– Sí, de verdad lo creo. -Era capaz de escuchar claramente desde su mente que Tara estaba dispuesta a limpiar todo lo que su madre había hecho con ella siendo la mejor madre posible para su hijo. En el caso de Tara, eso significaba mantenerse sobria, contener las bofetadas, hablar bien y ser todo elogios.
– Me presentaré a cada jornada de clases abiertas y a todas las conferencias de los profesores -dijo entonces, con una voz tan intensa que casi daba miedo-. Haré pastelitos. Mi hijo llevará ropa nueva. Calzará zapatos de su número. Se le pondrán sus vacunas y sus aparatos dentales. Empezaremos a ahorrar para la universidad la semana que viene. Le diré que le quiero cada maldito día.
Si eso no era el mejor plan para ser una buena madre, no imaginaba cuál podía ser.
Nos abrazamos y me levanté para marcharme. «Así es cómo deben ser las cosas», pensé.
Fui a casa. Me tomé un almuerzo tardío y me puse la ropa del trabajo.
Cuando sonó el teléfono, esperaba que fuese Sam con la intención de suavizar las cosas, pero la voz del otro lado de la línea pertenecía a un hombre mayor y no me era nada familiar.
– Hola, ¿está Octavia Fant, por favor?
– No, señor. Ha salido. ¿Quiere que le deje algún recado?
– Si no es molestia…
– Claro. -Había cogido el teléfono en la cocina, por lo que no me costó dar con un papel y un lápiz.
– Por favor, dígale que Louis Chambers ha llamado. Le doy mi número. -Me lo dictó lenta y cuidadosamente y se lo repetí para asegurarme de que lo había apuntado correctamente-. Dígale que me llame. No me importa que sea una llamada a cobro revertido.
– Me aseguraré de que reciba el mensaje.
– Gracias.
Hmmm. No podía leer la mente a través del teléfono, lo que normalmente consideraba todo un alivio. Pero no me habría importado averiguar algo más acerca del señor Chambers.
Cuando Amelia volvió a casa poco después de las cinco, Octavia estaba en el coche. Supuse que había estado recorriendo Bon Temps rellenando solicitudes de empleo mientras Amelia pasaba la tarde en la agencia de seguros. Esa noche le tocaba cocinar a Amelia, y aunque tenía que irme al Merlotte's en cuestión de minutos, disfruté viéndola en acción, preparando una salsa para los espaguetis. Entregué a Octavia su mensaje mientras Amelia cortaba cebollas y pimientos.
Octavia emitió un sonido ahogado y se quedó tan quieta que Amelia dejó de cortar y se unió a mí en la espera de que la mujer mayor alzara la mirada del trozo de papel y nos contara algo. Eso no llegó a pasar.
Tras un instante, me di cuenta de que Octavia estaba llorando y fui corriendo a mi habitación en busca de un pañuelo. Traté de entregárselo a Octavia con delicadeza, como si no hubiese percibido que nada fuese mal y tuviese un pañuelo casualmente en la mano.
Amelia bajó la mirada hasta la encimera y reanudó su tarea mientras yo echaba una mirada al reloj y rebuscaba mis llaves en el bolso, empleando un montón de tiempo innecesario en ello.
– ¿Parecía estar bien? -preguntó Octavia con voz ahogada.
– Sí -respondí. Era todo lo que podía decir de la voz que escuché al otro lado de la línea-. Parecía ansioso por hablar contigo.
– Oh, tengo que devolverle la llamada -dijo, perdiendo el control de la voz.
– Claro -la animé-. Tú marca ese número y no te preocupes por cobros revertidos ni nada; ya vendrá la factura del teléfono. -Miré a Amelia y le arqueé una ceja. Ella meneó la cabeza. Tampoco tenía la menor idea de lo que estaba pasando.
Octavia marcó el número con dedos temblorosos. Apretó el auricular contra su oreja al escuchar el primer tono. Supe cuándo Louis Chambers cogió el teléfono. Ella cerró los ojos con fuerza y apretó el auricular tanto, que los músculos de la mano amenazaron con salirse.
– Oh, Louis -exclamó, con la voz llena de una mezcla de alivio y asombro sin refinar-. Oh, gracias a Dios. ¿Estás bien?
