– Es doloroso, dejar de escribir de pronto. Ahora que hemos llegado a esto, creo que me sentiría mejor si hubiese seguido escribiendo temerariamente crítica social, y me hubiesen arrestado. Incluso hay momentos en que creo eso. Pero sólo era un diletante, nunca conocí la pobreza, perseguía sueños de tranquilidad. Deseaba llevar una vida cómoda. Como persona de gran dignidad, no podía soportar verme expuesto a los ojos del mundo, ridiculizado. Así que dejé de escribir. Una historia lamentable.
Sonrió y sacudió la cabeza.
.-No, no, no hablemos de eso. Nunca se sabe quién puede estar oyendo, incluso aquí, en la calle.
Cambié de tema.
– ¿Vive cerca?
– ¿Conoce el salón de belleza de la calle principal? Pase por allí. Me llamo Hiyama -hizo un movimiento de cabeza hacia mí-. Venga a visitarme alguna vez. Estoy casado, pero…
– Muchísimas gracias.
Le de mi nombre.
No recordaba a ningún escritor llamado Hiyama. Sin duda escribía con seudónimo. No tenía intenciones de visitar su casa. Estamos en un mundo en que incluso dos o tres escritores que se reúnen son considerados asamblea ilegal.
– Es hora de que pase el camión postal.
Miré mi reloj pulsera mientras me paraba.
– Temo que es mejor que me vaya -dije.
Volvió hacia mí una triste cara sonriente y se inclinó.
Después de acariciar un poco la cabeza del perrogajo, abandoné el parque.
Desemboqué en la calle principal, pero sólo había una cantidad ridícula de coches que pasaban; los peatones eran pocos. Junto a la acera estaba plantado un gatárbol, de treinta o cuarenta centímetros de altura.
A veces doy con un gatogajo que acaba de ser plantado y aún no se ha convertido en gatárbol. Los gatogajos nuevos me miran la cara y maúllan o gimen, pero aquellos cuyas cuatro patas plantadas en el suelo se han vegetalizado, con los rostros verdosos rígidamente inmóviles y los ojos bien cerrados, sólo mueven las orejas de vez en cuando. Después están los gatogajos a quienes les brotan ramas del cuerpo y puñados de hojas. La mente de estos parece estar vegetalizada por completo: ni siquiera mueven las orejas. Aun cuando pueda distinguirse un rostro de gato, sería mejor llamarlos gatárboles.
Tal vez sea mejor convertir a los perros en perrogajos, pensé. Cuando se les termina la comida, se vuelven malos y hasta atacan a la gente. ¿Pero por qué tienen que convertir a los gatos en gatogajos? ¿Hay demasiados gatos perdidos? Para mejorar la condición alimenticia, aunque sea un poco? O tal vez para reverdecer la ciudad…
Cerca del hospital enorme que se encuentra en la esquina donde se intersectan las autopistas hay dos hombrárboles, y junto a estos árboles un hombregajo. Este hombregajo viste uniforme de cartero, y no se puede distinguir hasta qué punto se le han vegetalizado las piernas, por los pantalones. Tiene treinta y cinco o treinta y seis años, es alto, un poco encorvado de hombros.
Me acerqué a él y le tendí mi sobre, como siempre.
– Por certificado, entrega especial, por favor.
El hombregajo, asintiendo en silencio, aceptó el sobre y sacó estampillas y un formulario de correo certificado de su bolsillo.
Me di vuelta con rapidez después de pagar el franqueo.
No había nadie más a la vista. Decidí tratar de hablarle.
Siempre le llevo el correo cada tres días, y aún no había tenido oportunidad de hablar con él con cierta calma.
– ¿Qué hizo? -le pregunté en voz baja.
El hombregajo me miró sorprendido. Después, una vez que recorrió la zona con los ojos, contestó con expresión amarga:
– Decir cosas innecesarias no me hará ningún bien. Se supone que ni siquiera tengo que contestar.
– Lo sé -dije, mirándolo a los ojos.
Cuando vio que no me iba, suspiró hondo.
– Sólo dije que la paga es baja. Lo que es más, me oyó: el patrón. Porque la paga de un cartero es realmente baja -con expresión sombría, sacudió la mandíbula hacia los dos hombrárboles que estaban juntos a él-. A estos tipos les pasó lo mismo. Sólo por dejar escapar algunas quejas acerca de la paga baja. ¿Los conoce? -me preguntó.
Señalé a uno de los hombrárboles.
