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Nos quedamos escuchando debajo de la ventana hasta que nos aburrimos de lo que oíamos porque lo repetían muchas veces, diciendo lo mismo de distinta manera. Doña Adela estaba seria, aunque no enfadada. «Que tú no conoces esto, Gabriela, que está muy mal visto que tú te prepares tu escuela y enseñes a los indios lo que no les interesa… Que me dicen los padres que a qué viene ese afán teniendo ellos colegios suficientes donde acoger a estas criaturas… que aquí no parece bien eso de no enseñarles la santa religión, Gabriela… que me adelanto porque vas a tener cualquier día la visita del enviado de Instrucción a ver qué es eso de hacerte tú la salvadora de estos niños… Encima viniendo de España, que lo menos que dirán es que eres comunista.» A doña Adela era a la que mejor oíamos porque estaba del lado de la ventana. Mi madre apenas hablaba y Octavio sí, Octavio le replicaba a todo y le decía: «Quédate tranquila que ya recibiremos a quien venga a visitarnos… pero vete diciendo a quien te pregunte que necesitamos muchas escuelas como esta de Gabriela para que todos aprendan lo que necesitan aprender, Adelita… Ya sé que no todos opinan lo mismo. Pero somos muchos los que estamos de acuerdo y mucho lo que van cambiando las cosas…» Cuando se fue, doña Adela nos dio un beso y una moneda a cada una «para que compráramos lo que quisiéramos». Llamó a Manolito, que se había dormido dentro del coche, y se volvió a Puebla. Yo pensé que, verdaderamente, una ciudad con tanta iglesia no iba a estar conforme con que a los niños no se les enseñase a rezar. Se lo dije a Merceditas y ella me miró con sus ojos tan negros y tan grandes, y me contestó: «Es verdad, pero esas iglesias las hicieron los españoles…»

Mi madre y Octavio se habían quedado en la puerta despidiendo a doña Adela hasta que el coche se perdió en la lejanía. Octavio sonrió y le dio a mi madre un golpecito en el brazo. «No te preocupes», dijo. Mi madre sonrió también, pero un poco triste. «Es la historia de mi vida; moriré luchando contra los mismos molinos.»

Remedios tenía razón: los indios de la hacienda estaban contentos con mi madre. Lentamente los niños progresaban. Aprendían a leer y escribir y también a hablar porque muchos tenían dificultades para expresarse en español. Mi madre adquiría nuevos libros para que leyesen los más avanzados. Les explicaba ciencias naturales, les hablaba de su geografía y de su historia. También dedicaba tiempo a los trabajos manuales, a la pintura, a la música. Les enseñaba canciones y les pedía que ellos cantaran las suyas. Las madres empezaron a acercarse, tímidamente, a la escuela. Primero fueron dos o tres. Sin palabras, con una cautelosa sonrisa, se quedaban a la puerta trasera de la casa, la puerta de la antigua capilla, y al salir mi madre retrocedían un poco, dejaban un espacio entre ellas y la mujer que ayudaba a sus hijos. No sabían decirle, ni explicarle, pero querían verla y mostrarle con su presencia un reconocimiento silencioso. Un día se habían reunido varias, sentadas en el suelo, arrebujadas en sus vestidos de percal, apoyadas en la pared de la casa, que les protegía con su sombra y sobre todo queriendo pasar desapercibidas. Una fila de cabezas oscuras inclinadas, los brazos cruzados, las manos ocultas bajo las axilas, las piernas escondidas bajo la falda. Una fila de cuerpos temerosos, encogidos sobre sí mismos. Fulgencio, el capataz, apareció de pronto ante ellas. Venía dando la vuelta al edificio, se acercó y les gritó una orden escueta, acompañada de un gesto enérgico. Se levantaron y se fueron con un breve trote asustado en el instante justo en que mi madre alcanzaba la puerta a tiempo para verlas, para percibir el gesto iracundo de Fulgencio, la rabia con que mordía un tallo seco girándolo entre los dientes amarillos. «¿Qué ocurre?», preguntó mi madre. «Nada, doña Gabriela, que hay que marcar un límite a esta gente si no quiere usted que un día se le metan en casa, poquito a poco, y hasta se sienten a su mesa…»