En ese momento, Amelia y yo nos salimos de la cocina. Me acompañó hasta el coche.
– ¿Nunca habías oído hablar de ese Louis? -pregunté.
– Nunca hablaba de su vida privada cuando trabajamos juntas. Pero otras brujas me dijeron que Octavia tenía una pareja estable. No lo ha mencionado desde que llegó aquí. Se ve que no sabía nada de él desde el Katrina.
– Quizá pensó que no había sobrevivido -dije, y las dos abrimos mucho los ojos.
– Debe de haberlo pasado muy mal -afirmó Amelia-. Bueno, puede que pronto nos deje. -Trató de contener su alivio, pero pude leerlo claramente. Por mucho afecto que sintiese Amelia por su mentora mágica, me había dado cuenta de que, para ella, vivir con Octavia era como hacerlo con uno de sus profesores del instituto.
– Tengo que irme -dije-. Mantenme informada. Mándame un mensaje si surge algo nuevo. -Los SMS eran una de las nuevas habilidades que Amelia me había enseñado.
A pesar del aire helado, Amelia se quedó sentada en una de las tumbonas que habíamos sacado del trastero hacía poco para animarnos a participar de la primavera.
– En cuanto sepa algo-convino-. Esperaré aquí unos minutos y luego entraré a ver cómo está.
Me metí en el coche con la esperanza de que la calefacción surtiese efecto pronto. En medio de la creciente niebla, conduje hasta el Merlotte's. Vi un coyote por el camino. Normalmente son demasiado listos como para dejarse ver, pero éste trotaba por el lado de la carretera como si tuviese una cita en el pueblo. Quizá fuese un coyote de verdad, o puede que una persona con esa forma. Pensé en la cantidad de zarigüeyas, mapaches y armadillos aplastados en la carretera con los que me cruzaba ocasionalmente, y me pregunté cuántos cambiantes morían con sus formas animales de manera tan descuidada. Puede que muchos de los cadáveres que la policía etiquetaba como víctimas de asesinato fuesen cambiantes que habían sufrido un accidente en su forma animal. Recordé que todo rastro animal había desaparecido de Crystal cuando le quitaron los clavos y la bajaron de la cruz. Estaba dispuesta a apostar que esos clavos eran de plata. Eran tantas las cosas que no sabía.
Cuando entré por la puerta trasera del Merlotte's, hasta arriba de planes para reconciliarme con Sam, me encontré a mi jefe discutiendo con Bobby Burnham. Casi había oscurecido, así que Bobby debía de estar haciendo horas extra. Se encontraba en el pasillo, delante de la puerta del despacho de Sam. Estaba rojo y muy enfadado.
– ¿Qué está pasando? -dije-. ¿Quería hablar conmigo, Bobby?
– Sí. Este tipo no quería decirme cuál era su turno -contestó Bobby.
– Ese tipo es mi jefe y no tiene por qué decirle nada -espeté-. Aquí me tiene. ¿Qué tenía que decirme?
– Eric le ha mandado esta tarjeta y me ha ordenado que esté a su disposición siempre que me necesite. -Su rostro se puso más rojo todavía mientras me lo decía.
Si Eric pensaba que Bobby sería más humilde y complaciente después de una humillación pública, es que había perdido la cabeza. Ahora Bobby me odiaría por los siglos de los siglos, si es que llegaba a vivir tanto. Cogí la tarjeta y dije:
– Gracias, Bobby. Vuelva a Shreveport.
Antes de que la última sílaba saliese de mi boca, Bobby ya se había esfumado por la puerta trasera. Examiné el sobre blanco inmaculado y lo metí en el bolso. Alcé la mirada para encontrarme con los ojos de Sam.
– Como si te hiciese falta otro enemigo -dijo, y se metió en su despacho.
«Como si necesitase a otro amigo comportándose como un gilipollas», pensé. Ahí se iba nuestra oportunidad de echarnos unas risas a cuenta del desencuentro. Seguí a Sam para meter el bolso en el cajón que él mantenía vacío para las camareras. No intercambiamos una sola palabra. Fui al almacén para coger el delantal. Antoine estaba cambiando el suyo manchado por otro limpio.