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Bill se tambaleaba sobre los pies, pero ninguno de ellos mostró más que aprobación por ello. No podía oír tan bien como ellos, pero la tensión en la habitación se hizo casi insoportable a medida que nuestros enemigos se acercaban.

Mientras contemplaba a Bill, aguardando con aparente calma a que la muerte irrumpiera para llevárselo, un destello me recordó lo que había sido para mí: el primer vampiro al que conocí, el primer hombre con el que me había acostado, el primer pretendiente al que había amado. Todo lo que vino después había empañado esos recuerdos, pero por un instante volví a verlo con claridad, y volví a quererlo.

Entonces la puerta se quebró, haciéndose añicos, y vi el brillo de la hoja de un hacha acompañado de muchos gritos de arenga que desde el otro lado se dirigían a quien ostentaba el arma.

Decidí levantarme igualmente. Prefería morir de pie que en la cama. Al menos me quedaba valor para eso. Quizá por haber ingerido la sangre de Eric, sentía el ardor de su corazón antes de la batalla. Nada estimulaba a Eric más que la perspectiva de un buen combate. Pugné por ponerme de pie. Descubrí que podía caminar, al menos un poco. Había unas muletas de madera apoyadas en la pared. No recordaba que existiesen muletas de madera, pero nada en ese hospital era típicamente humano.

Cogí una muleta por la parte inferior y la sopesé para comprobar si podía levantarla. La respuesta más obvia era: «Probablemente no». Había muchas posibilidades de que me cayera al hacerlo, pero una actitud activa era mucho mejor que una pasiva. Mientras tanto, contaría con las armas que había sacado del bolso, y la muleta al menos me mantendría de pie.

Todo ocurrió más deprisa de lo que puedo expresar con palabras. A medida que iban despedazando la puerta, las hadas iban arrancando los trozos de madera. Al final, el hueco fue lo suficientemente amplio como para permitir que cupiera una, un hombre alto y delgado de pelo muy liviano, cuyos ojos verdes brillaban ante el frenesí del inminente combate. Intentó asestar un espadazo a Eric, pero éste lo paró y le hizo al otro un tajo en el abdomen. El hada se estremeció y se dobló sobre sí mismo, permitiendo que Clancy lo decapitara con su filo.

Apreté la espalda contra la pared y trabé la muleta bajo el brazo. Agarré mis armas, una en cada mano. Bill y yo estábamos codo con codo, pero, poco a poco, avanzó y se puso delante de mí deliberadamente. Lanzó su cuchillo contra el siguiente hada que intentó atravesar la puerta y logró clavárselo en el cuello. Bill extendió la mano hacia atrás y se hizo con la paleta de mi abuela.

La puerta casi había desaparecido, pero los asaltantes parecían retroceder. Otro hada se abrió paso entre las astillas, sorteando el cuerpo del primero que intentó entrar, y algo me dijo que debía de ser Breandan. Su melena roja estaba recogida en una trenza, y su espada lanzó un chorro de sangre cuando la levantó para asestar un golpe sobre Eric.

Eric era más alto, pero la espada de Breandan era más larga. El hada ya estaba herido, pues tenía la camiseta manchada de sangre en un costado. Vi algo brillante, puede que una aguja de punto, sobresaliendo del hombro de Breandan, y tuve la certeza de que la sangre de su espada pertenecía a Claudine. La rabia se abrió paso por mi ser y de ella me serví para mantenerme arriba cuando todo me invitaba a caer.

Breandan saltó hacia un lado a pesar de los intentos de Eric de mantenerlo a raya. En ese momento, una guerrera muy alta saltó por la puerta para ocupar el lugar que acababa de abandonar Breandan. Blandía una maza (una maza, por el amor de Dios), que estaba dispuesta a descargar sobre Eric. El vampiro la esquivó, y el arma siguió su trayectoria para golpear a Clancy en un lateral de la cabeza. Al instante, su pelo rojo se hizo más rojo aún, y cayó al suelo como un saco de arena. Breandan saltó sobre Clancy para enfrentarse a Bill al tiempo que su espada cercenaba la cabeza de Clancy. La sonrisa de Breandan resplandeció.

– Eres tú -dijo-. El que mató a Neave.

– Le arranqué la garganta -amenazó Bill con una voz que se me antojó más poderosa que nunca. Pero seguía tambaleándose.

– Veo que ella también te ha matado -dijo Breandan, relajando su guardia una fracción-. Sólo me queda hacer que te des cuenta.

Tras él, olvidado en el rincón de la cama, Tray Dawson realizó un esfuerzo sobrehumano y apresó la camiseta del hada. Con un gesto descuidado, Breandan se giró un poco y atravesó el cuerpo del indefenso licántropo con la espada. Al sacarla de nuevo, volvía a estar teñida de un vivo rojo. Pero en el segundo que le llevó hacer eso, Bill le clavó la paleta de hierro bajo el brazo alzado. Cuando se volvió, su expresión era de absoluto desconcierto. Miró la empuñadura, preguntándose cómo era posible que hubiese acabado allí, y entonces la sangre empezó a manar de la comisura de sus labios.

Bill empezó a dejarse caer.

Todo se quedó en silencio durante un instante, pero sólo en mi mente. El espacio que tenía delante estaba despejado, y la mujer abandonó la lucha con Eric para saltar sobre el cuerpo de su príncipe. Lanzó un grito, largo y agudo, y como Bill ya no era una amenaza, dirigió su golpe hacia mí.

Le rocié con el zumo de limón de mi pistola de agua.

Ella volvió a gritar, pero esta vez de dolor. El zumo la había rociado en aspersión sobre el pecho y la parte superior de los brazos. La piel empezó a humear donde el limón había caído. Una gota debió de caerle en el párpado, ya que se echó la mano libre al ojo para frotarse la sensación de quemazón. Mientras hacía eso, Eric levantó su largo filo y le cercenó el brazo, para luego atravesarle el cuerpo.

Al instante siguiente, Niall ocupó la puerta, y los ojos me dolieron al verle. No llevaba el traje negro que acostumbraba a vestir cuando venía a visitarme al mundo humano, sino una especie de túnica larga y pantalones holgados remetidos en unas botas. Iba todo de blanco, y brillaba… con la salvedad de que estaba cubierto de sangre.

Se produjo un largo silencio. Ya no quedaba nadie más a quien matar.

Me dejé caer sobre el suelo, con las piernas tan endebles como gelatina. Estaba apoyada contra la pared, junto a Bill. No sabía si estaba vivo o muerto. Estaba demasiado conmocionada para llorar y demasiado horrorizada para gritar. Algunos de mis cortes se habían vuelto a abrir, y el olor de la sangre, mezclada con el de las hadas, llegó hasta Eric, que estaba aún enfervorecido por el combate. Antes de que Niall llegase hasta mi lado, Eric se había arrodillado junto a mí, lamiendo la sangre que manaba de un corte en mi mejilla. No me importaba; él me había dado la suya. Necesitaba recuperarse.

– Aléjate de ella, vampiro -dijo mi bisabuelo con una voz muy tranquila.

Eric alzó la cabeza, con los ojos cerrados de placer y se estremeció. Pero entonces se cayó a mi lado. Miró el cuerpo de Clancy. Todo el fervor de su cuerpo se evaporó en un segundo, y una lágrima roja se abrió paso por su mejilla.

– ¿Está Bill vivo? -pregunté.

– No lo sé -respondió. Se miró el brazo. También estaba herido: un feo tajo en el antebrazo izquierdo. Ni siquiera había visto cómo ocurrió. Vi que la herida empezaba a curarse a través de la manga raída.

Mi bisabuelo se acuclilló delante de mí.

– Niall -pronuncié con tremendo esfuerzo-. Niall, creí que no llegarías a tiempo.

Lo cierto es que estaba tan conmocionada que no sabía muy bien lo que estaba diciendo, ni a qué crisis me refería.

Por primera vez, seguir viva me pareció tan difícil que dudé si merecía la pena.

Mi bisabuelo me tomó en sus brazos.

– Ya estás a salvo -dijo-. Soy el único príncipe que queda. Nadie me podrá quitar eso. Casi todos mis enemigos están muertos.

– Mira alrededor -repliqué, apoyando la cabeza en su hombro-. Niall, mira todo lo que se ha perdido.

La sangre de Tray Dawson goteaba perezosa sobre la sábana hasta el suelo. Bill estaba hecho un ovillo junto a mi muslo derecho. Mi bisabuelo empezó a acariciarme el pelo mientras me abrazaba. Miré por encima de su brazo a Bill. Había vivido tantos años, sobrevivido a tantas adversidades. No había pestañeado al escoger morir por mí. Ninguna mujer, humana, hada, vampira o licántropo, podía quedar impasible ante ese hecho. Pensé en las noches que pasamos juntos, los ratos que pasamos hablando tumbados en la cama, y lloré, a pesar de sentirme demasiado cansada para siquiera producir lágrimas.