Me vestí para ir a trabajar automáticamente. Me recogí el pelo hacia arriba en una coleta extra tirante, asegurándome de que cada mechón de pelo quedaba en su sitio. Mientras me calzaba, Amelia bajó corriendo las escaleras para decirme que había consultado sus libros de referencia.
– La mejor forma de acabar con un hada es con hierro. -Su rostro estaba iluminado por el triunfo. Odié ser una aguafiestas. Los limones eran incluso mejores, pero era complicado colarle un limón a un hada sin que ésta se diese cuenta.
– Sí, ya lo sabía -dije, intentando no sonar deprimida-. Te agradezco el esfuerzo, pero necesito poder liquidarlas. -Para poder echar a correr. No estaba segura de poder regar otra vez el camino de grava.
Por supuesto, matar al enemigo ganaba a la única alternativa que había: dejar que me alcanzara y que hiciera conmigo lo que quisiera.
Amelia estaba lista para su cita con Tray. Se había puesto tacones altos con sus vaqueros de diseño, algo inusual en ella.
– ¿Y esos tacones? -pregunté, y Amelia sonrió, mostrando sus perfectos dientes blancos.
– A Tray le gustan -dijo-. Con los vaqueros o sin ellos. ¡Deberías ver la lencería que llevo puesta!
– Creo que paso -me excusé.
– Si quieres que quedemos cuando salgas de trabajar, apuesto a que Drake seguirá por ahí. Va en serio con eso de conocerte. Y es mono, aunque puede que no de tu tipo.
– ¿Por qué? ¿Qué aspecto tiene ese Drake? -pregunté, medio en serio.
– Esa es la parte que pone los pelos de punta. Se parece horrores a tu hermano. -Amelia me miró, dubitativa-. Eso te ha descolocado, ¿eh?
Sentí que toda la sangre se me agolpaba en la cara. Ya me había puesto de pie para irme, pero me senté abruptamente.
– ¿Sookie? ¿Qué pasa? ¿Sookie? -Amelia revoloteaba a mi alrededor ansiosamente.
– Amelia -croé-, tienes que evitar a ese tío. Lo digo en serio. Tray y tú debéis alejaros de él. ¡Y, por el amor de Dios, nunca le respondas a ninguna pregunta sobre mí!
Por la culpabilidad de su expresión, supe que ya había respondido a unas cuantas. A pesar de ser una bruja lista, Amelia no siempre sabía cuándo la gente no era gente de verdad. Evidentemente, Tray tampoco la superaba, incluso a pesar de que el dulce olor de un hada mestiza debería haber alertado a un licántropo. Puede que Dermot tuviese la misma habilidad para enmascarar su olor que su padre, mi bisabuelo.
– ¿Quién es? -preguntó Amelia. Estaba asustada, lo cual era bueno.
– Es… -Traté de formular la mejor explicación-. Quiere matarme.
– ¿Tiene algo que ver con la muerte de Crystal?
– No creo -dije. Quise dar cancha a una posibilidad más racional, pero mi cerebro no daba para más.
– No lo entiendo -replicó Amelia-. ¡Llevamos meses, bueno no, semanas, llevando una vida de lo más normal y, de repente, me vienes con esto! -Levantó las manos.
– Puedes volver a Nueva Orleans si quieres -contesté con voz frágil. Amelia sabía que podía irse cuando quisiera, pero yo quería dejar claro que no la estaba inmiscuyendo en mis problemas a menos que ella quisiera participar. Por así decirlo.
– No -dijo con firmeza-. Me gusta este sitio, y de todos modos mi casa de Nueva Orleans no está lista aún.
Siempre decía lo mismo. No es que quisiese que se marchase, pero no veía la razón de retrasar su partida. Después de todo, su padre era un constructor inmobiliario.
– ¿No echas de menos Nueva Orleans?
– Claro que sí-respondió Amelia-. Pero me gusta estar aquí, y me gusta mi pequeña suite de arriba, me gusta Tray, me gustan mis pequeños trabajos y tirar para adelante. Y me gusta estar fuera del alcance de mi padre, qué digo, me encanta. -Me dio una palmada en el hombro-. Tú vete al trabajo y no te preocupes. Si no se me ha ocurrido nada para mañana, llamaré a Octavia. Ahora que sé lo que se trae este Drake, le daré largas. Y Tray también. Nadie da largas como Tray.
– Es muy peligroso, Amelia -dije. No podía enfatizarlo más.
– Sí, sí, ya lo he pillado -me tranquilizó-. Pero ya sabes que tampoco soy una monjita de la caridad, y Dawson puede enfrentarse al mejor de ellos.
Nos abrazamos y me permití sumergirme en su mente. Era cálida, ajetreada, curiosa y… vanguardista. Amelia Broadway no era de las que se afincan en el pasado. Me palmeó la espalda para indicarme que se separaba de mí y eso hicimos.
Pasé por el banco e hice una parada en el Wal-Mart. Después de buscar un poco, encontré dónde estaban las pistolas de agua. Me llevé dos de las de plástico transparente, una azul y la otra amarilla. Al pensar en el poder y la ferocidad de las hadas, y en el hecho de que hicieron falta todas mis fuerzas para abrir los paquetes y sacar las malditas pistolas, el método que había escogido para mi defensa me pareció de lo más ridículo. Iría armada con una pistola de agua de plástico y una paleta de jardinería.
Traté de despejar la mente de todas las preocupaciones que me acuciaban. No había mucho en lo que pensar… En realidad, sólo había cosas que temer. Puede que fuese el momento de hacerme con una de las hojas del libro de Amelia y mirar al frente. ¿Qué tenía que hacer esa noche? ¿Qué podía hacer para resolver alguna de las preocupaciones que se me agolpaban? Podía escuchar a la gente en el bar, en busca de alguna pista de la muerte de Crystal, tal como Jason me había pedido (lo habría hecho de todos modos, pero me parecía más importante que nunca rastrear a sus asesinos, ahora que el peligro parecía acechar de todas las direcciones). Me podía armar contra el ataque de un hada. Podía estar alerta contra más grupos de la Hermandad. Y también podía buscar otras formas de defenderme.
Después de todo, se suponía que estaba bajo la protección de la manada de licántropos de Shreveport debido a la ayuda que les había prestado. También estaba bajo la protección del nuevo régimen vampírico, después de salvar el culo de su líder. Felipe de Castro habría acabado hecho un montón de cenizas de no ser por mí, y, por cierto, Eric también. ¿No era el mejor momento del mundo para cobrarse esos privilegios?
Salí de mi coche en la parte trasera del Merlotte's. Miré al cielo, pero estaba nublado. Había pasado sólo una semana después de la luna nueva. Y estaba completamente oscuro. Saqué mi móvil del bolso. Encontré el número de Eric garabateado en el reverso de una de sus tarjetas de visita. Lo cogió al segundo tono.
– Sí -dijo, y por el tono de esa sola palabra supe que estaba acompañado.
Noté un ligero escalofrío por toda la columna al oír su voz.
– Eric -respondí, antes de empezar a desear haber concretado un poco mi solicitud de antemano-. El rey dijo que me debía una -proseguí, dándome cuenta de que era un poco directo al grano-. Estoy en auténtico peligro. Me preguntaba qué podría hacer al respecto.
– ¿Se trata de la amenaza que implica a tu vieja parentela? -Sí, definitivamente estaba con más gente.
– Sí. El, eh, enemigo ha tanteado a Amelia y a Tray para acercarse a mí. Parece que no sabe que lo reconocería, o quizá se le da muy bien fingir. Se supone que está en el bando contrario a los humanos, pero es medio humano. No comprendo su comportamiento.
– Ya veo -dijo Eric al cabo de una notable pausa-. Entonces necesitas protección.
– Sí.
– ¿Y la pides en calidad de…?
Si hubiera estado en compañía de sus propios secuaces, les habría dicho que se marcharan para que hablásemos sin tapujos. Como no lo había hecho, seguramente estaba con alguno de los vampiros de Nevada: Sandy Sechrest, Victor Madden o el propio Felipe de Castro, aunque esto era poco probable. Los negocios de Castro más lucrativos se encontraban en Nevada y requerían de su continuada presencia allí. Al fin me di cuenta de que Eric estaba intentando descubrir si se lo pedía como su amante y «esposa» o como alguien a quien le debía un gran favor.