Al día siguiente nos llevaron a la laguna, la parte ensanchada de un río que se pierde en la selva. En el centro de la laguna había una pequeña isla. La rodeamos en una barca de remos. La pájaros, águilas, garzas, pelícanos huían ante nuestra proximidad. Los arbustos, enormes, entraban en el agua, y sus raíces se enredaban unas con otras formando una verdadera red. En los árboles, ceibos y cedros, se veían las bolsas negras de los hormigueros gigantes. Al regresar por un camino diferente, vimos nuevos poblados. Los niños convivían en absoluta libertad con los cerdos, los pavos y los cabritos. El sol quemaba y las moscas se detenían sobre los restos de un animal muerto al lado del camino.
Cuando llegamos a la casa, doña Adela, don Ramón y Tomás tomaban café en la sala. Parecían satisfechos. La palabra la tenía Tomás y don Ramón asentía: «… y vean ustedes, pues, cómo es prudente el cambio cuando el cambio se ve necesario, y si no queremos guerra habrá que buscar paz…, que ya recuerdan que el indio de estas zonas anda rebelde de años y años…, que el mulato y el negro se adaptan a esta tierra pero que muy rebién.»
Desde la ventana de mi cuarto contemplé el atardecer. El sol iba desapareciendo más allá de la llanura poblada de verdes. Cuando el disco rojo se fue ocultando, el cielo se volvió rosa, asalmonado, vainilla.
Rosalía me recordaba mucho a Olvido. Siempre hablaba de novios y de bodas. El matrimonio era una obsesión. «Cuanto antes mejor. Así tienes hijos joven», decía. Y, misteriosa, me susurraba al oído: «Una amiga mía se ha casado con dieciséis cumplidos. Ya sabes…», insinuaba pícara. Yo no sabía pero ella trataba de explicarme, mimaba el embarazo con gestos cómicos. Luego aclaraba con palabras: «De tres meses, mujer…»
Mi grado de inocencia era exagerado. Pero ya Rosalía, como Olvido en su día, trataba de iniciarme en los secretos a voces de la vida. Fue a Rosalía a quien tuve que acudir para contarle a medias asustada, excitada a medias, que allí, en la hacienda de su padre, había llegado el momento de confirmar mi feminidad. El segundo día amanecí con las sábanas manchadas de sangre. Rosalía y su madre me consolaron y me dieron consejos risueños salpicados de interpretaciones jocosas: «Que ya te visitó el caballero de la casaca roja…, que ya está la tierra lista para la siembra.» Con esa información previa, a mi madre le costó poco trabajo aleccionarme de forma científica sobre lo mismo.
El día que Rosalía cumplió quince años, pocos meses después de nuestra excursión, se celebró una gran fiesta. Era, me explicó mi madre, una costumbre en ciertos ambientes para presentar en sociedad a las jóvenes. A partir de esa «fiesta de quince», los pretendientes, incluso los novios, eran aceptados.
«Tú vendrás a mi fiesta», dijo Rosalía. «Merceditas es muy pequeña pero tú ya vas siendo grande.» Al final fuimos las dos y permanecimos sentadas con los mayores, observando el ir y venir de Rosalía. Llevaba un traje blanco de organdí, con la falda muy hueca, flores en el pelo, un collar de perlas, sortijas y pulseras. Las amigas también vestían trajes de fiesta, azules, rosas, beige. Ellos iban de oscuro, muy peinados, muy puestos. Hubo uno, sólo uno, que vino a buscarme con una copa de ponche en la mano: «¿Quieres?» Yo moví la cabeza, rechazándolo. Y él continuó: «¿Tú eres la española?» Roja de vergüenza, asentí con otro movimiento de cabeza. Se sentó a mi lado, en la silla que una señora había dejado momentáneamente vacía, y trató de conversar: «A España pienso ir un poquito más adelante. A Sevilla, a Granada, y a Madrid a los toros.» En voz baja murmuré: «Ahora, con esa guerra…» Él se echó a reír: «Claro que ahora no. Pero algún día terminará la guerra. Además ahora estoy arriba con los gringos estudiando en un internado…» Enseguida se acercó una muchacha y le cogió de la mano: «Ande, vamos a bailar.» Me dijo adiós y se incorporó al grupo de danzantes. Giraban todos enloquecidos al son de una música rápida, que brotaba del gramófono colocado en una esquina del salón.
