– No dudo de que quieras lo que creas que es mejor para mí -dije-. Y estoy segura de que eso va de la mano de lo que crees que es bueno para ti también.
Victor rió.
– Te conoce bien, Eric -dijo, y los dos le clavamos la mirada-. Huy -se excusó, y fingió que se cerraba los labios con una cremallera.
– Eric, me voy a casa. Hablaremos de esto pronto, pero no sabría decirte cuándo. Estoy al cargo del bar mientras Sam esté fuera. Tiene problemas familiares.
– Pero Clancy dijo que no hubo problemas con la revelación en Bon Temps.
– Sí, pero las cosas no salieron tan bien en casa de la familia de Sam en Texas.
Eric parecía disgustado.
– Hice todo lo que pude para ayudar. Al menos envié a uno de los míos a cada acontecimiento público. Fui a ver como el propio Alcide se transformaba en el casino de Shamrock.
– ¿Fue bien? -pregunté, desviándome temporalmente del tema.
– Sí, sólo hubo unos pocos borrachos que dieron algún problema. Se los redujo con bastante facilidad. Una mujer llegó a ofrecerse a Alcide en su forma lupina.
– Aghh -dije, y me levanté para coger el bolso. Ya me había distraído bastante.
Eric se levantó y rodeó el escritorio en un movimiento tan desconcertante como impresionante. De repente, estaba justo delante de mí, rodeándome con los brazos, presionándome contra su pecho. Eché mano de toda mi voluntad para mantener la espalda tensa, para no relajarme ante su hechizo. Es difícil explicar cómo me hacía sentir el vínculo. Por muy furiosa que estuviese con Eric, siempre era más feliz cuando me encontraba junto a él. No es que lo anhelara descontroladamente cuando estábamos separados, sino más bien que lo tenía siempre presente. Siempre. Me preguntaba si a él le pasaría lo mismo.
– ¿Mañana por la noche? -preguntó, soltándome.
– A ver si puedo escaparme. Tenemos mucho de lo que hablar. -Saludé a Victor con un gesto seco de la cabeza y me marché. Volví la cabeza una vez para ver cómo brillaba el cuchillo en contraste con el terciopelo negro antes de salir del despacho de Eric.
Estaba claro cómo lo había conseguido. Se lo había quedado en vez de devolvérselo a Quinn, que se había encargado de la boda de dos vampiros, una ceremonia a la que había asistido en Rhodes. Eric, que era una especie de sacerdote de encargo, la había oficiado y estaba claro que se había guardado el objeto por si le resultaba útil. Lo que no sabía era cómo lo había recuperado de entre las ruinas del hotel. Quizá volviese durante la noche, tras la explosión. Quizá envió a Pam. Pero el caso es que tenía el cuchillo, y que ahora lo usaba para comprometerme con él.
Y, gracias a mi ofuscado afecto…, calor… o pasión por el vampiro vikingo, había hecho exactamente lo que me había pedido sin consultar al sentido común.
No sabía con quién estaba más enfadada, si con Eric o conmigo misma.
Capítulo 4
Pasé una noche inquieta. Cada vez que me acordaba de Eric, sentía una oleada de felicidad y calor que, al momento, se convertían en ganas de darle un puñetazo en la boca. Pensé en Bill, el primer hombre con el que había salido asiduamente, el primero con el que me había acostado. Al recordar su voz, tan fría como su cuerpo, su contenida calma, tan distinta a la de Eric, apenas era capaz de creer que me hubiera enamorado de dos hombres tan diferentes, y menos aún teniendo en cuenta mi brevísimo episodio con Quinn. Éste era de sangre caliente en todos los sentidos. Era impulsivo, amable conmigo, pero vivía tan aterrado por su pasado, que no lo había compartido conmigo, lo cual, desde mi punto de vista, fue lo que terminó apagando la relación. Había salido también con Alcide Herveaux, líder de manada, pero aquello nunca llegó a nada serio.
La revista masculina de Sookie Stackhouse. ¿No odiáis esas noches en las que no podéis evitar repasar cada error cometido, cada herida recibida y cada vileza padecida? No tiene ningún provecho, ningún sentido, y una necesita dormir. Pero aquella noche los hombres habían invadido mi mente, y no precisamente para regocijo mío.
