Ya no podía soportarlo. Lancé un grito de pura frustración. De hecho, di un pisotón en el suelo como una cría de tres años.
– ¡No se lo he pedido! -grité-. ¿De qué demonios me estás hablando? ¿Has venido hasta aquí para decirme que nadie más será capaz de quererme? Pero ¿qué pasa contigo?
– Sí, Quinn -dijo una voz, fría y familiar-. ¿Qué pasa contigo?
Juro que casi salgo volando del brinco que di. Había dejado que la discusión con Quinn absorbiera toda mi atención y no me había dado cuenta de la llegada de Bill.
– Estás asustando a Sookie -dijo Bill, a un metro de mi espalda, y un escalofrío me recorrió la espalda ante la carga de amenaza de sus palabras-. Ya basta, tigre.
Quinn gruñó. Sus dientes se hicieron más largos y afilados ante mis propios ojos. Un segundo después, Bill estaba junto a mí. Sus ojos brillaban con un espectral tono al tiempo castaño y plateado.
No sólo temía que se mataran entre los dos, sino que me di cuenta de que estaba francamente cansada de que la gente apareciese de la nada en mi propiedad como si fuese una estación de paso del ferrocarril sobrenatural.
Las manos de Quinn se convirtieron en garras. Un rugido retumbó en su pecho.
– ¡No! -grité, dispuesta a que me escucharan. Menudo día infernal.
– Ni siquiera estás en la lista, vampiro -dijo Quinn con una voz que ya no era la suya-. Eres Historia.
– Haré contigo una alfombra para mi salón -le amenazó Bill con un tono más aterciopelado y gélido que nunca, como hielo sobre el cristal.
Los dos idiotas se lanzaron el uno contra el otro.
Me dispuse a saltar para detenerlos, pero la parte que aún funcionaba de mi cerebro me dijo que sería un suicidio. Pensé que ese día mi hierba recibiría únicamente sangre por riego. De hecho, debería haber corrido al interior de la casa, encerrarme y dejar que esos dos se mataran.
Pero eso era lo que siempre hacía. En realidad, lo que hice fue quedarme allí un momento, agitando las manos sin saber muy bien qué hacer con ellas, tratando de imaginar un modo de separarlos. Quinn se desembarazó de Bill arrojándolo tan lejos como pudo. Bill chocó conmigo con tanta violencia que salí despedida por el aire unos cuantos centímetros para luego caer al suelo.
Capítulo 10
El agua fría se derramó por mi cara y cuello. Tosí y escupí, aunque parte había entrado en la boca.
– ¿Demasiada? -preguntó una voz dura, y al abrir los ojos vi que se trataba de Eric. Estábamos en mi habitación, y la única luz encendida era la del baño.
– Suficiente -dije. El colchón vibró cuando Eric se levantó para llevar el paño al cuarto de baño. En un instante estuvo de vuelta con una toalla de mano, y me frotó la cara y el cuello. La almohada estaba empapada, pero decidí no preocuparme por ello. La casa se enfriaba, ahora que el sol se había puesto, y yo estaba tumbada en ropa interior-. Frío -añadí-. ¿Dónde está mi ropa?
– Está manchada -respondió Eric. Había una manta al borde de la cama y me tapó con ella. Me dio la espalda un momento, y oí que dejaba sus zapatos en el suelo. Luego, se metió conmigo bajo la manta y se apoyó sobre el codo. Me miraba desde arriba. Daba la espalda a la luz procedente del cuarto de baño, por lo que me fue imposible discernir su expresión.
– ¿Lo amas? -preguntó.
– ¿Están vivos? -De nada servía pronunciarme sobre si amaba o no a Quinn si éste estaba muerto, ¿no? O quizá Eric se refería a Bill. No podía decidirme. Me di cuenta de que me sentía algo extraña.
– Quinn se fue con algunas costillas rotas, como la mandíbula -me informó Eric con voz neutral-. Bill se curará esta noche, si no lo ha hecho ya.
Pensé en eso.
– Intuyo que tienes algo que ver con que Bill estuviera aquí.
