La temperatura caía a medida que avanzaba la oscuridad y entré en casa temblando. Puede que la manguera se helara esa noche, pero me importaba bien poco. Tenía ropa en la secadora y debía comer algo, ya que no había almorzado en el centro comercial. Se acercaba la hora de la cena. Tenía que concentrarme en las cosas pequeñas.
Amelia llamó mientras doblaba la colada. Me contó que estaba a punto de salir del trabajo y que iba a quedar con Tray para cenar e ir al cine. Me preguntó si quería acompañarlos, pero le dije que estaba ocupada. Amelia y Tray no necesitaban una sujetavelas, y yo no quería sentirme como una.
No me hubiese importado tener algo de compañía. Pero ¿qué podía aportar yo a una conversación social? «Vaya, esa paleta se le clavó en el estómago como si éste fuese gelatina».
Me encogí de hombros y traté de pensar en qué hacer a continuación. Compañía sin espíritu crítico, eso era lo que necesitaba. Echaba de menos al gato Bob (aquel que no había nacido gato y ya había dejado de serlo). Quizá podía hacerme con uno de verdad. No era la primera vez que me planteaba ir al refugio de animales. Pero, antes de hacerlo, sería mejor esperar a que pasase toda esa crisis con las hadas. No tenía sentido adoptar una mascota si sufría el riesgo de ser raptada o asesinada en cualquier momento, ¿verdad? No sería justo para el animal. Me sorprendí riendo, y supe que eso no podía ser buena señal.
Era hora de dejar de darle vueltas a la cabeza y de ponerse a hacer algo. Primero, limpiaría la paleta y la volvería a guardar. La llevé a la pila de la cocina, la fregué y la enjuagué. El hierro romo parecía adoptar un nuevo brillo, como un arbusto que recibe la lluvia tras una larga sequía. La sostuve bajo la luz y observé de cerca la vieja herramienta. Me estremecí.
Vale, había sido una sonrisa poco agradable. Desterré la idea y me relamí. Cuando consideré que la paleta estaba inmaculada, la volví a lavar y a secar. Me apresuré entonces por la puerta trasera, atravesé la oscuridad y la colgué en el lugar reservado para ella dentro del cobertizo de las herramientas.
Me pregunté si podría comprarme una nueva barata del "Wal-Mart. No estaba segura de poder usar la de hierro la próxima vez que quisiera mover bulbos de junquillo. Me sentiría como si usase una pistola para limarme las uñas. Dudé si dejar la paleta bien equilibrada en su respectivo clavo. Al final me decidí y volví a llevármela a casa. Hice una parada en la escalera, admirando las últimas vetas de luz durante unos momentos, antes de que me empezara a rugir el estómago.
Había sido un día interminable. Estaba dispuesta a quedarme delante del televisor con un plato de algo nada saludable mientras veía algún programa que no fuese de ninguna utilidad para mi cociente intelectual.
Oí como las ruedas de un coche mordían la grava mientras se aproximaban por el camino y fui a abrir la puerta de rejilla. Esperé en la puerta para ver de quién se trataba. Quienquiera que fuese, me conocía de algo, porque el coche vino directamente a la parte de atrás.
En un día lleno de sobresaltos, ahí venía otro: se trataba de Quinn, quien se suponía que no podía poner sus grandes pies en la Zona Cinco. Conducía un Ford Taurus de alquiler.
– Oh, genial -me dije. Hacía un momento ansiaba compañía, pero no aquélla. Por mucho afecto que le tuviera a Quinn y por mucho que lo admirara, la conversación con él prometía ser tan desagradable como el día que acababa.
Salió del coche y avanzó hacia mí con paso grácil, como siempre. Quinn es muy grande, va rapado al cero y tiene unos ojos tan púrpura como los pensamientos. Es uno de los pocos hombres tigre que quedan en el mundo, y puede que el único macho de su especie en el continente norteamericano. La última vez que lo vi, rompimos. No estaba orgullosa de cómo se lo dije ni del porqué, pero creí haber sido muy clara en cuanto al fin de nuestra relación.