«Tiene quince también», me explicó Rosalía días después. Es hijo de un petrolero pero la familia de la madre es de aquí. Mucha plata, mucha…», repitió admirativa. Y luego pasó a sus chanzas habituales. «Mírala ella, tan modosita, y viene a quitarnos novios a las mayorzotas…»
Durante muchos días pensé en él. Una nueva sensación de dulzura y alegría me invadía. Tardaba en dormirme por la noche y pensaba en aquel chico cuya fugaz aparición me había trastornado. ¿Le volveré a ver?, me decía. ¿Me dejará mi madre dar una fiesta de quince años? Hablaré con Rosalía para que le invite… Sólo faltaban dos años y medio para que llegara ese momento. Miré hacia atrás y pensé que otro tanto hacía que estábamos en México. Habían pasado casi tres años en los que no podía quejarme de nada. Nuestra vida se deslizaba suavemente, acolchada y sin estridencias. El día de nuestra llegada estaba ya lejos. Y también España había quedado atrás, quizás para siempre.
Nuestros estudios de secundaria iban bien, apoyados y reforzados por la intervención de mi madre. Yo leía mucho y sin darme cuenta iba aumentando mis conocimientos. Mi madre me daba a leer poesía española y una profunda nostalgia me asaltaba. Atravesaba una etapa muy inestable. Lloraba o reía con el menor pretexto. «Es la edad», decía mi madre. Pensé escribir a Amelia para tratar de explicarle lo que me pasaba, pero últimamente nuestras cartas se habían ido espaciando. «El tiempo», decía la abuela, «lo allana todo, lo apisona todo.» Ahí estaba la raíz de la angustia que unida a la melancolía de la adolescencia me sumía a ratos en un sopor salpicado de suspiros.
No sólo la poesía contribuía a mis exaltaciones. Había un tipo de lectura, semiclandestina, que Rosalía me proporcionaba. Eran novelas de un español, Rafael Pérez y Pérez, que leían mucho las chicas mexicanas. Había una Duquesa Inés que me entusiasmaba. Trataba de una maestra que había entrado de institutriz en la casa de un duque cuya mujer estaba gravemente enferma. Inés se hace cargo de los niños y cuando la mujer muere, el duque, enamorado de su bondad y belleza, la convierte en duquesa ante la oposición de la aristocrática familia. Mi madre no era partidaria de este tipo de novelas. «Te llena la cabeza de pájaros», decía. «Además esos mundos no son reales.» De modo que empecé a leerlas a escondidas y a recoger otras nuevas de manos de Rosalía, también a escondidas.
«Lo de tu madre es una novela de Pérez y Pérez», me dijo un día Rosalía. «Casarse con un viudo, mexicano y rico, en su situación…»
Estoy segura de que no pretendía ofenderme, pero lo hizo. Dejé de pedirle sus novelas y regresé a mi madre en busca de consejo. «Puedes leer muchas cosas, buenas y entretenidas.» Me dio El gran Meaulnes, David Copperfield y el Primer amor de Turgueniev.
Gustav y Nuria, el matrimonio que nos preparaba para los exámenes anuales de secundaria, venían a cenar con cierta frecuencia. Mi madre había encontrado en Nuria una amiga con la cual podía charlar de modo más abierto y sincero que con las mujeres que se movían en el ambiente familiar de Octavio. También el propio Octavio encontraba satisfactoria la amistad con la pareja. El dolor de Gustav ante la destrucción de su país se veía aliviado por el avance indudable de los aliados. Me gustaba oírles hablar y mi madre me dejaba quedarme un rato después de la cena. A veces venían con algún otro amigo.
Su casa se había convertido en una especie de consulado de los desamparados europeos, sobre todo de los españoles del exilio. Un día fui testigo de un enfrentamiento entre mi madre y una de estas amigas exiliadas, la mujer de un profesor de historia que trabajaba en un archivo. La conocíamos ya de otras ocasiones y siempre había dado muestras de descontento y amargura. Su marido, por el contrario, era un hombre tranquilo y pacificador. Aquel día, como siempre, se acabó hablando de España. Inesperadamente la mujer dijo: «Todos los que se han quedado dentro son unos traidores.» Lo dijo con rabia, con una suerte de resentimiento. Se hizo un silencio instantáneo pero enseguida intervino mi madre, aunque nunca había sido discutidora ni agresiva. «Todos no», dijo con firmeza. Yo sabía que estaba pensando en Eloísa, en los padres de Amelia. «¿Por qué has venido tú, entonces? Yo creía que habías venido porque te faltaba el aire y te sobraba la vergüenza para convivir con los asesinos de tu marido…» La mujer estaba exaltada. Le brillaban los ojos con furia. Había tomado una sola copa de rompope, el ponche inofensivo que hacía Remedios. Los demás escuchaban apesadumbrados. Mi madre estaba tranquila: «Hace falta tanto valor para irse como para quedarse», aseguró. «Hace falta mucho coraje para seguir viviendo allí sin rendirse por dentro.» En aquel momento, Octavio miró el reloj y dijo: «Perdónenme que es la hora del noticiero.» Y se fue hacia la radio. «Los aliados han invadido esta madrugada Normandía…» La tensión se deshizo como por encanto y la conversación se convirtió en una llamarada de esperanza.