Cuando agoté mi tasa de problemas con el sexo masculino, me dio por chapotear en las preocupaciones del bar. Pude dormir unas tres horas tras admitir que no había forma de arruinar el negocio de Sam en apenas unos días.
Sam llamó a la mañana siguiente, cuando aún estaba en casa, para decirme que su madre se encontraba mejor y que se iba a recuperar del todo. Sus hermanos ya estaban lidiando con las revelaciones familiares de una manera más tranquila. Don, por supuesto, aún seguía en la cárcel.
– Si continúa mejorando, quizá yo pueda estar de vuelta en un par de días -dijo-. O puede que antes. Por supuesto, los médicos dicen que no pueden creerse lo rápido que se recupera. -Suspiró-. Al menos ya no tenemos que ocultar eso también.
– ¿Cómo lleva tu madre el aspecto emocional? -pregunté.
– Ha dejado de insistir en que lo suelten. Después de una sincera conversación con nosotros tres, ha admitido que quizá debería pedir el divorcio -explicó-. No le entusiasma la idea, pero no sé cómo podría reconciliarse con alguien que le ha disparado.
Aunque había respondido al teléfono desde la cama y seguía cómodamente tumbada, me resultó imposible volver a dormirme después de colgar. Detestaba oír el dolor en la voz de Sam. Ya tenía bastante con lo suyo como para tener que cargar con mis problemas, por lo que ni siquiera se me pasó por la cabeza mencionar el incidente del cuchillo, por mucho que me hubiese aliviado compartir mis preocupaciones con él.
A las ocho ya estaba levantada y vestida, algo temprano para mí. A pesar de estar activa de mente y cuerpo, me sentía tan arrugada como mis sábanas. Deseé que alguien me estirara como yo lo hago con ellas. Amelia estaba en casa (vi que no faltaba su coche mientras me hacía el café) y noté que Octavia se deslizaba dentro del cuarto de baño del pasillo. Se antojaba una mañana como cualquier otra en mi casa.
Pero el patrón quedó roto cuando alguien llamó a la puerta delantera. Normalmente se oye primero el crujir del camino de grava, pero esa mañana tenía la cabeza más pesada que de costumbre y no me di cuenta.
Ojeé por la mirilla para ver a un hombre y una mujer, ambos ataviados con trajes formales. No parecían Testigos de Jehová o invasores domésticos. Expandí mi mente hacia ellos y no encontré hostilidad o rabia. Sólo curiosidad.
Abrí la puerta con una brillante sonrisa.
– ¿Puedo ayudarles? -dije. El aire helado se ensañó con mis pies descalzos.
La mujer, que probablemente tenía cuarenta y pocos, me devolvió la sonrisa. Su pelo castaño mostraba alguna cana incipiente y lo llevaba con un sencillo corte a la altura de la barbilla. Vestía un traje negro con zapatos y jersey a juego. Portaba una bolsa del mismo color; no era exactamente un bolso, sino más bien como el maletín de un portátil.
Extendió su mano para saludarme, y al tocarla supe más. Me costó lo mío disimular el sobresalto.
– Venimos de la oficina del FBI en Nueva Orleans -dijo, abriendo la conversación con una señora carga de profundidad-. Soy la agente Sara Weiss. Él es el agente especial Tom Lattesta, de nuestra oficina en Rhodes.
– ¿Y están aquí por…? -Mantuve la expresión dulcemente neutra.
– ¿Podemos pasar? Tom ha hecho todo el camino desde Rhodes para hablar con usted y el aire caliente se escapa de la casa.
– Claro -dije, a pesar de no tenerlo nada claro. Me esforcé por averiguar qué querían, pero no me fue nada fácil. Sólo sabía que no querían arrestarme o hacer nada drástico por el estilo.
– ¿Venimos en mal momento? -preguntó la agente Weiss. Insinuaba que estaría encantada con volver más tarde, aunque sabía que no era verdad.
– Es tan buen momento como cualquier otro -dije. Mi abuela me habría propinado una de sus miradas punzantes ante mi falta de amabilidad, pero a la abuela nunca le había visitado el FBI. No era precisamente una visita de cortesía-. Tengo que salir para el trabajo dentro de poco -añadí, para dotarme de una vía de escape.