– No te preocupes -contestó Claudine-. Mira, ya casi estamos.
Cuando completamos la misión me volvió a coger y me devolvió a la cama.
– ¿Qué te ha pasado? -le pregunté. La doctora Ludwig se había ido sin decir palabra.
– Me tendieron una emboscada -respondió con su voz más dulce-. Unos estúpidos duendes y un hada. Se llamaba Lee.
– ¿Eran del grupo de Breandan?
Asintió y retomó la labor de punto. Estaba confeccionando un pequeño jersey. Me pregunté si sería para un elfo.
– Así es -dijo-. Pero ya no son más que un amasijo de huesos y carne. -Parecía bastante satisfecha a ese respecto.
A este paso, Claudine nunca se convertiría en un ángel. No sabía muy bien cómo funcionaba la progresión, pero reducir a otros seres a la suma de sus partes elementales no era precisamente el mejor camino.
– Bien -afirmé-. Cuantos más seguidores de Breandan muerdan el polvo, mejor. ¿Has visto a Bill?
– No -dijo Claudine, demostrando su escaso interés.
– ¿Dónde está Claude? -pregunté-. ¿Está a salvo?
– Está con el abuelo -explicó ella, y por primera vez parecía preocupada-. Están intentando encontrar a Breandan. El abuelo piensa que si elimina la cabeza, a sus seguidores no les quedará más remedio que dejar la guerra y jurarle lealtad.
– Oh -dije-. Y tú no has ido porque…
– Estoy cuidando de ti -dijo llanamente-. Y no creas que he escogido la alternativa menos peligrosa; apuesto a que Breandan está buscando este sitio. Debe de estar muy enfadado. Ha tenido que entrar en el mundo humano, que tanto odia, ahora que sus mascotas asesinas han muerto. Adoraba a Neave y a Lochlan. Llevaban siglos con él y eran amantes suyos.
– Agh -dije de corazón, o puede que desde las entrañas-. Oh, qué asco. -Ni siquiera era capaz de imaginar qué tipo de «amor» serían capaces de hacer. Lo que yo había visto no se le parecía en nada-. Y nunca te acusaría de optar por el camino menos peligroso -añadí, después de recuperarme de la náusea-. Todo el mundo es peligroso. -Claudine me dedicó una mirada llena de intención-. ¿Qué tipo de nombre es Breandan? -pregunté después de observar un rato a Claudine mientras hacía punto a gran velocidad y con mucho garbo. No estaba muy segura de cómo acabaría siendo el rizado jersey verde, pero el efecto no era malo.
– Irlandés -dijo-. Todos los antiguos de esta parte del mundo son irlandeses. Claude y yo teníamos nombres irlandeses también. Me parecía una estupidez. ¿Por qué no escoger por nosotros mismos? Nadie es capaz de deletrearlos o pronunciarlos correctamente. Mi antiguo nombre suena a gato escupiendo una bola de pelo.
Permanecimos en silencio durante unos minutos.
– ¿Para quién es el jersey? ¿Es que vas a tener un crío? -pregunté con mi nueva voz ronca y baja. Intentaba que sonase a broma, pero no conseguí pasar de escalofriante.
– Sí -contestó, alzando la cabeza para mirarme. Le brillaba la mirada-. Voy a tener un bebé, un hada pura.
Estaba desconcertada, pero intenté disimularlo con la mayor sonrisa de la que mi cara era capaz.
– ¡Eso es genial! -dije. Me preguntaba si sería una grosería preguntar sobre la identidad del padre. Probablemente sí.
– Sí -dijo seriamente-. Es maravilloso. No somos una raza muy fértil, y la enorme cantidad de hierro que hay en el mundo ha reducido nuestra natalidad drásticamente. Cada siglo que pasa somos menos. Soy muy afortunada. Es una de las razones por las que nunca me acuesto con humanos, aunque a veces me encantaría; algunos son deliciosos. Pero no me gustaría desperdiciar un ciclo fértil con un humano.
Siempre había creído que era su anhelado ascenso al estado angelical lo que le impedía acostarse con sus numerosos admiradores.
– Entonces, el padre es un hada-señalé, tanteando con sigilo el tema de la identidad paterna-. ¿Hace mucho que sales con él?
Claudine se rió.
