«Doña Gabriela, si yo le dijera…», empezó Remedios. Se quedó con la frase en el aire, las manos entrelazadas en la cintura, la sonrisa esbozada a medias. «¿Qué tiene que decirme, Remedios?», preguntó mi madre. «Mañana lo verá usted, no se lo digo.» Al día siguiente era el cumpleaños de mi madre. Nos despertamos temprano, como todos los días. Era lunes y había que ir a Puebla, a las clases. Estábamos vistiéndonos cuando por toda la casa resonó una canción. Era una canción que yo conocía bien, pero aquello era otra cosa. Se oía música y muchas cosas, finas y suaves la mayoría, que sonaban unidas en un armonioso conjunto. Al bajar las escaleras, mi madre ya estaba allí en el amplio zaguán, rodeada de niños:
Algunos hombres tocaban la guitarra. Las mujeres callaban. Se acercaron a mi madre y le fueron entregando sus regalos, una a una, como en una ofrenda. Mi madre no lloraba nunca, pero vi un brillo húmedo en sus ojos. «¿Lo ve, doña Gabriela, lo ve como tenía que esperar?», decía Remedios. Ella sí lloraba, conmovida y orgullosa del homenaje. Después, como todos los días, los niños se fueron a la escuela. De la cocina de Remedios salieron dulces y refrescos y la fiesta continuó toda la mañana.
Por entonces, los niños eran cerca de cuarenta. Cuando se abrió la escuela habían acudido sólo diez. Aquel éxito tuvo sus ramificaciones. Los mayores, chicos de trece y catorce años, que ya sabían leer y escribir con soltura y hacer operaciones matemáticas, dejaron de asistir a las clases. Muchos empezaron a trabajar en la hacienda, en los almacenes, donde ayudaban a pesar y medir, a marcar los sacos, a hacer el cálculo de lo recogido. Algunos, animados por parientes o conocidos, se fueron a la ciudad. «Se puede conseguir tantas cosas sabiendo leer y escribir», decía Remedios. «El que no sabe es ciego y mudo, doña Gabriela, usted está haciendo un milagro…» No todos opinaban lo mismo.
Un día se presentó en la hacienda un personaje vestido de oscuro, con corbata y sombrero y una carpeta en la mano, que preguntó por Octavio. Como no estaba se quedó esperando «porque», dijo, «es con él con quien necesito hablar». Le esperó durante un largo rato, y al verle aparecer se dirigió a él con tono misterioso: «¿Señor don Octavio? Necesito hablar con usted…» La entrevista no duró mucho. El hombre se fue andando por donde había venido, hasta el camino por el que pasaba el viejo coche de línea que se dirigía a Puebla. Cuatro kilómetros de andadura y un par de horas de espera al sol.
Como había pronosticado doña Adela, el inspector informó a Octavio que tenían quejas serias de la escuela de mi madre. La coeducación estaba prohibida en todo el territorio. Aparte de otras consideraciones, aquello tenía que terminar, por la moral y buenas costumbres. Separarían a los niños de las niñas y se abriría una investigación para ver si el ministerio podía autorizar una escuela doméstica que no tenía permisos ni controles. Mi madre se limitó a decir: «Podían haber, enviado antes a alguien para comprobar que aquí había cuarenta niños analfabetos.»
No se supo el origen de la denuncia que motivó la visita del inspector de Instrucción. Pero la denuncia había existido. Octavio tuvo que mover muchos hilos. Llamó a muchas puertas de caoba, visitó muchos despachos regiamente decorados hasta que logró convencer a quien correspondía, «de la utilidad y el servicio de una pequeña escuela primaria, asentada en una hacienda, sin costo alguno para el gobierno y con la garantía de una maestra titulada que venía de España como tantos a compartir su esfuerzo con nosotros».
Todo quedó resuelto con una condición, la separación de niños y niñas. «En eso no podemos hacer nada, Octavio, nada desde que salió la nueva Ley», le dijeron. Esta nueva exigencia llevó a mi madre a transformar su escuela y a darle un nuevo giro. Necesitaba otro local. Un pabellón separado de la casa con dos alas, niños y niñas. La antigua escuela situada en la capilla quedaría para actividades comunes, porque mi madre se negó a aceptar una separación total. Octavio accedió a construir la escuela. Otro problema vino a surgir con la separación: mi madre necesitaba ayuda. A través de Nuria buscó otra persona que quisiera vivir en la hacienda de lunes a viernes.
A medida que mi madre se afincaba más en la hacienda y organizaba su vida de modo definitivo, yo me iba alejando de ella. La adolescencia marcó el principio de mi deseo de separación. Mi madre seguía siendo la persona más importante para mi, pero yo necesitaba respirar por mi cuenta, vivir, experimentar. No podía hablar de esto con nadie. Rosalía seguía con sus sueños de un matrimonio tradicional, su deseo de convertirse en ama de casa sin la más mínima curiosidad por estudiar y viajar. Merceditas era muy niña todavía y esperaba la voz del padre que marcara el camino a seguir.
Oportunamente, vino a entrar en nuestras vidas la persona que yo necesitaba. Se llamaba Soledad y era perfecta, según Nuria, para ayudar a mi madre en la escuela. Había nacido en Veracruz pero vivía en Ciudad de México con un hombre que luego la abandonó. Había hecho una licenciatura en Letras y se interesó por el trabajo porque, según Nuria, quería salir de la ciudad, donde no podía dar un paso sin encontrarse con su antiguo amor, un personaje muy representativo del mundo intelectual. Soledad estaba dispuesta a vivir en la hacienda, no de lunes a viernes sino toda la semana. Cuando entró en nuestra casa por primera vez me quedé sin aliento. Era la mujer más guapa y más interesante que había visto en mi vida. Aceptó las condiciones y se quedó. Poco a poco fuimos descubriendo sus numerosas cualidades. Tocaba el piano, bailaba ballet, hablaba francés, recitaba, cantaba, se movía con gracia y sonreía a todos como diciendo: «Bien, aquí me tenéis, dispuesta a haceros la vida más alegre.» A mí me deslumbró. Mi madre vio enseguida la cantidad de posibilidades nuevas que ofrecía a la escuela la colaboración de Soledad.
Octavio la aceptó con cortesía y una sombra de distanciamiento que marcaba siempre su relación con los demás. Merceditas, como su padre, se mantuvo al principio reservada, pero no tardó mucho en entregarse al encanto de la recién llegada. Fue Remedios quien hizo, como siempre, un análisis original de la situación: «Digo yo, mis niñas, que ¡poco bien que va a estar el señorito Octavio con tanta mujer! Me lo veo ya presidiendo la mesa y ustedes cuatro, alrededor, halagándole…»
Soledad transformó nuestras costumbres sin intentarlo y, desde luego, sin consultárnoslo. En principio el almuerzo se retrasó porque se alargaron las horas de clase. Al final de la mañana, reunía a niños y niñas en la antigua capilla y durante un rato les enseñaba a cantar. Hizo bajar del primer piso el piano que no se usaba y dijo: «Quiero hacer un coro.»