Sin embargo allí estaba, y sus grandes y cálidas manos se posaron sobre mis hombros. Cualquier placer que hubiera podido experimentar al volver a verlo se desvaneció, ahogado por una oleada de ansiedad que me atravesó de lado a lado. Sentía que el aire se volvía más denso.
– No deberías estar aquí-le dije-. Eric ha rechazado tu solicitud, o eso me ha contado.
– ¿Te lo pidió primero? ¿Sabías que quería verte?
Ya había oscurecido lo suficiente como para que se activara la luz de seguridad exterior. La cara de Quinn era toda franjas de dureza que enmarcaban una mirada amarilla clavada en la mía.
– No, pero ése no es el tema -dije. Sentí la ira traspasando el aire. Y no era la mía.
– Yo creo que sí.
Estaba anocheciendo. No era el momento de enzarzarse en una discusión prolongada.
– ¿No lo zanjamos todo la última vez que hablamos?
No me apetecía montar otra escena, por muy bien que me cayese ese hombre.
– Dijiste que era todo lo que pensabas, nena. Yo creo que no.
Oh, genial. ¡Justo lo que necesitaba! Pero como sabía que la relación no había sido sólo cosa mía, conté hasta diez y contesté.
– Sé que no te di mucha cancha cuando te dije que no podíamos volver a vernos, Quinn, pero iba en serio. ¿Qué ha cambiado en tu situación personal? ¿Es que ahora tu madre puede cuidarse sola? ¿O ha madurado Frannie lo suficiente como para encargarse de ella si se escapa? -La madre de Quinn había pasado una racha horrible, acabando más o menos loca por ello. Bueno, dejémoslo en más. Su hermana, Frannie, era aún una adolescente.
Agachó la cabeza por un momento, como si se estuviese recomponiendo. Luego, volvió a mirarme directamente a los ojos.
– ¿Por qué eres más dura conmigo que con los demás? -inquirió.
– No es así -dije al instante, pero al momento me pregunté si tenía razón.
– ¿Le has pedido a Eric que deje Fangtasia? ¿Le has pedido a Bill que abandone su empresa informática? ¿Le has pedido a Sam que dé la espalda a su familia?
– ¿Qué…? -empecé, tratando de establecer la relación.
– Me estás pidiendo que deje de lado a otras personas a las que quiero, mi madre, mi hermana, para poder estar contigo -dijo.
– No te estoy pidiendo que hagas nada -me defendí, sintiendo que la tensión en mi interior ascendía hasta niveles intolerables-. Te dije que quería ser la primera en la vida de mi novio. Y pensé (sigo pensando) que tu familia ha de ser lo primero, porque tu hermana y tu madre no son precisamente mujeres que se mantengan por sí solas. ¡No le he pedido a Eric que deje Fangtasia! ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y qué tiene que ver Sam? Ni siquiera se me ocurre una razón para mencionar a Bill. Es agua más que pasada.
– Bill adora su estatus tanto en el mundo vampírico como en el humano, y Eric ama su porción de Luisiana más de lo que te amará nunca a ti -dijo Quinn, y su tono parecía rezumar compasión hacia mí. Eso era ridículo.
– ¿De dónde sale tanto odio? -le pregunté, extendiendo las manos abiertas ante mí-. No dejé de verte por ningún sentimiento hacia otra persona. Lo hice porque pensé que tu plato ya estaba a rebosar.
– Está intentando aislarte de todos los que se preocupan por ti -declaró Quinn, centrándose en mí con una inquietante intensidad-. Y mira la cantidad de gente que tiene a su cargo.
– ¿Estás hablando de Eric? -La gente «al cargo» de Eric eran en su mayoría vampiros perfectamente capaces de cuidarse solitos.
– Nunca dejará su diminuta Zona Cinco por ti. Nunca dejará que su pequeña manada de vampiros leales sirvan a nadie más. Él nunca…