– Sabía que era mi momento de fertilidad. Sabía que era un hombre fértil; no estábamos demasiado emparentados. Nos encontramos deseables el uno al otro.
– ¿Te ayudará a criar al bebé?
– Oh, sí, estará ahí para cuidarlo durante sus primeros años.
– ¿Podré conocerle? -pregunté. De un modo extrañamente remoto, estaba encantada con la felicidad de Claudine.
– Por supuesto… Si ganamos esta guerra y el tránsito entre ambos mundos sigue siendo posible. Casi siempre está en el mundo feérico -explicó Claudine-. No le va demasiado la compañía humana. -Lo dijo como si hablase de alguien que es alérgico a los gatos-. Si Breandan se sale con la suya, el mundo feérico quedará sellado, y todo lo que hayamos construido en este mundo habrá desaparecido. Las cosas maravillosas que han inventado los humanos y que nosotros podemos usar, el dinero que hemos invertido para financiar esos inventos…, todo desaparecerá. Sería pernicioso hasta para los humanos. Invierten tanta energía y tanta deliciosa emoción. Son sencillamente… divertidos.
El nuevo tema de conversación me distraía mucho, pero me dolía la garganta, y, al no poder responder, Claudine perdió interés en la conversación. A pesar de volver a su tarea con las agujas, me preocupó percatarme de que, al cabo de los minutos, cada vez se mostró más inquieta y alerta. Se oían ruidos en el pasillo, como si la gente se moviese por el edificio con mucha prisa. Claudine se levantó y se asomó por la estrecha puerta. A la tercera vez que lo hizo, la cerró y echó el pestillo. Le pregunté qué pasaba.
– Problemas -dijo-. Y Eric.
«Nunca cambiará», pensé.
– ¿Hay más pacientes aquí? ¿Es esto como un hospital?
– Sí-respondió-. Pero Ludwig y sus asistentes están evacuando a los pacientes que pueden caminar.
Estaba todo lo asustada que las circunstancias permitían, pero mis agotadas emociones empezaron a reavivarse a medida que me contagiaba de su preocupación.
Al cabo de media hora, alzó la cabeza y estuve segura de que escuchaba atentamente.
– Eric está de camino -avisó-. Tendré que dejarte con él. No puedo cubrir mi olor como el abuelo. -Se levantó y abrió la puerta.
Eric apareció sin hacer un ruido; un instante estaba mirando a la puerta y al siguiente él ocupaba el espacio. Claudine recogió sus cosas y se marchó, manteniéndose tan alejada de Eric como se lo permitía la estancia. Las fosas nasales del vampiro se dilataron ante el delicioso aroma del hada. Claudine desapareció y Eric se acercó a la cama, mirándome fijamente. No me sentía especialmente contenta, así que deduje que hasta el vínculo estaba bajo mínimos, al menos por el momento. La cara me dolía tanto cada vez que cambiaba de expresión que no hacía falta que nadie me dijera que estaba cubierta de moratones y cortes. La visión de mi ojo izquierdo estaba horriblemente borrosa. No necesitaba un espejo para saber el aspecto tremendo que presentaba. En ese momento, me daba todo igual.
Eric empleó todas sus fuerzas para no manifestar la ira que lo corroía, pero no se le dio muy bien.
– Putas hadas -dijo, y su labio se torció en un gruñido.
Creo que era la primera vez que le oía jurar.
– Están muertos -susurré, procurando emplear el menor número de palabras.
– Sí. No merecían una muerte tan rápida.
Asentí (cuanto pude) para mostrar mi total acuerdo. De hecho, merecería la pena devolverles a la vida para volver a matarlos lentamente.
– Te voy a mirar esas heridas -dijo Eric. No quería sobresaltarme.
– Vale -respondí, a pesar de saber que el panorama sería bastante lamentable. Lo poco que llegué a ver al levantarme el camisón cuando fui al baño me pareció tan horrible que no quise examinarme más a fondo.
Con una pulcritud clínica, Eric dobló poco a poco las sábanas. Llevaba puesto el típico camisón de hospital (una podía imaginarse que en un hospital para seres sobrenaturales habría algo más exótico), que, por supuesto, me llegaba justo por encima de las rodillas. Tenía las piernas llenas de marcas de mordeduras, marcas profundas. Incluso había puntos donde faltaba la carne. Al verme las piernas, recordé la «Semana de los tiburones», en el Discovery Channel.