Aquella tarde después de nuestras clases llegó Octavio a caballo acompañado de Damián. Entró en la sala y preguntó: «¿Qué tal el día?… tan largo y caluroso… Hay problemas abajo. La tormenta de anoche arrasó la ladera del sur, está muy expuesta…» Pequeñas informaciones que Octavio daba cada día al regresar de sus visitas. Y allí estaba mi madre un poco tiesa, un poco rígida, con la actitud que solía adoptar cuando quería mostrar su descontento. Él se dio cuenta y se interrumpió para decir: «¿Qué ocurre?» Me hizo gracia que la pregunta fuera la misma que ella le hizo a Fulgencio. No contestó a Octavio. Se dirigió a nosotras y nos hizo una seña para que nos fuéramos.

«Jugad un poco ahí fuera o en vuestro cuarto.» Yo no sé lo que le dijo ni cómo planteó su desacuerdo con la expulsión de las mujeres, pero la discusión, si la hubo, debió de durar poco, hasta la hora de la cena que se servía temprano.

El enfrentamiento de mi madre con el capataz de Octavio se repitió en varias ocasiones. Una de ellas fue especialmente grave. Mi madre se enteró por los niños de la verdadera angustia de sus padres: las deudas con la hacienda Guzmán, que nunca lograban liquidar. Con el consentimiento de Octavio, un consentimiento tácito derivado de la inercia que rige las costumbres, el capataz se ocupaba del economato que abastecía a los peones. En el economato todos tenían cuenta y si no pagaban, parte del salario se iba quedando allí. Esto suponía una forma de esclavitud, ya que el endeudado no podía reclamar ni protestar, ni abandonar la hacienda prácticamente de por vida.

Mi madre no estaba de acuerdo con ese planteamiento. Además, decía, una buena parte de estos hombres no saben leer apenas y se les puede engañar fácilmente. Octavio hizo indagaciones y resultó cierta la sospecha. Las cuentas se engrosaban día a día por encima de las compras reales. Octavio montó en cólera y después de una larga conversación despidió al capataz, hijo del que había sido capataz de su padre. «Un hombre bueno», decía Remedios, «un santo varón, no como éste, que es un granuja más picotero que el jején.» A solas con mi madre, le pregunté: «¿Cómo es posible que Octavio no supiera que ese hombre era tan malo?» Mi madre suspiró y me dio como siempre una respuesta clara. Octavio consentía. Como su padre y su abuelo, dejaba en manos del capataz determinadas funciones, sin plantearse que algo podría fallar: «Ese consentimiento es uno de los males que sufren los que trabajan la tierra en este país.»

En invierno hacía frío. No el frío al que estábamos acostumbradas. Pero sí el suficiente para encender la chimenea y abrigarse un poco más. Estábamos sentados en torno a los leños encendidos y yo me sentía feliz. Me alegraba el cambio después del calor excesivo del verano. Entonces dijo Octavio, dirigiéndose a mi madre: «Tengo que ir a Ciudad de México. ¿Quieres venir conmigo?» Yo pensé: «Ojalá no vaya.» Todavía me sentía insegura para afrontar la ausencia de mi madre. Temía que le ocurriera algo, temía perderla y no podía soportar la idea de tener que quedarme a vivir en la hacienda sin ella. Mi madre dijo que sí, que iría, sin dudarlo un momento, sin buscar mi aprobación o mi disgusto. Se fueron y me quedé con la conocida sensación de vacío, el hueco angustioso de las separaciones. Por la noche tuve miedo. Me concentraba en los ruidos y trataba de descifrarlos. Imaginaba el dormitorio vacío de mi madre y Octavio. Su sola presencia en aquel cuarto me daba tranquilidad. Si algo sucedía podía correr hacia ellos, gritar, pedir ayuda. Sólo estuvieron fuera dos noches y al tercer día, cuando oí el ruido del motor del coche, todavía tuve un momento de congoja. ¿Y si venía Octavio solo? ¿Y si mi madre estaba enferma o herida en un hospital o detenida por un contratiempo inesperado? Había oído decir que algunos españoles tenían problemas con los pasaportes… Fue sólo un momento porque enseguida, los dos, felices y contentos, descendieron del coche con muchos paquetes. Me agarré a mi madre y frotaba la cara en su manga mientras el corazón me golpeaba rápido, rápido.