No confiaba en ella. No del todo. Por eso iba a evaluar la situación.
Arlene no vivía en un parque de caravanas, sino en un acre de tierra al oeste de la ciudad que su padre le había donado antes de morir. Sólo había desbrozado un cuarto de acre, lo justo para que cupiese la caravana y un pequeño jardín. En la parte de atrás había un viejo columpio que había montado uno de los antiguos admiradores de Arlene para los críos, y dos bicicletas apoyadas contra la propia caravana.
La veía desde atrás porque me había salido de la carretera hasta el descuidado jardín de una casa aledaña que había sufrido un incendio hacía un par de meses debido a la deficiente instalación eléctrica. Desde entonces, el esqueleto de la casa había quedado desnudo, calcinado y abandonado, y sus antiguos propietarios habían encontrado otro lugar donde vivir. Pude aparcar detrás de la casa gracias a que el frío impedía que las malas hierbas creciesen demasiado.
Tomé un camino que bordeaba la línea de alto follaje y arboleda que separaba esta casa de la de Arlene. Atravesando la maleza más espesa, alcancé una buena posición desde la que se divisaba parte de la zona de aparcamiento que había frente a la caravana y todo el jardín trasero. Desde la carretera sólo era visible el coche de Arlene, en el jardín delantero.
Desde mi posición, vi que detrás de la caravana había una camioneta Ford Ranger negra aparcada, de unos diez años, y un Buick Skylark rojo de más o menos la misma época. La camioneta estaba cargada de piezas de madera, una de las cuales era tan larga que sobresalía notablemente del compartimento de carga.
Mientras observaba, una mujer a la que reconocí vagamente salió de la caravana y se dirigió hacia la pieza de madera. Se llamaba Helen Ellis, y había trabajado en el Merlotte's hacía cuatro años. A pesar de ser competente y tan bonita que atraía a los hombres como a las moscas, Sam se vio obligado a despedirla por llegar tarde reiteradamente. Helen se había puesto entonces como un volcán en erupción. Lisa y Coby la seguían de cerca. Arlene se quedó en el umbral de la puerta. Vestía un top con estampado de leopardo sobre pantalones elásticos marrones.
¡Los niños habían crecido mucho desde la última vez que los había visto! Parecían poco entusiasmados y algo tristes, sobre todo Coby. Helen esbozó una sonrisa de ánimo y se volvió hacia Arlene para decir:
– ¡Avísame cuando todo haya terminado! -Hizo una pausa para expresar algo que no quería que los críos comprendieran-. Piensa que ella no se va a llevar sino su merecido.
No veía más que el perfil de Helen, pero su alegre sonrisa me revolvió el estómago. Tragué con fuerza.
– Vale, Helen. Te llamaré cuando puedas traerlos de vuelta -dijo Arlene. Había un hombre tras ella. Estaba demasiado dentro de la caravana como para identificarlo con seguridad, pero pensé que era el hombre al que había golpeado en la cabeza con mi bandeja haría un par de meses, el que se había portado tan mal con Pam y Amelia. Era uno de los nuevos amiguitos de Arlene.
Helen y los niños desaparecieron en el Skylark.
Arlene cerró la puerta trasera para mantener a raya el frío. Cerré los ojos y la ubiqué en el interior de la caravana. Descubrí que la acompañaban dos hombres. ¿Qué tramaban? Estaba un poco lejos, pero traté de afinar mis sentidos.
Estaban pensando en hacerme cosas horribles.
Me agaché bajo una mimosa desnuda, sintiéndome más triste y ofuscada que nunca. Vale, ya sabía que Arlene no era muy buena persona, ni siquiera fiel. Vale, ya le había oído predicar acerca de la erradicación de los seres sobrenaturales de la faz del mundo. Vale, me había dado cuenta de que me veía como uno de ellos. Pero jamás habría creído que todo vestigio de su afecto hacia mí se hubiera desvanecido por completo, y hubiera sido sustituido por la política de odio de la Hermandad.
Me saqué el móvil del bolsillo. Llamé a Andy Bellefleur.
– Bellefleur -contestó hoscamente.
No éramos precisamente amigos, pero me alegré de oír su voz.
