– Soy demasiado grande para algunas.
– Tú sigue -pedí.
Empujó.
– Oh, Dios mío -exclamé con los dientes apretados. Mis dedos estaban firmemente clavados en los músculos de sus brazos-. ¡Sí, otra vez! -Se había adentrado en mi interior todo lo que era posible sin una operación, y su piel empezó a brillar sobre mí, llenando de pálida luz la habitación. Dijo algo en un idioma que no reconocí; tras un largo instante, lo repitió. Y después empezó a moverse cada vez más rápido, hasta el punto de que creí que podía romperme en pedazos, pero no aminoré el ritmo. Seguí así, hasta que vi sus colmillos brillar justo antes de que se echara encima de mí. Cuando me mordió en el hombro, sentí que abandonaba mi cuerpo durante un instante. Jamás había sentido algo tan bueno. Me faltaba el aliento para gritar, incluso para hablar. Mis brazos rodeaban la espalda de Eric, y sentí cómo se estremecía durante su minuto de éxtasis.
Tal había sido la sacudida, que no hubiese podido hablar aunque mi vida dependiera de ello. Nos quedamos tendidos en silencio, exhaustos. No me importaba notar su peso encima de mí. Me sentía segura.
Lamió la marca de la mordedura con languidez mientras yo regalaba una sonrisa a la oscuridad. Acaricié su espalda como si apaciguara a una bestia. Había sido lo mejor que había sentido en meses. Hacía tiempo que no tenía sexo, y aquello era… sexo para gourmets. Aún notaba algunos calambres de placer recorriendo el epicentro de mi orgasmo.
– ¿Cambiará esto el vínculo de sangre? -pregunté. Procuré que no sonara a que lo acusaba de algo. Pero lo cierto es que así era.
– Felipe te quería para él. Cuanto más fuerte sea nuestro vínculo, menos probabilidades tendrá de quedarse contigo.
Di un respingo.
– No puedo hacer eso.
– No te hará falta -dijo Eric, arropándome con la voz como si fuera un edredón de plumas-. Estamos comprometidos por el cuchillo. Estamos vinculados. No podrá apartarte de mí.
Sólo me cabía agradecimiento por no tener que ir a Las Vegas. No quería dejar mi hogar. No alcanzaba a imaginar cómo sería estar rodeada de tanta avaricia; bueno, sí, sí que podía. Sería horrible. La mano grande y fría de Eric abarcó mi pecho y lo acarició con su largo pulgar.
– Muérdeme -dijo Eric, e iba en serio.
– ¿Por qué? Ya has dicho que me has dado un poco.
– Porque hace que me sienta bien -contestó, y volvió a ponerse encima de mí-. Sólo… por eso.
– No lo dirás en… -Pero lo cierto es que ya estaba listo de nuevo.
– ¿Te apetece estar encima? -preguntó.
– Podríamos hacerlo así un rato -dije, intentando no sonar demasiado a femme fatale. De hecho, me costaba no gruñir. Antes de darme cuenta, habíamos intercambiado posiciones. Clavó sus ojos en los míos. Sus manos escalaron hasta mis pechos, acariciándolos y pellizcándolos con dulzura, y luego vino su boca.
Estaba tan relajada que temí perder el control de los músculos de mis piernas. Me moví lentamente, sin demasiada regularidad. Sentí que su tensión volvía a cobrar vigor lentamente. Me centré y empecé a moverme con más firmeza.
– Lentamente -pidió, y yo reduje el ritmo. Sus manos encontraron mis labios y me guiaron.
– Oh -exclamé, a medida que un hondo placer me atravesaba. Había encontrado el núcleo de mi placer con su pulgar. Empecé a acelerar, y si Eric intentó contenerme, lo ignoré. Subía y bajaba cada vez más rápidamente, y luego le cogí de la muñeca y se la mordí con todas mis fuerzas, succionando la herida. Gritó, un sonido incoherente de alivio y placer. Aquello bastó para que yo alcanzara el cielo, y luego me derrumbé encima de él. Lamí su muñeca con la misma languidez, aunque sabía que mi saliva no contenía el agente coagulante que él poseía.
– Perfecto -dijo-. Perfecto.
Iba a responderle que no podía hablar en serio después de haberse acostado con tantas mujeres a lo largo de los siglos, pero luego me dije que de nada servía arruinar el momento. Mejor dejarlo estar. En un raro momento de sabiduría, hice caso de mi propio consejo.