– Recuerdo a éste, porque le entregué una gran cantidad de correspondencia. Al otro no lo conozco. Ya era un hombrárbol cuando me mudé aquí. -Ese era mi amigo -dijo.
– ¿El otro no era encargado, o jefe de sección?
Asintió.
– Correcto. Era encargado.
– ¿No tiene usted hambre, o frío?
– No se siente demasiado -contestó, aún inexpresivo. Cualquiera que es convertido en hombregajo pronto se vuelve inexpresivo-. Incluso creo que ya me parezco bastante a una planta. No sólo en cómo siento las cosas, sino también en el modo en que pienso. Al principio era triste, pero ahora no importa. Solía tener mucho hambre, pero dicen que la vegetalización se desarrolla más rápido cuando uno no come.
Me miró con ojos opacos. Era probable que esperase convertirse pronto en hombrárbol.
– Dicen que a la gente con ideas radicales les hacen una lobotomía antes de convertirlos en hombregajos, pero tampoco me hicieron eso. No había pasado un mes desde que me plantaron aquí y ya no me sentía furioso.
Le dio un vistazo a mi reloj pulsera.
– Bueno. ahora será mejor que se vaya. Casi es la hora de llegada del camión postal.
– Si -pero aun no podía irme, y vacilé, inquieto.
– Oiga -dijo el hombregajo-. ¿Por casualidad algún conocido suyo fue convertido hace poco en hombregajo?
Herido en lo más hondo, lo miré a la cara por un momento, después asentí lentamente.
– Mi esposa, para ser precisos.
– Ajá, su esposa, ¿eh? -por unos instantes me miró con el mayor interés-. Me preguntaba si no se trataba de algo así. De otro modo nadie se molesta en hablarme. ¿Qué hizo entonces, su esposa?
– Se quejó de que los precios eran altos en una reunión de amas de casa. Si eso hubiera sido todo, perfecto, pero además criticó al gobierno. Estoy empezando a tener éxito como escritor, y creo que la ansiedad de ella por ser la esposa de ese escritor hizo que lo dijera. Una de las mujeres la delató. La plantaron sobre el costado izquierdo del camino mirando desde la estación hacia el ayuntamiento, cerca de la ferretería.
– Ah, en ese lugar -cerró los ojos un poco, como recordando el aspecto de los edificios y los negocios de la zona-. Es una calle bastante tranquila. Mejor así, ¿verdad? -abrió los ojos y me miró, inquisitivo-. No va a ir a verla, ¿no? Es mejor no verla con mucha frecuencia. Tanto para ella como para usted. Así los dos pueden olvidar más pronto.
– Sí, lo sé.
Dejé caer la cabeza.
– ¿Su esposa? -preguntó, con un matiz comprensivo en la voz-. ¿Alguien le ha hecho algo?
– No. Hasta ahora nada. Sólo está allí, de pie, pero aún así…
– Eh -el hombregajo que hacía las veces de buzón alzó la mandíbula para llamarme la atención-. Llegó. El camión postal. Mejor que se vaya.
– Tiene razón.
Dí unos pasos tropezantes, como empujado por su voz.
Luego me detuve y me di vuelta.
– ¿Quiere que haga algo por usted?
Logró arrancar una sonrisa a sus mejillas y sacudió la cabeza.
El camión rojo del correo se detuvo junto a él.
Seguí mi camino, más allá del hospital.
Pensé en ir a mi librería favorita y entré en una calle de negocios atestados. Se suponía que mi libro saldría en cualquier momento, pero ese tipo de cosas ya no me hace feliz en lo más mínimo.
Un poco antes de la librería, sobre la misma acera, hay una pequeña heladería barata, y a la orilla de la calle, frente a ella, se encuentra un hombregajo a punto de convertirse en hombrárbol. Es un varón joven, al que plantaron hace ya un año. El rostro ha adquirido un tinte marrón matizado de verde, y tiene los ojos cerrados con fuerza. Con la larga espalda un poco doblada, está levemente inclinado hacia adelante. Las piernas, el torso y los brazos, visibles a través de las ropas reducidas a harapos por la exposición al viento y la lluvia, ya están vegetalizados, y aquí y allá brotan ramas. Se ven hojas tiernas en los extremos de los brazos, alzados por encima de los hombros como alas batientes. El cuerpo, que se ha convertido en árbol, e incluso el rostro, ya no se mueve en absoluto. El corazón se ha hundido en el tranquilo mundo de las plantas.