– Me enteré de que Quinn había desobedecido el decreto. Fue visto media hora después de entrar en mi zona. Y Bill era el vampiro que estaba más cerca de tu casa. Su deber era asegurarse de que nadie te molestaba mientras yo llegaba. Se tomó el trabajo con un leve exceso de celo. Lamento que acabaras lastimada -dijo Eric, con un tono de voz gélido. No estaba acostumbrado a disculparse. Sonreí en la oscuridad. Me di cuenta, en cierto modo, de que me era imposible sentirme nerviosa. ¿Y acaso no debería estar molesta e irritada?
– Supongo que dejaron de pelearse cuando caí al suelo.
– Sí, tu caída acabó con la… riña.
– ¿Y Quinn se fue por su propio pie? -Me humedecí los labios con la lengua y noté un curioso sabor, bastante fuerte y metálico.
– Sí. Le dije que cuidaría de ti. Era consciente de que había rebasado demasiados límites para verte, ya que le dejé claro que no entrase en mi zona. Bill no se sentía tan generoso, pero le hice volver a casa.
Típico comportamiento de sheriff.
– ¿Me has dado sangre? -pregunté.
Eric asintió como si tal cosa.
– Te habías quedado inconsciente -dijo-. Y sé que eso es grave. Quería que te sintieses bien. Culpa mía.
Suspiré.
– El señor Paternalista -susurré.
– No entiendo la expresión, explícamela.
– Se refiere a alguien que se cree que sabe qué es lo mejor para todo el mundo. Toma decisiones por los demás sin consultar a nadie.
Quizá le había dado un giro demasiado personal a la palabra, pero ¿y qué?
– Entonces soy paternalista -dijo Eric sin abochornarse lo más mínimo-. También estoy muy… -Bajó la cabeza y me besó, lenta y pausadamente.
– Cachondo -añadí.
– Exacto -afirmó, y me volvió a besar-. He estado trabajando con mis nuevos señores. He afianzado mi autoridad. Ahora puedo disfrutar de mi propia vida. Es hora de reclamar lo que es mío.
Me había dicho a mí misma que sería yo quien tomara mis decisiones, fuese cual fuese mi vínculo con Eric merced a los intercambios de sangre. Al fin y al cabo, aún me quedaba el libre albedrío. Pero, estuviese o no mi voluntad determinada por el dominio de la sangre de Eric, sentí que mi cuerpo estaba muy a favor de devolverle los besos y bajar la mano hasta su abultada entrepierna. Podía sentir los músculos, los tendones y los huesos de su columna en movimiento a través del tejido de su camisa. Mis manos parecían recordar el mapa de su topografía, al tiempo que mis labios rememoraban sus besos. Seguimos envueltos en ese lento proceder durante varios minutos, mientras se volvía a familiarizar conmigo.
– ¿De verdad te acuerdas? -le pregunté-. ¿De verdad recuerdas haberte quedado conmigo antes? ¿Recuerdas lo que se siente?
– Oh, sí -contestó-. Claro que me acuerdo. -Me desabrochó el sujetador antes incluso de que supiera que su mano estaba en mi espalda-. ¿Cómo podría olvidarme de éstas? -continuó, mientras el pelo le caía sobre la cara y su boca se clavaba en mis pechos. Sentí el leve pinchazo de sus colmillos y el agudo placer de sus labios. Toqué su entrepierna, abarcando su enormidad interior, y de repente, el momento del tanteo se evaporó.
Se desprendió de los vaqueros y la camisa, y mis bragas desaparecieron igualmente. Su frío cuerpo se apretó en toda su longitud contra la tibieza del mío. Me besó una y otra vez, presa de una especie de frenesí. Emitió un ruido de bestia hambrienta y yo lo imité. Me sondeó con los dedos, agitando su dura protuberancia de una manera que me hizo retorcerme.
– Eric -dije, tratando de colocarme debajo de él-. Ahora.
Y él dijo:
– Oh, sí. -Se deslizó en mi interior como si no se hubiese ido nunca, como si hubiésemos hecho el amor todas las noches durante el último año-. Esto es lo mejor -susurró, con una voz impregnada de ese acento que captaba de vez en cuando, esa pista de un espacio y un tiempo que me resultaban tan distantes que apenas era capaz de imaginármelos-. Lo mejor -repitió-. Esto está bien. -Salió un poco y no pude evitar lanzar un sonido ahogado-. ¿Te duele? -preguntó.
– Apenas nada -dije.