El mexicano estaba serio. También vestía de negro y al verlos juntos se me vino a la memoria el día que se conocieron. Que por cierto, aquélla fue la única vez que tuve una especie de corazonada al verlos a los dos tan de luto, tan iguales, tan viudos y solitarios. Merceditas y yo estábamos juntas, en el primer banco de la iglesia. Ella con un traje blanco. Yo con un vestido rojo. Los zapatos eran de charol negro y me hacían daño. Por la noche, cuando me los quité, tenía una ampolla en el talón y lloré de dolor, aunque yo creo que también lloraba por los nervios y las emociones del día y por la boda de mi madre, que me alegraba y me entristecía a la vez. Merceditas parecía tranquila. No se movió durante la ceremonia, que fue corta, ni después en la fiesta que se sirvió en un restaurante precioso lleno de flores y luces de colores, con muchas cosas para comer y beber y cantos de los amigos de Octavio. Cantos tristes unos, de penas y desengaños, y otros alegres con una música que daba ganas de correr y saltar. Merceditas se portó muy bien. Era una niña dócil. Hacía siempre lo que su padre le mandaba. Se veía que le quería muchísimo y no se separaba de él ni un minuto. Por eso me decía yo que no le haría mucha gracia lo de la boda, aunque lo aceptara sin rechistar como todo lo que su padre hacía. Muchas veces después he pensado que fue raro aquel día que pasamos juntas las dos y sin embargo tan separadas, cada una pensando en sus cosas sin decirnos nada, casi ni nos mirábamos. Venían los invitados y decían: «Ay, mira las hermanitas, qué bueno, dos hermanitas tan igualitas, juntas así de golpe…»
Pues ya digo, en el viaje de barco, que fue largo y no sé cuántos días duró pero fueron muchos, no vi yo en la pareja síntomas de amoríos o cariños. Se portaban como buenos amigos, pero un poco lejanos; cada uno pasaba mucho rato con su hija aunque luego comíamos y cenábamos juntos los cuatro, pero eso era todo. Mi madre y yo salíamos con frecuencia a cubierta. Si hacía bueno nos sentábamos en una sillas que estaban atadas unas a otras para que no se cayeran con el viento. Allí nos tropezamos con muchos españoles. Había bastantes en situación parecida a la nuestra, aunque decían que la mayoría embarcaban en Francia, sobre todo una vez que empezó la guerra y se vio que allí poco porvenir tenían. Iban todos con esperanzas de una nueva vida, pero también tristes y llorosos por lo que dejaban atrás. Jugábamos con los otros niños al parchís en un salón sombrío donde los mayores tomaban café al vaivén de las olas. El viudo y su hija aparecían de tarde en tarde. Él se inclinaba a saludar a mi madre y preguntaba: «¿Todo bien, Gabriela?» Y mi madre le sonreía, como apagada, como sin ganas.
Rosalía, la sobrina de Octavio, vino a buscarnos a Merceditas y a mí y nos advirtió: «Sus padres se van, niñas, vengan a despedirse.»
Yo sabía que se iban a la hacienda para preparar nuestra llegada, y también, pensé después, para acostumbrarse a estar juntos. El caso es que se fueron, serios y tranquilos. Desde la puerta volvieron la cabeza y nos dijeron otra vez adiós. Los invitados españoles se habían ido colocando juntos y cantaban canciones que todos conocían y coreaban con entusiasmo.
El día de la boda nos llevaron a dormir a la casa de los tíos de Octavio, donde habían estado instalados él y Merceditas, desde nuestra llegada de España. Era una casa grande, de dos pisos, en Coyoacán. Tenía un jardín alrededor y al fondo una casa pequeña, como de juguete, que habían construido para sus hijas cuando eran niñas. Los tíos eran mayores. Sonreían siempre y me trataron con mucho cariño. Me instalaron en el cuarto de Merceditas, que tenía dos camas de madera con un baldaquino del que colgaban cortinas blancas, tiesas de almidón. «¡Ay qué alegría tener otra vez niñas en la casa!», decía la tía. Acariciaba a Merceditas, y a mí me daba golpecitos en la cara: «Mírala, la española, tan seria y tan mayor.»
