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No gritó una sola vez.

Dejé el rifle de Jason en su porche y conduje hasta el trabajo. De alguna manera, tener guardaespaldas ya no parecía tan importante.

Capítulo 16

Mientras servía cervezas y daiquiris con vodka a los que hacían su parada de camino a casa después del trabajo, me paré para contemplarme a mí misma con asombro. Llevaba horas trabajando, sirviendo, sonriendo y yendo a toda prisa, y no había tocado fondo en ningún momento. Claro que, más de una vez, había tenido que pedir a la gente que repitiera el encargo. Pasé junto a Sam un par de veces y me contó algo que mi mente ni registró… Lo sé porque me paró para decírmelo. Pero conseguí llevar los platos y las bebidas a sus mesas correspondientes, y las propinas iban por buen camino, lo cual significaba que estaba siendo agradable y que no me había olvidado de nada importante.

«Lo estás haciendo bien», me dije. «Estoy muy orgullosa de ti. Acabarás enseguida. Podrás irte a casa dentro de quince minutos».

Me preguntaba cuántas chicas se habrían dicho lo mismo: la que mantenía la cabeza alta bailando mientras su novio se fijaba en otra; a la que habían pasado por encima para una promoción laboral, la que había tenido que escuchar un terrible diagnóstico y aun así mantenía la compostura. Seguro que los hombres también pasan por días parecidos.

Bueno, puede que no demasiada gente tuviese días exactamente como ése.

Naturalmente, le había estado dando vueltas a la insistencia de Mel de que no había sido responsable de la crucifixión de Crystal, auténtica causa de su muerte. Sus pensamientos tenían un regusto a verdad. Y, en realidad, no tenía sentido que mintiese en eso cuando ya había confesado tantas cosas y había encontrado la paz haciéndolo. ¿Por qué querría alguien robar el cuerpo moribundo de Crystal y toda la madera para hacer algo tan repugnante? Debió de ser alguien que la odiara visceralmente, o puede que más, a Mel o a Jason. Fue un acto inhumano, pero seguía creyendo en la afirmación de Mel de que él no lo había hecho.

Me alegré tanto de salir del trabajo que me puse al volante con el piloto automático. Casi a la altura del cruce con mi camino privado, recordé que le había dicho a Amelia horas antes que me encontraría con ella en casa de Tray.

Se me había olvidado por completo.

Se me podría perdonar, a juzgar por el día que había pasado…, si Amelia se encontraba bien. Pero cuando recordé el mal estado de Tray y su ingestión de sangre vampírica, sentí una sacudida de pánico.

Miré el reloj y vi que llevaba más de tres cuartos de hora de retraso. Di media vuelta y volví hacia la ciudad como alma que lleva el diablo. Trataba de convencerme de que no estaba asustada. No se me estaba dando muy bien.

No había muchos coches delante de la pequeña casa. Las ventanas estaban a oscuras. Podía ver la camioneta de Tray asomando de su aparcamiento, detrás de la casa. Seguí adelante y cogí un camino media milla más allá para llegar por detrás. Confundida y preocupada, aparqué junto al vehículo de Tray. Su casa y el taller adyacente estaban a las afueras de Bon Temps, pero no estaban aislados. La propiedad de Tray rondaría el medio acre; su pequeña casa y el amplio edificio de chapa donde ejercía su negocio de reparaciones estaban dispuestos de forma muy similar al de Brock y Chessie Johnson, que tenían una tienda de tapicerías. Obviamente, Brock y Chessie se habían metido en casa para pasar la noche. Las luces del salón estaban encendidas. Mientras observaba, vi que Chessie se asomaba para echar las cortinas, cosa que mucha de la gente que suele vivir por esta zona no se molesta en hacer.

La noche era oscura y tranquila; sólo se oía el perro de los Johnson ladrando. Hacía demasiado frío para que los insectos lanzaran al aire el concierto de sonidos que daba vida a las noches.

Se me ocurrieron varias posibilidades para explicar la inactividad en la casa.

Primera: la sangre de vampiro aún afectaba a Tray, y había matado a Amelia. Ahora él se encontraba en su casa, a oscuras, buscando maneras de quitarse la vida. O quizá me estuviese esperando a mí para poder matarme también.

Segunda: Tray se había recuperado de la sangre de vampiro, y cuando Amelia apareció en su puerta, decidieron invertir su tarde libre como si de una luna de miel se tratase. No les alegraría nada que los interrumpiera.

Tercera: Amelia había venido, no había encontrado a nadie en esta casa, y ahora estaba de vuelta en la nuestra, haciendo la cena para las dos, porque esperaba que yo apareciese en cualquier momento. Al menos esa explicación encajaba con la ausencia de su coche.

Intenté dar con hipótesis incluso mejores, pero no fui capaz. Saqué el teléfono y llamé a casa. Oí mi propia voz en el contestador. Lo intenté de nuevo con el número de Amelia.

Saltó el contestador al tercer tono. Se me agotaban las opciones agradables. Convencida de que una llamada al teléfono sería menos intrusiva que llamar a la puerta, lo intenté con el número de Tray. Oí el tenue ruido del teléfono en el interior de la casa… pero nadie lo cogía.

Llamé a Bill. No me lo pensé ni por un segundo. Sencillamente lo hice.

– Bill Compton -contestó la voz fría y familiar.

– Bill -dije, y no pude acabar.

– ¿Dónde estás?

– Junto a mi coche, delante de la casa de Tray Dawson.

– El licántropo del taller de motos.

– Sí.

– Voy para allá.

Llegó en menos de diez minutos. Aparcó detrás de mi coche. Se bajó y se metió en el mío; no había querido conducir hasta la grava que rodeaba la casa.

– Soy débil -dije-. No debería haberte llamado. Pero juro por Dios que no sabía qué otra cosa hacer.

– No has llamado a Eric. -Era una simple observación.

– Habría tardado demasiado -dije. Le expliqué lo que había hecho-. No puedo creer que me olvidara de Amelia -continué, afligida por mi egoísmo.

– Creo que olvidarse de algo después de un día como el tuyo es del todo permisible, Sookie -dijo Bill.

– No -dije-. Es sólo que… No sería capaz de entrar ahí y encontrármelos muertos. No puedo. Ya no me queda valor.

Se acercó y me dio un beso en la mejilla.

– ¿Y qué supone un muerto más para mí? -se preguntó. Salió del coche y se movió silenciosamente bajo la tenue luz, oteando las ventanas. Llegó a la puerta y escuchó con atención. No oyó nada. Lo sabía porque abrió la puerta y se metió en la casa.

En cuanto desapareció de mi vista empezó a sonar mi móvil. Di tal respingo que casi me golpeé la cabeza con el techo. Se me cayó y tuve que buscarlo a tientas.

– ¿Sí? -dije, llena de miedo.

– Eh, ¿has llamado? Estaba en la ducha -habló Amelia, y me derrumbé sobre el volante, «Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios»-. ¿Estás bien? -preguntó Amelia.

– Sí-dije-. Estoy bien. ¿Dónde está Tray? ¿Está contigo?

– No. Fui a su casa, pero no estaba. Te estuve esperando un rato, pero no apareciste. Supuse que se habría ido al médico y que algo te debió retener a ti en el trabajo. Volví a la agencia y hace apenas media hora que he regresado a casa. ¿Qué pasa?

– Estaré allí enseguida -dije-. Bloquea las puertas y no dejes que nadie entre.

– Las puertas están bien cerradas y no hay nadie -dijo ella.

– No me dejes pasar a mí tampoco, a menos que te dé la contraseña.

– Claro, Sookie -dijo, y estaba segura de que pensaba que estaba exagerando-. ¿Y cuál es la contraseña?

– Pantalones de hada -respondí, pero no preguntéis cómo se me ocurrió. Simplemente me parecía muy poco probable que nadie fuese a decir lo mismo.

– De acuerdo -dijo Amelia-. Pantalones de hada.

Bill regresó al coche.

– Tengo que dejarte -dije, y colgué. Cuando abrió la puerta, la luz interior mostró su cara. Su expresión era funesta.

– No está dentro -me informó inmediatamente-. Pero ha habido una pelea.