Yo no podía imaginar los detalles de su intimidad pero sabía que eran horas para ellos solos, horas sagradas que no se podían interrumpir, horas en que los dos estarían abrazados en aquella cama grande hablando de sus cosas hasta que les fuera llegando el sueño.
No sé si Merceditas tenía celos de mi madre. Nunca se lo pregunté, por una mezcla de timidez y soberbia y también porque no sabía cómo empezar. Tampoco sabía qué recuerdos guardaba ella de la suya. Un día, al poco tiempo de llegar a la hacienda, me enseñó una por una todas las habitaciones del primer piso y me iba diciendo los nombres que les daban: «Ésta es la del obispo, ésta la del gobernador, ésta la del abuelo Pedro…» Al llegar a una al final del pasillo, me dijo antes de abrirla: «Aquí murió mi mamá.» Luego la abrió de par en par y siguió adelante sin detenerse. La habitación estaba en penumbra, con las contraventanas cerradas y las cortinas echadas. Adiviné una gran cama con una colcha blanca y un tocador con un espejo en el que se reflejaba la puerta abierta. Había frascos en el tocador y un portarretratos con una fotografía de boda que apenas pude distinguir, pero estaba segura de que eran Octavio y ella, la mamá de Merceditas. Cerré deprisa y me fui detrás de la niña que ya bajaba por las escaleras y me decía al verme: «¿Y qué tal si jugamos a la teja?» Me pareció que con aquella alusión a un juego que le habíamos enseñado Amelia y yo en España, pretendía hacerme comprender que estaba contenta conmigo y con nuestra presencia en su casa. Y también que la muerte de su madre había quedado encerrada en aquella habitación que ya nadie utilizaba.
Del viaje volvieron morenos y alegres. Nos trajeron muchos regalos. Cajas cubiertas de conchas marinas, caracolas enormes, collares de coral negro y blanco, un periquito en una jaula… Yo les había perdonado y me sentí satisfecha al ver a mi madre tan feliz y tan guapa. Llevaba un vestido nuevo de seda estampada con hombreras grandes y unas sandalias de tacón. «Última moda en Cuernavaca», nos dijo, «moda de gringos.» Se había cortado el pelo y lo llevaba suelto en ondas naturales. Parecía más joven. Octavio me dijo: «¿Cómo la ves a tu mamá, Juana?» «Muy bien», le contesté. Y tuve que reconocer que mi madre se parecía a la madre que siempre había soñado, guapa, joven y elegante. Como las que salían en las películas que veía con Olvido y sus hermanas los domingos por la tarde.
Los niños llegaban a las nueve de la mañana. Aparecían repeinados y limpios, daban los buenos días y se sentaban a trabajar. Mi madre hizo una lista con sus nombres y apellidos y cada día comprobaba que estaban todos. Los había de edades muy diferentes, pero ninguno sabía leer. Los dividió en grupos y le dijo a Octavio: «Me parece que he vuelto al principio otra vez. Al primer pueblo en que tuve una escuela unitaria y no sabía cómo arreglármelas para que no perdiera el tiempo ninguno…»
Aunque a la tarde no había clases -era cuando mi madre se ocupaba de nuestros estudios-, muchas veces aparecían dos o tres niños preguntando por doña Gabriela. A regañadientes, Remedios llamaba a mi madre -«…que la van a dejar seca de tanto hablar, que les da demasiadas libertades…»-. Pero mi madre siempre les recibía y ellos traían preparada una pregunta, una duda. Muchas veces lo que traían era un regalito: unas plumas coloreadas, una cestita de palma tejida, una fruta.
La escuela fue un éxito desde el primer momento. Y yo volví a descubrir en mi madre la sonrisa y el tono de voz que reservaba para sus clases. Desde muy pequeña había captado la transformación que se producía en ella cuando se enfrentaba con un grupo de alumnos. Fuera quedaban las preocupaciones o las tristezas. Salía de sí misma y era capaz de crear a su alrededor una atmósfera de vigoroso entusiasmo. Un día, cuando yo era una adolescente exaltada que se debatía entre mil caminos, me dijo: «Elige algo que pueda ser para ti el cimiento de tu existencia. Algo a lo que te puedas agarrar en los momentos malos, algo que nadie pueda quitarte. Las personas, los afectos pasan, pero tu profesión está ahí. Es como tu esqueleto que soporta tu cuerpo y te permite andar y moverte de un lado a otro, un delicado mecanismo que regula el equilibrio de tu vida.» Yo sabia que aquello era, al menos en su caso, absolutamente cierto.
A Merceditas y a mí nos buscaron un colegio en Puebla para ir preparando la secundaria. Era un colegio pequeño que había instalado un matrimonio de refugiados. Él, alemán, judío, huido del nazismo; ella, catalana, republicana, que venía de un campo de concentración francés. Llevaban un año y ya habían conseguido reunir un grupo de alumnos procedentes de familias liberales. Hijos de médicos, de abogados, la gente que simpatizaba con los vencidos de España y los perseguidos de Europa.
La familia de Octavio no estuvo de acuerdo. En la ciudad había colegios religiosos a los que acudían los hijos de las buenas familias. «Allí es donde se pueden hacer las amistades de toda la vida, Octavio, allí podrán preparar a tu hija para casarse con alguien que merezca la pena…», decía doña Adela. Y su hermano Ramón asentía, sin palabras. A mi ni me nombraban. Seguramente pensaban que mi madre era la causante de una decisión tan desafortunada para Merceditas, que hasta ese momento había tenido tutoras en casa. «Aunque ya sé yo que tú de siempre has sido revolucionario, que te conocemos, Octavio, y no soy yo quién para culpar a nadie de tus faltas…»
Para ir y venir a Puebla usábamos el coche de Octavio. Nos llevaba Damián, que era su secretario o administrador, su hombre de confianza. Tardábamos casi una hora en llegar y Damián nos esperaba las tres que duraban las clases. Siempre tenía cosas que hacer. Misiones que le encomendaba Octavio, bancos, facturas, documentos. Una lista de encargos que le daban los trabajadores de la finca: piezas para una máquina, semillas, un herbicida o unas tablas. Y pequeños encargos que le hacía Remedios: la escoba, el jarabe, la confitura, el matamoscas. Mi madre también le pedía que por favor le buscase este libro, aquel cuaderno, lapiceros de colores y papeles de seda para hacer plegados.
Damián nos recogía en casa de doña Adela, que vivía muy cerca de nuestro colegio, «y así no esperan en la calle ni en la puerta, que no me gusta verlas allí solas ni es conveniente para unas señoritas». Doña Adela nos daba un vaso de limonada y nos preguntaba qué tal las clases. Le explicábamos todo lo que quería saber. Que Nuria nos enseñaba lengua española y matemáticas y Gustav inglés y ciencias naturales. Y como no daba tiempo para más, por la tarde mi madre completaba el programa y nos enseñaba geografía e historia de España y México. Que a mí me gustaba mucho conocer las hazañas de los olmecas y de los zapotecas, del imperio azteca y de los mayas. Que teníamos libros con ilustraciones y que Octavio había prometido llevarnos con mi madre a visitar pirámides y templos cuando hubiera una buena ocasión…
«Y de religión nada, claro», decía doña Adela. Y suspiraba. Quería mucho a Merceditas y se conoce que no estaba conforme con aquella educación que su padre le proporcionaba. Pero era una buena mujer y nos trataba con mucho cariño a las dos. A mí me miraba a veces y me acariciaba el pelo y también suspiraba: «Anda que tú, pobrecita mía, tan niña y lo que has sufrido ya…»
Me gustaba aquella casa. Era grande, con habitaciones sombrías que olían a flores secas y a canela. Las cortinas estaban siempre echadas «por el ruido y el calor», decía doña Adela. Eran de la misma seda que la tapicería de las butacas. Había muchos cuadros, paisajes y retratos de señores serios con barba o perilla. «Mis antepasados», decía doña Adela, y levantaba la barbilla de un modo exagerado, como queriendo reforzar la importancia de esos señores. Merceditas y yo nos mirábamos y nos tapábamos la boca con la mano para que no se nos escapara la risa. En el portal de la casa había bancos oscuros y una puerta de hierro forjado que dejaba ver la calle cuando no estaba cerrada la otra, la de madera, tan pesada «que hay que cerrarla entre dos», decía Merceditas.