Yasutaka Tsutsui
Mujer de pie
Traducido por Elvio E. Gandolfo en: Cuentos de ciencia ficción contemporáneos, tomo 2, Biblioteca Básica Universal 166, Centro Editor de América Latina, 1981
El gusto del pueblo japonés por las antiguas leyendas fantásticas y los cuentos macabros preparó el terreno para la aceptación masiva de la ciencia ficción, que hizo su verdadera entrada en el país luego de la Segunda Guerra Mundial..Entre los antecedentes se cuentan las numerosas traducciones de obras de Veme, Mary Shelley y otros autores en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Japón abre sus fronteras a Occidente luego de más de dos siglos de aislamiento.
Entre los primeros autores, por lo general imitadores de Jules Veme, se encuentra Shunro Oshikawa (1877-1914), autor de la novela Acorazado submarino (1900).
En la década del 50 varios factores se combinaron para imponer triunfalmente el género:!a vasta cantidad de libros de bolsillo de ciencia ficción dejados atrás por las tropas estadounidenses al retirarse; el impacto, brutal por lo brusco, de la tecnología; el gusto del pueblo japonés por lo novedoso. Pronto aparecieron antologías de traducciones de las principales revistas norteamericanas, hasta alcanzar el nivel de difusión actuaclass="underline" cinco revistas mensuales cuyo tiraje combinado alcanza varios centenares de miles de ejemplares, y una colección editada por la firma Hayakawa SF Series que ha traducido 318 volúmenes entre 1957 y 1974. Estas cifras, unidas a la producción de innumerables series televisivas, filmes y productos de juguetería relacionados por lo general con la robótica y los monstruos de cartón piedra, convierten a Japón en el segundo mercado mundial para la ciencia ficción, superado sólo por Estados Unidos.
Entre los autores más populares se encuentra Sakio Komatsu, autor de El hundimiento del Japón, novela que explota el temor básico a los terremotos (así como gran parte de los films, historietas o relatos abundan en monstruos provocados por experimentos atómicos). Una corriente menos popular pero de mayor calidad literaria tiene como principal representante a Kobo Abe, autor de sutiles cuentos fantásticos y de ciencia ficción, que en más de una ocasión recuerdan la parsimonia de Kafka. Dentro de esta corriente se inscribe Yasutaka Tsutsui, el autor del presente relato Mujer de pie.
Me quedé levantado toda la noche y al fin terminé un cuento de cuarenta páginas. Era una obra trivial, de entretenimiento, incapaz de hacer bien o mal.
"En esta época uno no puede escribir cuentos que hagan bien o mal; es inevitable", me dije mientras aseguraba el manuscrito con un clip y lo metía en un sobre.
En cuanto a si hay en mí materia prima para escribir cuentos que puedan hacer bien o mal, hago todo lo posible por no pensar en eso. Si me pusiera a pensar en eso, tal vez quisiera intentarlo.
El sol de la mañana me hirió los ojos cuando me puse los zuecos de madera y abandoné la casa con el sobre. Como aún faltaba un tiempo para que llegara el primer camión postal, dirigí mis pasos hacia el parque. Por la mañana no vienen niños a este parque, un simple cuadrado de ochenta metros en medio de un barrio residencial apiñado. Aquí se está tranquilo. Así que siempre incluyo el parque en mi caminata matutina. Hoy día hasta el escaso verde suministrado por diez o doce árboles es invalorable en la megalópolis.
Tendría que haber traído un poco de pan, pensé. Mi perrogajo favorito se alza cerca del banco del parque. Es un perrogajo afectuoso de piel color ante, bastante grande por tratarse de un perro mestizo.
El camión de fertilizante líquido acababa de pasar cuando llegué al parque; el suelo estaba húmedo y había un tenue olor a cloro. El caballero mayor a quien veía a menudo estaba sentado en el banco cercano al perrogajo, alimentando el poste color ante con lo que parecía carne picada. Por lo común los perrogajos tienen un apetito excelente. Tal vez el fertilizante líquido, absorbido por las raíces bien hundidas en el suelo y que sube a través de las patas, deja algo que desear.
