– Eric, me gusta trabajar -continué tímidamente-. Necesito salir de casa todos los días y rodearme de gente. Si me alejo, sentiré un clamor de derrota cuando regrese. Es mejor para mí lidiar con todo el mundo, no perder la costumbre de mantener todas esas voces a raya. -Me costaba explicarme-. Además, me gusta estar en el bar. Me gusta ver a todas las personas con las que trabajo. Supongo que servir alcohol a la gente no es precisamente noble o digno de catalogarse como servicio público, puede que todo lo contrario. Pero se me da bien, y va conmigo. ¿Quieres decir…? ¿Qué quieres decir?
Eric parecía inseguro, una expresión que encajaba mal en su rostro, habitualmente tan pagado de sí mismo.
– Es lo que otras mujeres siempre han querido de mí -dijo-. Pretendía ofrecértelo antes de que necesitases pedírmelo.
– No soy ninguna otra mujer -contesté. No era fácil encogerse de hombros dada mi postura en la cama, pero lo intenté.
– Eres mía -dijo. Enseguida se dio cuenta de mi ceño fruncido y trató de arreglarlo apresuradamente-. Eres mi amante, no la de Quinn, ni la de Sam o la de Bill. -Hizo una larga pausa-. ¿No es así? -preguntó.
Una conversación sobre la relación iniciada por el chico. Eso sí que distaba mucho de lo que había oído contar a las otras camareras.
– No sé si el… bienestar que siento contigo se debe al intercambio de sangre o es genuino -le expliqué, escogiendo cada palabra con mucho cuidado-. No creo que hubiera estado tan dispuesta a acostarme contigo esta noche de no ser por el vínculo de sangre, ya que hoy ha sido un día infernal. No puedo decir: «Oh, Eric, te amo, llévame contigo» porque no sé qué es real y qué no. Hasta no estar segura, no pienso cambiar mi vida de forma tan drástica.
Las cejas de Eric empezaron a juntarse, una clara señal de disgusto.
– ¿Que si soy feliz cuando estoy contigo? -Puse la mano sobre su mejilla-. Por supuesto que sí. ¿Que si creo que hacer el amor contigo es lo mejor del mundo? Por supuesto que sí. ¿Que si quiero repetir? Puedes estar seguro, aunque no ahora mismo, porque tengo sueño. Pero espero que pronto, y a menudo. ¿Que si me estoy acostando con otro? No. Y no lo haré, salvo que algo me dé a entender que lo único que nos une es el vínculo de sangre.
Parecía estar barajando varias respuestas distintas. Al final dijo:
– ¿Lamentas lo ocurrido con Quinn?
– Sí -respondí, ya que quería ser honesta-. Porque vivimos un principio prometedor y he cometido un gran error echándolo. Pero nunca he estado relacionada seriamente con dos hombres a la vez, y no voy a empezar a hacerlo ahora. Mi hombre eres tú.
– Me amas -dijo, asintiendo con la cabeza.
– Te aprecio -contesté cautelosamente-. Siento verdadera lujuria cuando estoy cerca de ti. Disfruto de tu compañía.
– Eso es diferente -dijo Eric.
– Sí que lo es. Pero ya ves que yo no te estoy acosando para que me digas lo que sientes por mí, ¿verdad? Porque estoy bastante segura de que no me gustaría la respuesta. Así que quizá sea mejor que te controles un poco.
– ¿No quieres saber lo que siento por ti? -Eric parecía incrédulo-. Es increíble que seas una humana. Las mujeres siempre quieren saber lo que uno siente por ellas.
– Y apuesto a que lo lamentan cuando se lo dices, ¿verdad?
Arqueó una ceja.
– Sólo si les digo la verdad.
– ¿Y eso debería tranquilizarme?
– Yo siempre te digo la verdad -insistió, y ya no había rastro de esa sonrisa suya en la cara-. Puede que no te diga todo lo que sé, pero lo que te digo… es verdad.
– ¿Por qué?
– El intercambio de sangre funciona en ambas direcciones -explicó-. He tomado la sangre de muchas mujeres. Prácticamente las he tenido bajo mi control. Pero ellas nunca bebieron de la mía. Hace décadas, puede que siglos, desde la última vez que una mujer probó mi sangre. Puede que desde que convertí a Pam.
– ¿Suele ser lo habitual entre los vampiros que conoces? -No estaba del todo segura de cómo preguntar lo que quería saber.
Titubeó y asintió.
– Por lo general, sí. Hay vampiros que disfrutan sometiendo al humano al control absoluto…, convirtiéndolo en su Renfield -dijo, empleando el término con cierta aversión.
– Eso es de Drácula, ¿verdad?
– Sí, era el siervo humano de Drácula. Una criatura degradada… ¿Por qué iba a querer una eminencia como Drácula a un ser tan rebajado como ése…? -Eric meneó la cabeza, disgustado-. Pero esas cosas pasan. Los vampiros miramos de reojo a aquel de los nuestros que va creando siervo tras siervo. El humano acaba perdido cuando el vampiro asume demasiado control. Cuando el humano es sometido completamente, ya no merece la pena convertirlo. En realidad, ya no merece la pena para nada. Tarde o temprano, hay que matarlo.
– ¡Matarlo! ¿Por qué?
– Si el vampiro que ha asumido su control abandona al Renfield, o si el propio vampiro muere…, la vida del siervo deja de tener sentido.
– Hay que sacrificarlos -dije. Como a los perros rabiosos.
– Sí. -Eric apartó la mirada.
– Pero eso no me va a pasar. Y tú no me convertirás nunca. -Lo decía completamente en serio.
– No. Jamás te forzaré al servilismo. Y nunca te convertiré, ya que no es tu deseo.
– Aunque fuese a morir, no me conviertas. Lo odiaría más que cualquier otra cosa.
– Estoy de acuerdo. Por mucho que quiera conservarte conmigo.
Justo después de conocernos, Bill decidió no convertirme a pesar de encontrarme a las puertas de la muerte. Jamás se me ocurrió que pudiera haber estado tentado de hacerlo. En vez de ello, salvó mi vida humana. Aparté la idea para rumiarla más tarde. No es prudente pensar en un hombre cuando estás en la cama con otro.
– Me salvaste del vínculo con Andre -dije-, pero a un precio.
– Si hubiese vivido, yo también habría tenido que pagar un precio. Por muy tibia que fuese su reacción, Andre se habría desquitado por mi intervención.
– Parecía tan tranquilo al respecto aquella noche… -señalé. Eric lo había convencido para que lo dejara hacer el trabajo por él. En ese momento me sentí muy agradecida, ya que Andre me ponía los pelos de punta y yo le importaba un bledo. Recordé mi conversación con Tara: «Si hubiese dejado que Andre compartiera su sangre conmigo esa noche, ahora sería libre, ya que está muerto». Aún no podía decidirme sobre cómo sentirme al respecto; y seguro que había más de una forma.
Esa noche parecía estar convirtiéndose en una montaña de revelaciones. Por mí, ya podía terminar.
– Andre nunca olvidaba a quien le desafiaba -dijo Eric-. ¿Sabes cómo murió, Sookie?
Huy, huy.
– Fue atravesado en el pecho por una enorme astilla de madera -contesté, tragando un poco de saliva. Al igual que Eric, a veces yo tampoco contaba toda la verdad. La astilla no había acabado en su pecho por accidente. Quinn fue el responsable.
Eric se me quedó mirando durante lo que me pareció una eternidad. Sentía mi ansiedad, obviamente. Aguardé a ver si insistía en el tema.
– No echo de menos a Andre -dijo finalmente-. Aunque sí a Sophie-Anne. Era valiente.
– Estoy de acuerdo -afirmé, aliviada-. Por cierto, ¿cómo te estás llevando con tus nuevos jefes?
– De momento, bien. Son muy progresistas. Eso me gusta.
Desde finales de octubre, Eric había tenido que familiarizarse con una nueva estructura de poder mucho más amplia, con los caracteres de los vampiros que la conformaban, y que coordinarse con los nuevos sheriffs. Hasta para él era un sapo difícil de tragar.
– Apuesto a que los vampiros que estaban contigo antes de esa noche se alegraron mucho de jurarte su lealtad, ya que sobrevivieron a la matanza en la que cayeron el resto de sus compañeros.
Eric esbozó una amplia sonrisa. Habría sido aterradora si no estuviese acostumbrada a la extensión de los colmillos.