– Lo siento -lamenté, lo que valía para un montón de cosas.
– Ojalá estuvieses aquí-me confesó Sam, cogiéndome por sorpresa.
– Me gustaría poder ayudarte más -dije-. Si se te ocurre cualquier cosa que pueda hacer, no dudes en llamarme a cualquier hora.
– Mantienes el negocio en marcha. Eso es más que suficiente -dijo-. Será mejor que duerma un poco.
– Vale, Sam. Hablamos mañana, ¿de acuerdo?
– Claro -contestó. Parecía tan agotado y triste que costaba un mundo no llorar.
Después de esa conversación me alegré de haber dejado de lado mis sentimientos personales y haber llamado a Tanya. Había sido lo correcto. El que hubieran disparado a la madre de Sam por lo que era…, bueno, sólo cambiaba la perspectiva de mi desprecio hacia Tanya Grissom.
Esa noche caí redonda sobre la cama, y creo que ni siquiera me moví una sola vez.
Estaba segura de que la tibia luz que había generado la llamada de Sam me acompañaría hasta el día siguiente, pero la mañana empezó con mal pie.
Sam siempre encargaba las provisiones y estaba al tanto del inventario. Obviamente, se había olvidado de que estaba esperando la entrega de unas cajas de cerveza. Recibí una llamada de Duff, el conductor del camión, y tuve que saltar de la cama e ir al Merlotte's a la carrera. De camino a la puerta, atisbé la luz intermitente del contestador automático, que no había comprobado la noche anterior por lo agotada que me encontraba. Pero ahora no tenía tiempo para revisar mensajes atrasados. Sólo pensaba en el alivio de que Duff me hubiese llamado a mí al ver que Sam no respondía.
Entré por la puerta trasera del Merlotte's y Duff metió las cajas con la carretilla y las depositó donde se supone que deben estar. No sin algunos nervios, firmé por Sam. Una vez acabado, cuando el camión había salido de la zona de aparcamiento, apareció Sarah Jen, la cartera, con el correo personal de Sam y el del bar. Acepté los dos. Sarah Jen venía con ganas de charlar. Ya había oído que la madre de Sam estaba en el hospital, pero no me sentí en la necesidad de detallarle las circunstancias. Era asunto de Sam. También quiso decirme que no le había sorprendido nada que Sam fuese un cambiante, ya que siempre había pensado que había algo extraño en él.
– Es un tipo majo -admitió Sarah Jen-, no digo que no. Pero… es algo extraño. No me sorprendió, la verdad.
– ¿En serio? Él siempre habla maravillas de ti -dije con tremenda dulzura, bajando la mirada para zanjar el tema. Noté como el regocijo flotaba por su mente con la misma claridad que si me hubiese mostrado una foto.
– Siempre ha sido muy amable -aseguró, viendo a Sam de repente con la perspectiva de una mujer más perceptiva-. Bueno, tengo que irme. He de terminar la ruta. Si hablas con él, dile que rezo por su madre.
Tras dejar el correo sobre el escritorio de Sam, Amelia llamó desde la agencia de seguros para decirme que Octavia la había telefoneado para preguntar si alguna de las dos podía acercarla al supermercado. Octavia, que lo había perdido casi todo durante el Katrina, estaba atrapada en casa sin coche.
– Tendrás que llevarla durante tu hora del almuerzo -dije, apenas capaz de contener mi rudeza hacia Amelia-. Tengo el día completo. Y hay más problemas de camino -añadí, mientras un coche aparcaba junto al mío en la zona de aparcamiento-. Es el recadero diurno de Eric, Bobby Burnham.
– Oh, quise decírtelo. Octavia me contó que Eric intentó localizarte en casa dos veces. Así que le dijo a Bobby dónde estarías esta mañana -me informó Amelia-. Pensó que quizá sería importante. Qué suerte la tuya. Vale, yo me encargo de Octavia. A ver cómo.
– Bien -contesté, tratando de no sonar tan brusca como me sentía-. Hasta luego.
Bobby Burnham salió de su Impala y caminó hacia mí. Su jefe, Eric, estaba vinculado a mí en una complicada relación basada no sólo en nuestra historia pasada, sino también por el hecho de que habíamos intercambiado sangre varias veces.
