivas.

– ¿Y qué sientes por Eric? -me preguntó Tara.

– No lo sé -admití-. Hay cosas suyas que me encantan y otras que me ponen los pelos de punta. Y la verdad es que…, ya sabes…, lo ansío. Pero se aprovecha de cuanto dice que me conviene. Sé que se preocupa por mí, pero más aún por sí mismo. -Respiré hondo-. Lo siento, sólo divago.

– Por eso me casé con J.B. -dijo-. Para no tener que preocuparme por cosas como ésta. -Asintió para confirmarse la buena decisión.

– Bueno, tú ya te has quedado con él, así que yo no puedo hacer lo mismo -dije. Traté de sonreír. Estar casada con alguien tan simple como J.B. parecía relajante, pero ¿debía entenderse el matrimonio como sentarse en una mecedora? «Al menos, estar con Eric nunca era aburrido». Por dulce que fuese J.B., tenía una capacidad de entretenimiento muy limitada.

Además, Tara siempre tendría que estar a cargo de todo. Ella no era tonta, y el amor nunca la había cegado. Otras cosas, puede que sí, pero el amor no. Sabía que comprendía a la perfección las reglas de su matrimonio con J.B., y no parecía importarle. Para ella, ser el timonel resultaba tan reconfortante como beneficioso. A mí también me gustaba tener el control de mi propia vida (no quería pertenecer a nadie), pero mi concepto del matrimonio iba más por los derroteros de una asociación democrática.

– Resumiendo -dijo Tara, imitando a la perfección a uno de nuestros profesores del instituto-. Eric y tú habéis hecho cosas feas en el pasado.

Asentí. Vaya si las habíamos hecho.

– Ahora perteneces a toda la organización vampírica por un servicio que les hiciste. No quiero saber qué fue ni por qué lo hiciste.

Volví a asentir.

– Además, también le perteneces más o menos a Eric por el rollo ese de la sangre. Cosa que no tuvo por qué haber planeado por adelantado, por decir algo en su favor.

– Sí.

– ¿Y ahora te ha arrinconado hasta convertirte en su novia? ¿Su mujer? Pero tú no sabías lo que hacías.

– Así es.

– Y Sam te llamó estúpida por obedecer a Eric.

Me encogí de hombros.

– Sí, así es.

En ese momento, Tara tuvo que echar una mano a una clienta, pero sólo durante un par de minutos. Riki Cunningham quería pagar un vestido para la promoción de su hija que había reservado. Tara volvió a sentarse conmigo y siguió hablando.

– Sookie, Eric al menos se preocupa por ti en cierto modo y nunca te ha hecho daño. Podías haber sido más lista. No sé si no lo fuiste por culpa de ese vínculo que tienes con él o porque estás tan coladita por sus huesos que no haces las preguntas suficientes. Sólo tú puedes descubrirlo. Ningún humano tiene por qué saber nada del rollo del cuchillo. Y Eric no puede salir de día, así que tendrás mucho tiempo sin él para pensar. Además, también debe ocuparse de su propio negocio, así que no creo que vaya a estar detrás de ti a todas horas. Y los nuevos mandamases vampíricos tendrán que dejarte en paz porque quieren tener a Eric contento. No pinta tan mal, ¿verdad? -Me sonrió, y al cabo de un instante le devolví el gesto.

Empecé a animarme.

– Gracias, Tara -dije-. ¿Crees que a Sam se le pasará el cabreo?

– No esperes que se disculpe por decirte que te comportaste como una idiota -me advirtió-. Primero, porque es verdad, y segundo porque es un hombre. Es cosa de ese cromosoma. Pero vosotros dos siempre os habéis llevado bien, y te debe una por haber cuidado de su bar. Se le pasará.

Tiré mi pañuelo usado en la pequeña papelera que había junto a la mesa y sonreí, aunque estaba segura de que no había sido mi esfuerzo más memorable.

– Mientras tanto -dijo Tara-, yo también tengo noticias que darte. -Cogió aire.

– ¿Qué? -pregunté, encantada de volver a nuestra mejor sintonía de amistad.

– Voy a tener un bebé -anunció, y su cara se petrificó en una mueca.

Huy, terreno peligroso.

– No pareces loca de alegría -dije, cauta.

– No había planeado tener hijos nunca -explicó-, lo cual tampoco le suponía un problema a J.B.

– ¿Entonces…?

– Pues que a veces ni siquiera usando varios métodos anticonceptivos se evita esto -aseguró Tara, bajando la mirada a sus manos, que estaban dobladas sobre la portada de una revista de bodas-. Y no quiero abortar. Es nuestro. Así que…

– ¿Crees…, crees que cambiarás de idea y te alegrarás por esto?

Intentó sonreír.

– J.B. está muy contento. Le cuesta mantener los secretos. Pero yo he querido esperar a que pasen los primeros tres meses. Eres la primera a quien se lo digo.

– Te juro -dije, extendiendo la mano para posarla sobre su hombro- que serás una buena madre.

– ¿De verdad lo crees? -Parecía aterrada. Los viejos de Tara eran el tipo de padres que son tiroteados por sus descendientes. Su aborrecimiento de la violencia había impedido que ella adoptara ese camino, pero no creo que a nadie le hubiera sorprendido si papá y mamá Thornton hubiesen desaparecido una noche. Más de uno habría aplaudido.