Había varios vampiros sentados por allí, repartidos entre turistas majaderos, tristes aspirantes a vampiro disfrazados y humanos que tenían negocios con los no muertos. En la pequeña tienda de recuerdos, uno de los pocos refugiados vampiros del Katrina estaba vendiendo una camiseta del bar a un par de crías histéricas.
La diminuta Thalia, más pálida que el algodón y con un perfil salido de una moneda antigua, estaba sentada a solas en una mesa. De hecho, parecía asediada por fans que habían creado una página web en su honor, aunque a ella le hubiese dado igual que estallaran todos en llamas. Un soldado borracho de la base aérea de Barksdale se arrodilló ante ella, y cuando Thalia volvió sus oscuros ojos hacia él, el discurso que se había preparado murió en su garganta. Quedándose casi igual de pálido, el sumiso hombre retrocedió alejándose de la vampira que apenas si llegaba a la mitad de su tamaño y, por mucho que sus amigos rieran cuando volvió a su mesa, supe que no volvería a intentarlo.
Tras esa pequeña píldora de la vida del bar, me resultó reconfortante llamar a la puerta de Eric. Oí su voz al otro lado invitándome a pasar. Lo hice, cerrando la puerta tras de mí.
– Hola, Eric -dije, y casi me quedé muda ante la oleada de felicidad que me invadía cada vez que lo veía. En esa ocasión se había recogido la larga melena rubia, y lucía su conjunto favorito de vaqueros y camiseta. Ésta era de un verde brillante, que le hacía parecer más pálido que nunca.
Pero mi deleite no se debía a que Eric estuviese como un tren ni a que hubiésemos compartido lecho en un par de ocasiones. La culpa era del vínculo de sangre. Quizá. Tenía que resistirme a la sensación. Eso seguro.
Victor Madden, representante del nuevo rey, Felipe de Castro, estaba de pie e inclinó su cabeza de rizos oscuros. Era de baja estatura y compacto, siempre educado y bien vestido. Esa noche estaba especialmente resplandeciente con su traje oliva y corbata marrón a rayas. Le sonreí y a punto estuve de decirle cómo me alegraba volver a verle cuando me di cuenta de que Eric me miraba de modo expectante. Ah, vaya.
Me quité el abrigo y extraje el paquete envuelto en terciopelo del bolso. Dejé el abrigo y el bolso en una silla vacía y avancé hasta el escritorio de Eric sosteniendo el paquete con ambas manos extendidas. Estaba cumpliendo con el cometido con todas mis fuerzas, a falta de arrodillarme y arrastrarme hasta él, cosa que haría sólo cuando el infierno se congelara.
Puse el paquete frente a él, incliné la cabeza en lo que esperaba que fuese un gesto ceremonioso y tomé asiento en la otra silla.
– ¿Qué ha traído nuestra amiga rubia, Eric? -preguntó Victor con su alegre voz de costumbre. Puede que de veras se sintiese feliz o que su madre le enseñara (hace siglos) que se cazan más moscas con miel que con vinagre.
No sin cierto sentido teatral, Eric desató el cordón dorado y desenrolló en silencio el terciopelo. En contraste con el oscuro material que lo envolvía, apareció un cuchillo ceremonial que brillaba como una joya, el mismo que ya había visto en la ciudad de Rhodes. Eric lo había usado al oficiar el matrimonio de dos reyes vampiros, y también consigo mismo, al tomar de mi sangre y devolverme de la suya; ése fue el intercambio final, el que (desde mi punto de vista) causó todos los problemas. Eric se llevó la brillante hoja hasta los labios y la besó.
Cuando Victor reconoció el cuchillo, todo rastro de sonrisa se borró de su cara. Ambos se miraron fijamente.
– Muy interesante -dijo Victor por fin.
Volvía a sentirme como si me ahogara antes siquiera de saber que me había metido en la piscina. Quise decir algo, pero podía sentir la voluntad de Eric presionando para que guardara silencio. En asuntos relativos a los vampiros, hacer caso de los consejos de Eric es señal de inteligencia.
– En ese caso, quitaré de la mesa la solicitud del tigre -añadió Victor-. Mi señor no estuvo muy contento con su intención de marcharse de todos modos. Y, por supuesto, informaré a mi señor de tu anterior exigencia. Reconocemos tu vínculo formal con ésta.