Aquella noche dormí mal. Estaba nerviosa y la extrañeza del cuarto excitaba mi imaginación. El calor me agobiaba, me asomé a la ventana y contemplé el jardín. La casa de los juegos estaba en sombras. De pronto me pareció que una luz temblorosa brillaba tras los cristales de la casa, como si alguien se moviese dentro con una vela en la mano. ¿Era el reflejo de la calle? ¿El fantasma de las niñas lejanas? El corazón me latía con fuerza. Miré hacia la cama de Merceditas, que aparentemente dormía. Cerré la ventana y volví a la cama sin hacer ruido. Tardé en dormirme y no me desperté hasta que Merceditas vino a buscarme y me sacudió suavemente diciendo: «Que nos vamos ya, que el coche nos espera…»
Después de desayunar, salimos hacia Puebla para pasar unos días con doña Adela. Luego nos vendrían a recoger nuestros padres para llevarnos a la hacienda.
Puebla es una ciudad grande. Está en un valle rodeado de montañas muy altas. Tiene una plaza con muchos árboles y una fuente preciosa en el medio. Allí está la catedral. Pero hay iglesias por todas partes. Iglesias con altares de oro, iglesias con altares pintados de muchos colores, torres altas, cúpulas, campanarios. Cuando suenan las campanas parece que ha empezado una gran fiesta que se transmite de unas a otras y se prolonga hasta el último rincón. Rosalía, la prima, nos acompañó a dar un paseo hasta la iglesia de Santo Domingo que tiene una capilla, la del Rosario, muy alegre, con una virgen llena de adornos. «Aquí me bautizaron», dijo, «a ver si me caso aquí.» Eso fue el sábado. El domingo nos llevaron a misa a la catedral. No se parecía nada a la de mi ciudad, pero me gustó ir. Me gustó la ceremonia, la música, las casullas de los curas, el parpadeo de los cirios, el olor del incienso. Por la tarde nos dieron chocolate con dulces muy ricos. El chocolate lo hicieron en una chocolatera dorada, removiendo lentamente con el molinillo. Como en España. El tercer día, que era lunes, fuimos con doña Adela al mercado. Los puestos eran maravillosos. Todo lo que vendían tenía muchos colores: las frutas, las especias, las telas… También las flores de papel y los juguetes de latón. El mercado era lo más alegre de Puebla. Doña Adela nos compró chucherías y a mí me regaló un traje de poblana muy bordado con los colores de la bandera. El martes llegaron mi madre y Octavio. Mi madre llevaba un vestido blanco y estaba muy guapa. También Octavio llevaba un traje claro y un sombrero de paja fina.
Al entrar por primera vez en la hacienda de Octavio confirmé lo que ya sabía: que Octavio era rico. El viaje a la hacienda lo hicimos en coche, un Ford grande, cargado de equipaje. Desde Puebla no había muchos kilómetros, pero la carretera era mala, llena de cuestas y curvas porque había que atravesar una parte de montaña. Al doblar un recodo, de pronto apareció una explanada y una tapia no muy alta, en cuyo centro destacaba una puerta de hierro forjado con un arco superior en el que decía con letras muy recargadas: «Hacienda Guzmán.» La verja estaba abierta y el coche avanzó por un paseo ancho, limitado por árboles a ambos lados. Al final del paseo estaba la casa, una espléndida construcción española, de la época colonial, me explicó mi madre, con una fachada blanca que se prolongaba hasta lo alto en curvas airosas rematadas por un campanario. Tenía muchos salones y habitaciones que allí les dicen recámaras, pasillos, galerías y un patio central, rodeado de buganvillas moradas que subían hasta el primer piso. En el centro se erguía una palmera con un tronco grueso por el que trepaba una glicina color naranja. Bancos de hierro muy trabajados ocupaban las cuatro esquinas del patio y arriba, en lugar de techo, resplandecía un rectángulo de cielo azul.
La finca era enorme. Kilómetros de cultivos, maíz, trigo, fríjoles, se extendían por las estribaciones de la montaña y descendían a un amplio valle para volver a subir por las laderas lejanas. «Ya iremos recorriéndolo todo», dijo Octavio. «Del otro lado, más hacia el sur, están las mejores tierras de la hacienda. Ésas son las que cedió mi padre cuando la reforma de Carranza.» Se dirigió a mi madre: «Te advierto que están medio abandonadas. No tenían quien supiera dirigir y organizar el trabajo, y los indios, ellos solos, han acabado por arruinarlas. Lo mismo ha ocurrido con muchos ejidos.» Mi madre sonrió y dijo: «No sabían cultivarlas. No sabían organizarse. Porque nadie les enseñó…»