No había sido una decisión del todo consciente por mi parte.
Bobby Burnham era un capullo. A lo mejor Eric lo vendía.
– Señorita Stackhouse -dijo con pastosa cortesía-. Mi señor solicita que se presente en Fangtasia esta noche para una reunión con el lugarteniente del nuevo rey.
Esa no era la convocatoria o la conversación que habría previsto del sheriff vampiro de la Zona Cinco. Dado que teníamos algunos temas personales que discutir, imaginé que Eric me llamaría cuando la situación con el nuevo régimen se hubiese estabilizado y que tendríamos una especie de cita para hablar de los numerosos asuntos que nos incumbían a los dos. No me satisfizo esa convocatoria tan impersonal por parte de un lacayo.
– ¿Ha oído hablar de los teléfonos? -dije.
– Le dejó varios mensajes anoche. Me pidió que hablase con usted hoy, sin falta. Sólo cumplo órdenes.
– Así que Eric le ha pedido que conduzca hasta aquí y me pida que vaya al bar esta noche. -Aquello me parecía increíble hasta a mí.
– Sí-dijo-. «Localízala, entrégale el mensaje y sé amable». Y aquí estoy, siendo amable.
Decía la verdad, y eso lo mataba por dentro. Aquello casi bastaba para hacerme sonreír. No le caía nada bien a Bobby. La única razón para ello que se me ocurría era que consideraba que no era merecedora de la atención de Eric. Le disgustaba cualquier actitud que no fuese reverencial hacia el vampiro, y no alcanzaba a comprender por qué Pam, la mano derecha de Eric, me tenía aprecio cuando ni se dignaba a mirarle a él siquiera.
Yo no podía hacer nada por cambiar la situación, por mucho que me hubiese preocupado el disgusto de Bobby… Y además no era el caso. Pero Eric sí que me preocupaba. Tenía que hablar con él, y puede que así hasta yo lo superara. La última vez que lo había visto había sido a finales de octubre, y ya estábamos a mediados de enero.
– Pues tendrá que ser cuando termine aquí. Estoy a cargo del negocio temporalmente -dije, sin sonar satisfecha ni abatida.
– ¿Hasta qué hora? Quiere que te presentes a las siete. Victor también irá.
Víctor Madden era el representante del nuevo rey, Felipe de Castro. Había sido una conquista sangrienta, y Eric era el único sheriff del viejo régimen que conservaba el puesto. Para él, era importante llevarse bien con el nuevo régimen, era obvio. Aún no estaba segura de hasta qué punto era eso problema mío. Pero yo sí que me llevaba bien con Felipe de Castro debido a un feliz incidente, y quería que siguiese siendo así.
– Quizá pueda estar a las siete -respondí, tras meditarlo en silencio. Traté de no pensar en lo que me agradaría ver a Eric. Durante las últimas semanas, me había sorprendido más de diez veces ante la idea de coger el coche e ir a verle. Pero había conseguido reprimirme, porque me daba cuenta de que estaba luchando por mantener su posición con el nuevo rey-. Tengo que poner al día a la nueva… Sí, a las siete estará bien.
– Estará contento -dijo Bobby, logrando esculpirse una sonrisa.
«Tú sigue así, capullo», pensé. Y puede que mi forma de mirarlo lo delatase, porque, con el tono más sincero que pudo mantener, Bobby repitió:
– En serio, se alegrará mucho.
– Vale, mensaje entregado -zanjé-. Tengo que volver al trabajo.
– ¿Dónde está su jefe?
– Ha tenido un problema familiar en Texas.
– Oh, pensé que quizá los de la perrera le habrían echado el lazo.
Qué gilipollas.
– Adiós, Bobby -le despedí, dándome la vuelta para volver al bar por la puerta de atrás.
– Tome -dijo, y me volví de nuevo, irritada-. Eric indicó que necesitaría esto. -Me entregó un paquete envuelto en papel de terciopelo. Los vampiros no pueden regalar nada en una bolsa de Wal-Mart o un envoltorio de Hallmark, no señor. Terciopelo negro. El paquete estaba atado con un cordel dorado con borla, como esos que sirven para correr cortinas.