A tenor de la inclinación de Victor en mi dirección, supe que «ésta» era yo. Y sólo conocía a un hombre tigre.
– ¿De qué estáis hablando? -pregunté a bocajarro.
– Quinn ha solicitado una reunión privada contigo -añadió Victor-. Pero no puede volver al área de Eric sin su permiso. Es una de las condiciones que negociamos cuando…, cuando Eric se convirtió en nuestro nuevo socio.
Era una forma bonita de decirlo. «Cuando acabamos con todos los vampiros de Luisiana, excepto Eric y sus seguidores…, cuando salvaste a nuestro rey de la muerte…», podían ser otras.
Deseé tener un instante para pensar, lejos de aquella habitación en la que dos vampiros me clavaban sus miradas.
– ¿Esta norma nueva se aplica sólo a Quinn o a todos los cambiantes que pretendan entrar en Luisiana? ¿Cómo podéis imponeros a los licántropos? ¿Y desde cuándo está vigente la norma? -atosigué a Eric, tratando de ganar algo de tiempo mientras me recomponía. También quería que Victor explicara esa última parte del discurso, eso del vínculo formal, pero decidí posponerlo para otro momento.
– Desde hace tres semanas -dijo Eric, respondiendo primero a la última pregunta. Su rostro estaba tranquilo, su voz impasible-. Y la norma sólo se aplica a cambiantes con los que tengamos negocios.
Quinn trabajaba para E(E)E, empresa que yo sospechaba que era parcialmente propiedad de vampiros, ya que su trabajo no consistía en lidiar con bodas y bar mitzvahs como sí lo hacía su filial humana. Su trabajo era organizar eventos para un público sobrenatural.
– Rechazaste al tigre. Lo oí de tus propios labios. ¿Por qué debería volver? -Eric se encogió de hombros.
Al menos no intentó endulzarlo diciendo: «Pensé que podría molestarte» o «Lo hice por tu propio bien». Por muy vinculados que estuviésemos -y, de hecho, estaba luchando contra la tentación de sonreírle-, sentí que el vello de la nuca se me erizaba ante la soltura con la que Eric organizaba mi vida.
– Ahora que tú y Eric estáis abiertamente comprometidos -dijo Victor con voz aterciopelada-, seguro que no querrás volver a ver a Quinn, y así se lo haré saber.
– ¿Que estamos qué? -Clavé una mirada encendida en Eric, que me observaba con una expresión que sólo podría describir como insulsa.
– El cuchillo -dijo Victor, sonando incluso más contento-. He ahí su significado. Es un cuchillo ceremonial que ha pasado de mano en mano durante siglos y se ha empleado en importantes ceremonias y sacrificios. No es el único de su tipo, por supuesto, pero no hay muchos así. Ahora sólo se usa en rituales de matrimonio. No estoy seguro de cómo Eric consiguió uno, pero al entregárselo a él, y al ser aceptado, sólo puede significar que ambos estáis comprometidos.
– Vale, vamos a parar un poco para recuperar el aliento -dije, a pesar de ser la única persona en la habitación que respiraba. Alcé la mano, como si se dispusieran a echarse encima de mí y el mero gesto fuese a detenerlos-. ¿Eric? -Traté de expresarlo todo con el tono, pero una sola palabra no puede llevar tanto equipaje.
– Es por tu protección, cielo -me explicó. Trataba de estar sereno para que parte de esa serenidad se me pegara a través de nuestro vínculo y mitigase mis nervios.
Pero unos cuantos kilos de serenidad no iban a calmarme.
– Esto es un acoso en toda regla -dije con voz ahogada-. Ya soy mayorcita. ¿Cómo habéis podido hacer esto sin siquiera hablarme de ello? ¿Cómo habéis pensado que me dejaría comprometer con algo sin hablarlo antes? Si ni siquiera nos vemos desde hace meses.
– He estado un poco ocupado. Tenía la esperanza de que tu instinto de autoconservación tomaría las riendas -respondió Eric, honesto, aunque sin tacto alguno-. ¿Acaso dudas de que quiera lo mejor para ti?