– Andy, soy Sookie -dije, tratando de no hablar demasiado alto-. Escucha, hay dos tipos con Arlene en su caravana y hay unas piezas muy largas de madera en su camioneta. No saben que lo sé. Planean hacer conmigo lo mismo que hicieron con Crystal.
– ¿Tienes algo que pueda llevar ante un tribunal? -preguntó con cautela. Andy siempre había creído oficiosamente en mi telepatía, lo que no significaba necesariamente que fuese un fan mío.
– No -admití-. Están esperando a que aparezca. -Me arrastré para acercarme un poco, cruzando los dedos para que no estuviesen mirando por las ventanas de atrás. En el compartimento de carga de la camioneta había también una caja de clavos extralargos. Tuve que cerrar los ojos mientras el horror atravesaba mi ser.
– Weiss y Lattesta están conmigo -dijo Andy-. ¿Estarías dispuesta a testificar si accedemos a echarte una mano?
– Claro -aseguré, dispuesta a todo. Sencillamente sabía que no me quedaba más remedio. Podía significar el fin de cualquier sospecha sobre Jason. Sería una recompensa, o al menos una retribución, por la muerte de Crystal y su bebé. Pondría a algunos de los fanáticos de la Hermandad entre rejas y quizá sirviera de lección para el resto-. ¿Dónde estáis? -pregunté, temblando de miedo.
– Ya estamos en el coche, de camino al motel. Estaremos allí dentro de siete minutos -dijo Andy.
– He aparcado detrás de la casa de los Freer -le informé-. Tengo que dejarte. Alguien sale de la caravana.
Whit Spradlin y su colega, cuyo nombre no recordaba, bajaron los peldaños y descargaron las tablas de madera de la camioneta. Las piezas ya tenían las dimensiones adecuadas. Whit se volvió a la caravana y dijo algo. Al poco tiempo, Arlene apareció por la puerta y descendió los peldaños con el bolso al hombro. Caminó hacia la cabina de la camioneta.
¡Maldita sea, iba a meterse y a marcharse, dejando el coche aparcado para aducir que no estaba allí! En ese instante, cualquier vestigio de ternura hacia ella que me quedara desapareció de un plumazo. Miré el reloj. Aún quedaban tres minutos para que llegase Andy.
Besó a Whit y saludó con la mano al otro hombre. Ambos se metieron en la caravana para esconderse. Según su plan, yo llegaría por delante, llamaría a la puerta y uno de ellos la abriría y me arrastraría al interior.
Fin de la partida.
Arlene abrió la cabina, llaves en mano.
Tenía que quedarse. Era el eslabón débil. Lo sabía a ciencia cierta: intelectual y emocionalmente, aparte de con el otro sentido.
Aquello prometía ser horrible. Acumulé fuerzas.
– Hola, Arlene -saludé, saliendo de mi escondite.
Dio un respingo.
– ¡Dios bendito, Sookie! ¿Qué estás haciendo en mi jardín trasero? -Hizo aspavientos para recuperar la compostura. Su mente era una maraña de ira, temor y culpabilidad. Y pesar. Juro que algo de eso también había.
– Estaba esperando para verte -dije. Ya no sabía qué hacer a partir de ahí, pero al menos le había hecho perder algo de tiempo. Quizá tuviera que retenerla físicamente. Los hombres del interior no se habían dado cuenta de mi repentina aparición, pero eso no duraría a menos que fuese extremadamente afortunada. Y últimamente no me sonreía la suerte, así que como para confiar en la suerte extrema.
Arlene se había quedado quieta, con las llaves en la mano. Resultaba muy fácil meterse en su cabeza, rebuscar en su interior y leer la horrible historia que tenía escrita.
– ¿Cómo es que te vas, Arlene? -pregunté con voz muy tranquila-. Deberías estar dentro, esperando a que llegase.
Lo vio todo claro y cerró los ojos. Culpable, culpable, culpable. Había intentado construir una burbuja mental para mantenerse a raya de las intenciones de los hombres, para mantenerlas lejos de su corazón.
– Te has pasado -dije. Noté que mi propia voz sonaba desapegada y neutra-. Nadie va a comprenderlo ni a perdonarlo. -Ante la certeza de que lo que decía era totalmente cierto, sus ojos se abrieron como platos.