– ¿Puedo contarte lo que ha pasado hoy? -pregunté, después de descansar unos minutos.
– Por supuesto, mi amor. -Tenía los ojos medio abiertos. Estaba tumbado de espaldas a mi lado, y la habitación olía a sexo y a vampiro-. Soy todo oídos, al menos de momento -rió.
Eso era todo un regalo, o al menos algo valioso; poder contar con alguien a quien relatarle las cosas del día. A Eric se le daba bien escuchar, al menos en su estado de relax poscoital. Le hablé de la visita de Andy y Lattesta y acerca de la visita de Diantha mientras tomaba el sol.
– Ya decía que notaba un sabor a sol en tu piel -dijo, volviéndose hacia mí-. Sigue.
Y así seguí hablando, como un riachuelo en primavera, contándole mi encuentro con Claude y Claudine, y todo lo que me habían explicado acerca de Breandan y Dermot.
Eric se mostró más alerta cuando le hablé de las hadas.
– Tu casa olía a hada -comentó-, pero ante la ira que me inspiró ver a tu aspirante el tigre, aparté la idea. ¿Quién era?
– Bueno, un hada malo llamado Murry, pero no te preocupes, lo maté -dije. La posible duda de que Eric me prestara toda su atención se desvaneció al momento.
– ¿Cómo lo hiciste, mi amor? -me preguntó con suma dulzura.
Se lo expliqué, y para cuando llegué a la parte en la que aparecían mi bisabuelo y Dillon, Eric se sentó, dejando caer la manta. Estaba completamente serio y alerta.
– ¿El cuerpo ha desaparecido? -me preguntó hasta tres veces, y yo le respondí:
– Sí, Eric, ha desaparecido.
– Puede que sea buena idea que te quedes en Shreveport -dijo-. Podrías vivir en mi casa.
Eso sí que era nuevo. Nunca me había invitado a su casa. No tenía ni idea de dónde estaba. Me quedé pasmada, y algo emocionada.
– Te lo agradezco mucho -dije-, pero sería un lío ir de Shreveport al trabajo todos los días.
– Estarías mucho más segura hasta que se resolviera todo este problema con las hadas. -Eric giró la cabeza para mirarme con una máscara de inexpresividad.
– No, gracias -insistí-. Te agradezco la oferta, pero probablemente fuera un inconveniente para ti, y estoy segura de que también lo sería para mí.
– Pam es la única otra persona a la que he invitado a mi casa.
– Sólo se admiten rubias, ¿eh? -dije alegremente.
– Te honro con la invitación. -Su rostro seguía sin transmitir una sola pista. Si no estuviese tan acostumbrada a leer la mente de la gente, quizá habría interpretado mejor su lenguaje corporal. Estaba demasiado acostumbrada a saber lo que la gente quería de verdad, independientemente de las palabras que emplearan para expresarlo.
– Eric, estoy perdida -dije-. ¿Qué te parece si ponemos las cartas sobre la mesa? Sé que esperas de mí cierta reacción, pero no sé cuál.
Parecía confundido. Sí, eso es lo que parecía.
– ¿Qué pretendes? -me preguntó, meneando la cabeza. Su precioso pelo rubio cayó sobre su rostro en mechones enredados. Estaba hecho un desastre desde que hicimos el amor. Estaba más guapo que nunca. Qué injusticia.
– ¿Cómo que qué pretendo? -Volvió a echarse, y yo me giré para mirarlo-. No creo pretender nada -dije con cuidado-. Pretendía un orgasmo, y he obtenido muchos. -Le sonreí, esperando que fuese la respuesta correcta.
– ¿No quieres dejar tu trabajo?
– ¿Por qué iba a dejarlo? ¿Cómo iba a ganarme la vida? -pregunté, sorprendida. Entonces lo pillé-. ¿Crees que porque hemos hecho el amor y dices que soy tuya, iba a querer dejar de trabajar y a cuidarte la casa? ¿Pasarme el día comiendo dulces para que tú te pases la noche comiéndome a mí?
Pues sí, a eso se refería. Su expresión lo confirmó. No sabía cómo sentirme. ¿Dolida? ¿Enfadada? No, ya había tenido suficiente de eso por un día. Era incapaz de enviar otra emoción más a la superficie después de la larga noche que llevaba.