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– ¿Sangre?

– Sí.

– ¿Mucha?

– Puede que siga vivo. Por el olor, no creo que sea suya.

Mis hombros se desplomaron.

– No sé qué hacer -confesé, y casi me sentí aliviada por decirlo en voz alta-. No sé dónde buscarlo o cómo ayudarlo. Se supone que es mi guardaespaldas. Pero anoche salió al bosque y se encontró con una mujer que dijo ser tu nueva novia. Le dio algo de beber. Era sangre de vampiro, y le puso enfermo. -Miré a Bill-. Puede que la sacara de Bubba. No le he visto y no he podido preguntárselo. Estoy preocupada por él. -Sabía que Bill era capaz de verme a mí mucho mejor que yo a él. Abrí las manos para manifestar la duda. ¿Conocía a esa mujer?

Bill me devolvió la mirada. Su boca se curvó en una sonrisa amarga.

– No salgo con nadie -dijo.

Decidí ignorar completamente el sesgo emocional. Esa noche me faltaba tiempo y energías para ello. Tenía razón al descartar la identidad de la misteriosa mujer.

– Entonces es alguien capaz de fingir que es una colmillera, alguien capaz de burlar el sentido común de Tray y de hechizarlo para que bebiese la sangre.

– Bubba no tiene ningún sentido común -dijo Bill-. Aunque alguna magia de las hadas no funciona con los vampiros, no creo que le costase hechizarlo.

– ¿Lo has visto esta noche?

– Se pasó por mi casa para reponer la sangre de su nevera, pero parecía débil y desorientado. Mejoró un poco tras beberse dos botellas de TrueBlood. La última vez que lo vi, atravesaba el cementerio de camino a tu casa.

– Creo que será mejor que vayamos allí.

– Te seguiré. -Bill se montó en su coche y arrancamos para recorrer la corta distancia que nos separaba de mi casa. Pero Bill tuvo que pararse en el semáforo del cruce de la autopista con Hummingbird Road, y le gané una delantera de varios segundos. Giré para rodear la casa hasta la parte de atrás, que estaba bien iluminada. Amelia nunca se había preocupado demasiado por la factura de la luz. A veces me daban ganas de llorar cuando la perseguía por la casa apagando las luces que ella se iba dejando encendidas.

Salí de mi coche y corrí hasta los peldaños del porche trasero, dispuesta a decir «pantalones de hada», cuando Amelia se acercase a la puerta. Bill no tardaría en llegar y juntos podríamos idear un plan para encontrar a Tray. Cuando llegase, buscaría a Bubba. Yo no podía aventurarme en el bosque. Me sentía orgullosa de ser capaz de contenerme y no lanzarme entre los árboles en busca del vampiro.

Tenía la cabeza tan ocupada con todo aquello que no me acordé del peligro más obvio.

No tengo excusa para mi falta de atención hacia los detalles.

Una mujer siempre tiene que estar alerta, y una mujer que ha pasado por mis experiencias tiene que ver que hay motivos para alarmarse cuando aparecen luces en su radar. La luz de seguridad seguía encendida en la casa y el jardín trasero parecía normal, es verdad. Incluso había visto a Amelia a través de la ventana de la cocina. Subí los peldaños con el bolso al hombro, la paleta y las pistolas de agua dentro, llaves en mano.

Pero siempre puede haber cualquier cosa acechando desde las sombras, y basta una milésima de segundo de distracción para activar una trampa.

Oí unas palabras en un idioma que desconocía, y por un momento pensé: «Está farfullando», pero no alcancé a imaginar qué podría estar farfullando un hombre a mis espaldas cuando yo estaba a punto de poner el pie en el primer peldaño del porche.

Y entonces, todo se volvió confuso.

Capítulo 17

Creí que estaba en una cueva. Parecía una cueva: fría, húmeda. Y el ruido era curioso.

Mis pensamientos estaban lastrados por la torpeza. Aun así, la sensación de que algo no iba bien ascendió hasta la superficie de mi consciencia impulsada por una especie de desalentadora certeza. No estaba donde debía estar, y no debería estar dondequiera que estuviese. En ese momento, eran los únicos pensamientos claros y separados que me vinieron a la mente.