Comen cualquier cosa que uno les dé.
– ¿Le trajo algo? Hoy salí apurado. Olvidé traer mi pan -le dije al hombre mayor.
Se volvió hacia mí con ojos amables y una suave sonrisa.
– Ah, ¿a usted también le gusta este muchacho?
– Sí contesté, sentándome junto a él-. Se parece como una gota de agua a un perro que yo tenía.
El perrogajo alzó hacia mí una mirada de ojos grandes, negros, y meneó la cola.
– En realidad, yo también tenía un perro parecido a este muchacho -dijo el hombre, rascando el pelo del cuello del perrogajo-. Lo convirtieron en perrogajo a los tres años. ¿No lo ha visto? Entre la lencería y la tienda de artículos de cine, sobre la costanera. ¿No vio allí un perrogajo que se parece a este muchacho?
Asentí con un movimiento de cabeza, agregando:
– ¿Así que ése era suyo?
– Sí, era nuestro favorito. Se llamaba Hachi. Ahora está vegetalizado por completo. Un hermoso perrárbol.
– Ahora que lo dice, se parece mucho a este muchacho. Tal vez provenían de la misma raza.
– ¿Y su perro? -preguntó el hombre mayor-. ¿Dónde está plantado?
– Nuestro perro se llamaba Buff -contesté, sacudiendo la cabeza-. Lo plantaron junto a la entrada del cementerio que está a las afueras de la ciudad. Pobrecito, murió apenas lo plantaron. Los camiones de fertilizante no van por allí con mucha frecuencia, y quedaba tan lejos que yo no podía llevarle de comer todos los días. Tal vez lo plantaron mal. Murió antes de convertirse en árbol.
– ¿Lo arrancaron entonces?
– No. Por suerte en esa zona no importa demasiado que huela o no, así que lo dejaron allí y se secó. Ahora es un esquelegajo. Me enteré de que es un material espléndido para las clases de ciencias de la escuela primaria cercana.
– Qué maravilla.
El hombre mayor acarició la cabeza del perrogajo.
– Me pregunto cómo llamaban a este muchacho antes de que se convirtiera en perrogajo.
– Prohibido llamar aun perrogajo por su nombre original -dije-. ¿No es una ley extraña?
El hombre me miró con ojos penetrantes, después contestó con tono casuaclass="underline"
– ¿Acaso no se limitaron a extender a los perros las leyes que tenían que ver con las personas? Por eso pierden el nombre cuando se transforman en perrogajos -asintió mientras rascaba la mandíbula del perrogajo-. No sólo los nombres antiguos: uno tampoco puede darles un nombre nuevo. Porque no hay nombres propios para las plantas.
Caramba, por supuesto, pensé.
Miró mi sobre, que tenía las palabras MANUSCRITO ADJUNTO.
– Disculpe -dijo-. ¿Usted es escritor?
Me sentí un poco embarazado.
– Bueno, sí. Hago algunas cositas triviales.
Después de mirarme con atención, el hombre siguió acariciando la cabeza del perrogajo.
– Yo también acostumbraba escribir algo.
Logré reprimir una sonrisa.
– ¿Cuántos años hace que dejé de escribir? Parecen muchos.
Miré el perfil del hombre. Ahora que él lo decía, era un rostro que me parecía haber visto antes en alguna parte.
Empecé a preguntarle el nombre, vacilé, y me quedé en silencio.
El hombre mayor dijo bruscamente:
– El mundo se ha vuelto difícil para escribir.
Bajé los ojos, avergonzado de mí mismo, que aún seguía escribiendo en semejante mundo.
El hombre se disculpó confundido ante mi repentina depresión.
– Fue grosero de mi parte. No lo estoy criticando a usted. Soy yo quien tendría que sentirse avergonzado.
– No -le dije, después de mirar con rapidez a nuestro alrededor-. No puedo dejar de escribir, porque no tengo el valor necesario. ¡Dejar de escribir! Caramba, después de todo, ese sería un gesto contra la sociedad.
El hombre mayor siguió acariciando al perrogajo. Después de una larga pausa habló: