Imaginé el día en que mi esposa llegaría a ese estado, y una vez más se me retorció el corazón de dolor, tratando de olvidar. Era la angustia de tratar de olvidar.
Si en la esquina de esta heladería doblo y sigo derecho, pensé, puedo ir hasta donde está mi esposa, de pie, puedo encontrarme con mi esposa. Puedo ver a mi esposa. Pero no es conveniente ir, me dije. No hay modo de saber quién podría verte; si la mujer que la delató te interrogara, te verías realmente en problemas. Me detuve ante la heladería y me asomé calle abajo. El movimiento de peatones era el de siempre. Perfecto. Cualquiera lo pasará por alto si sólo te detienes y hablas un poco. Si sólo intercambias una o dos palabras. Desafiando a mi propia voz que gritaba "¡No vayas!” avance vivamente por la calle.
Con el rostro pálido, mi esposa estaba de pie al borde de la acera, frente a la ferretería. Sus piernas no habían cambiado, y sólo daba la impresión de que los pies se hubieran enterrado en el suelo hasta los tobillos. Inexpresiva, como esforzándose por no ver nada, por no sentir nada, miraba, fijamente hacia adelante. Comparadas con cómo se las veía dos días antes, sus mejillas parecían un poco huecas. Dos obreros que pasaban la señalaron, hicieron una broma vulgar, y siguieron su camino, con risotadas estruendosas. Me acerqué a ella y alcé la voz.
– ¡Michiko! -le grité al oído.
Mi esposa me miró, y la sangre le invadió las mejillas. Se pasó una mano por el cabello enredado.
– ¿Viniste otra vez? No tendrías que hacerlo, en serio.
La empleada de la ferretería, que vigilaba el negocio, me vio. Con aire de fingida indiferencia, apartó los ojos y se retiró al fondo del local. Lleno de gratitud por su consideración, me acerqué unos pasos más a Michiko y la enfrenté.
– ¿Te vas acostumbrando?
Reunió todas sus fuerzas para lograr una sonrisa en el rostro endurecido.
– Mmmm. Estoy acostumbrada.
– Anoche llovió un poco.
Mirándome aún con ojos amplios, obscuros, asintió levemente.
– Por favor no te preocupes. Apenas si siento algo.
– Cuando pienso en ti, no puedo dormir -dejé caer la cabeza-. Siempre estás de pie, afuera. Cuando pienso en eso, me resulta imposible dormir.Anoche hasta pensé en traerte un paraguas.
– Por favor, no hagas nada de eso -mi esposa frunció apenas el entrecejo-. Sería terrible que hicieras algo así.
Un camión grande pasó detrás de mí. El polvo blanco cubrió el cabello y los hombros de mi esposa con un tenue velo, pero a ella no pareció molestarle.
– En realidad estar de pie no es tan desagradable -habló con deliberada despreocupación, esforzándose por impedir que yo me preocupara.
Percibí un cambio sutil en las expresiones y el modo de hablar de mi esposa respecto a dos días antes. Parecía como si sus palabras hubiesen perdido algo de delicadeza, y como si el alcance de sus emociones se hubiese empobrecido hasta cierto punto. Observarla así, desde afuera, ver como se vuelve poco a poco inexpresiva, es aún más desolador por haberla conocido como era antes: las respuestas agudas, su alegre vivacidad, las expresiones ricas, plenas.
– Esa gente -le pregunté, señalando con los ojos hacia la ferretería-, ¿se portan bien contigo?
– Bueno, sí. Tienen buen corazón. Sólo una vez me dijeron que les pidiera cualquier cosa que necesitara. Pero aún no han hecho nada por mí.
– ¿No tienes hambre?
Sacudió la cabeza.
– Es mejor no comer.
Eso es. Incapaz de soportar ser una mujergajo, esperaba convertirse en mujerárbol aunque fuera un solo día antes.
– Así que por favor no me traigas nada de comer -clavó los ojos en mí-. Por favor olvídame. Estoy segura de que incluso sin hacer ningún esfuerzo en especial, voy a olvidarte. Me alegra que hayas venido a verme, pero después la tristeza dura mucho más. Para los dos.
– Tienes razón, desde luego, pero… -despreciando a ese ser que no podía hacer nada por su propia esposa, dejé caer otra vez la cabeza-. Pero no te olvidare -hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Llegaron las lágrimas-. No olvidare. Nunca.
Cuando alcé la cabeza y la miré otra vez, ella tenía clavados en mí ojos que habían perdido algo de su brillo, con todo. el rostro resplandeciendo en una sonrisa tenue como una imagen tallada de Buda. Era la primera vez que la veía sonreír así.
Sentí que estaba teniendo una pesadilla. No, me dije, ésta ya no es tu esposa.
El traje que nevaba puesto cuando la arrestaron se había ensuciado y arrugado terriblemente. Pero como es lógico no me permitirían llevarle ropa para cambiarse. Mis ojos captaron una mancha obscura que tenía en la falda.
– ¿Eso es sangre? ¿Qué pasó?
– Oh, esto -habló temblorosa, bajando los ojos hacia la falda, confundida-. Anoche dos borrachos me hicieron una broma.
– ¡Bastardos! -sentí una rabia feroz ante la inhumanidad de los borrachos. Si la hubiera expresado ante ellos, habrían dicho que dado que mi esposa ya no era humana, no importaba la que ellos hicieran.
– ¡No pueden hacer ese tipo de cosa! ¡Es contra la ley!
– Es cierto. Pero no puedo reclamar.
Y como es lógico yo tampoco podía ir a la policía y reclamar. Me considerarían aún más una persona problemática.
– Te verán -dijo mi esposa con ansiedad-. Te la ruego, no te entregues.
– No te preocupes -le sonreí, autodespreciándome-. Me falta valor para eso.
– ¡Bastardos! Qué es lo que… -me mordí el labio. El corazón me dolía casi hasta romperse-. ¿Sangró mucho?
– Mmmm, un poco.
– ¿Duele?
– Ya no duele.
Michiko, que había sido antes tan orgullosa, ahora sólo dejaba ver un poco de tristeza en la cara. La forma en que había cambiado me sacudió. Un grupo de muchachos y muchachas, que nos compararon penetrantemente a mí y a mi esposa, pasaron detrás de mí.
– Ahora debes irte.
– Cuando seas una mujer árbol -dije al separamos-, pediré que te transplanten a nuestro jardín.
– ¿Puedes conseguirlo?
– Tendría que ser capaz de conseguirlo -asentí con energía-. Tendría que ser capaz.
– Me gustaría mucho que la lograras -dijo mi esposa, inexpresivamente.
– Bueno, hasta la próxima.
– Me sentiría mejor si no regresaras -dijo ella en un murmullo, con los ojos bajos.
– Lo sé. Esa es mi intención. Pero es probable que venga, de todos modos.
Nos quedamos unos minutos en silencio.
Después mi esposa habló bruscamente.
– Adiós.
– Ummm.
Empecé a caminar.
Cuando miré hacia atrás al llegar a la esquina, Michiko me seguía con la mirada, aun sonriendo como un Buda tallado.
Con un corazón que parecía a punto de partirse en dos, camine. De pronto advertí que habla llegado frente a la estación. Sin querer, había regresado a mi trayecto de costumbre.
Frente a la estación hay una pequeña cafetería a la que siempre voy, llamada Punch. Entré y me senté en un reservado de un rincón. Pedí café, lo tomé amargo. Hasta entonces siempre lo había bebido con azúcar. El sabor áspero del café sin azúcar, sin crema, me atravesó el cuerpo, y lo saboreé con masoquismo. De ahora en adelante lo beberé siempre amargo. Eso fue lo que resolví.
En el apartado vecino tres estudiantes hablaban sobre un crítico que acababan de arrestar y a quien habían convertido en un hombregajo.