Alguien me había golpeado en la cabeza.

Pensé en ello. La cabeza no me dolía exactamente; la notaba densa, como si hubiese estado acatarrada y me hubiese tomado un potente descongestionante. Así pues, deduje (a la velocidad de una tortuga), que había sido reducida mágicamente, más que físicamente. Pero el resultado venía a ser el mismo. Me sentía fatal y tenía miedo de abrir los ojos. Al mismo tiempo, tenía muchas ganas de saber quién compartía el espacio conmigo. Auné fuerzas y me obligué a separar los párpados. Vi ante mí un maravilloso rostro investido de indiferencia, y después los párpados se me volvieron a cerrar. Parecían obrar con plena independencia.

– Está volviendo en sí -avisó alguien.

– Bien; al fin nos divertiremos un poco -dijo otra voz.

Aquello no sonaba prometedor en absoluto. No creía que la diversión a la que se referían fuese algo que pudiera compartir con ellos.

Supuse que alguien me rescataría en cualquier momento, y así se resolvería todo.

Pero la caballería no irrumpió en escena. Suspiré y volví a forzarme a abrir los ojos. En esta ocasión los párpados se mantuvieron separados y, a la luz de una antorcha (una verdadera antorcha de madera) escruté a mis captores. Uno era un hada. Era tan adorable como el hermano de Claudine e igual de encantador; lo que equivalía a decir que tenía el encanto de una suela de zapato. Tenía una melena negra, como Claude, unos bonitos rasgos y un cuerpo resplandeciente, como el de Claude. Pero su rostro parecía incapaz de siquiera simular interés en mí. Claude al menos podía fingirlo cuando las circunstancias lo requerían.

Miré a mi segunda secuestradora. Ella apenas resultaba más prometedora. También era un hada, y por lo tanto preciosa, pero no parecía más alegre o divertida que su compañero. Además, lucía una prenda de una pieza, o algo muy parecido, que le daba un aspecto estupendo, lo cual, de por sí, hizo que la odiara.

– Tenemos a la mujer correcta -dijo Número Dos-. La zorra amante de los vampiros. Creo que la que tenía el pelo corto era un poco más atractiva.

– Como si una humana pudiera ser digna de amor -replicó Número Uno.

No bastaba con ser raptada; tenían que insultarme también. Aunque sus palabras eran lo último que debía preocuparme, se me encendió en el pecho una pequeña chispa de ira.

«Tú sigue así, gilipollas», pensé. «Espera a que mi bisabuelo te eche el guante».

Esperaba que no hubiesen hecho daño a Amelia o a Bubba.

Esperaba que Bill estuviese bien.

Esperaba que hubiese llamado a Eric y a mi bisabuelo.

Era mucho esperar. Y, ya puestos con las esperanzas, esperaba que Eric hubiese captado mi angustia y mi miedo. ¿Podría rastrear mis emociones? Eso sería maravilloso, porque estaba a rebosar de ellas. Era la peor situación en la que nunca me había encontrado. Años atrás, cuando Bill y yo intercambiamos sangre, me dijo que podría encontrarme. Ojalá fuese verdad, y que esa habilidad no se hubiese perdido con el tiempo. Estaba dispuesta a que me salvase cualquiera. Pronto.

El secuestrador Número Uno deslizó sus manos bajo mis axilas y tiró de mí para dejarme sentada. Por primera vez me di cuenta de que tenía las manos entumecidas. Bajé la mirada para ver que además me las habían atado con una tira de cuero. Estaba apoyada contra la pared, y pude comprobar que no me encontraba realmente en una cueva. Estábamos en una casa abandonada. Había un agujero en el tejado, a través del cual podía ver las estrellas. El olor a moho era fuerte, casi sofocante, y solapaba el hedor de la madera y el papel en proceso de descomposición. En la habitación no había nada más que mi bolso, que habían tirado a un rincón, y una vieja fotografía enmarcada, colgada malamente de la pared que estaba detrás de las hadas. Había sido tomada en el exterior, probablemente en la década de los años veinte, y representaba a una familia negra engalanada para la aventura que constituía hacerse un retrato. Parecían granjeros. Al menos seguía en mi mundo, pensé, aunque probablemente no por mucho tiempo.