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Por otra parte, a primera hora de la mañana sacaba a todos los niños al patio de la parte trasera y hacía gimnasia con ellos, antes de empezar las clases. Luego trabajaba con las niñas mientras mi madre se ocupaba de los niños, cada una en su aula.

Mi madre estaba contenta. Era el tipo de ayuda que necesitaba, una persona joven, llena de entusiasmo y de recursos, y con sus mismas ideas sobre educación. Después de comer, la sobremesa se prolongaba un buen rato sin que nadie pensara en retirarse como hacíamos antes.

Soledad nos mantenía a su lado cautivados por su charla. Hablaba de personas conocidas de todos, personas públicas que tenían un relieve en la vida mexicana. Y de personas desconocidas, amigos suyos de los que contaba anécdotas divertidas o terribles. Ilustraba la conversación con citas literarias o con reflexiones filosóficas.

A Remedios la volvía loca. «Remedios, cuando quieras te enseño a hacer crochet… Remedios, te cortaré el vestido después de cenar… Remedios, tienes que hacerme las papas con dulce y frutas que se te dan tan bien…» Se dirigía a todos con soltura. Tuteaba, abrazaba, besaba. Un día, al poco tiempo de estar Soledad instalada en nuestra casa, vino doña Adela a comer. «Yo creo que vino a observar», nos dijo Remedios aquella noche, mientras la ayudábamos a recoger la ropa planchada. «Venía a ver qué pasa con la señorita Soledad. Que estoy segura de que no le gusta porque habla mucho y nos trata a todos con el tú…»

Abandonamos a Remedios enseguida y volvimos al comedor, donde aún seguían hablando los mayores. Sobre todo Soledad. «Frida Kahlo es una mujer impresionante», decía. «Además de ser una gran artista, ese amor tan grande con Diego Rivera, sólo imaginarlo se me pone la carne de gallina…» Echaba hacia atrás su melena negra. Miraba a lo alto unos segundos y regresaba a tiempo para fijarse en nosotras, que habíamos entrado en silencio y nos quedábamos de pie esperando para pedir, en alguna pausa, «un ratito más, por favor».

El óvalo del rostro de Soledad era perfecto. Los brazos largos, las manos finas. Su cuerpo se movía en un baile permanente pero natural. Como se mueven los pájaros cuando vuelan o los peces cuando nadan. También como el gato de Remedios, cuando se deslizaba por la tapia del patio con su balanceo mesurado, observando.

Al paso de los años, cuando rememoro aquellos hechos y evoco a las personas que fueron sus protagonistas, me pregunto: ¿Cómo es posible que conviviéramos tan estrechamente con Soledad y supiéramos tan pocas cosas de ella? Porque Soledad, que hablaba tanto de otras gentes, apenas aludía a sí misma; rara vez dejaba traslucir algún dato que permitiese identificarla. Sólo algunas noticias escuetas: un padre muerto, una madre y un hermano que vivían en Veracruz, sus estudios universitarios. Nada más. Ninguna anécdota que añadiera calor biográfico a su pasado. Ninguna confidencia espontánea que pudiera permitirnos imaginarla en su vida anterior. Encerrados en la hacienda, con tan pocas oportunidades de salir de nosotros mismos, Soledad nunca tuvo un momento de desánimo que la impulsara a un desahogo emocional.

Los días pasaban y la brillante personalidad de Soledad seguía ejerciendo su fascinación sobre nuestra familia. Es verdad que doña Adela, a raíz de su visita, había dado muestras de desagrado. «Me han dicho que es demasiado libre, Gabriela. ¿Tú crees que es natural que ella viviese en Ciudad de México con ese hombre tan famoso, sin casarse, claro, porque él ya está casado…? No sé si es buena cosa tenerla tan a mano de las niñas. ¿No crees que las puede influir mal, dar mal ejemplo?» Mi madre se reía. «La estrechez moral de tu hermana», le decía a Octavio, «es asombrosa.»

Soledad escribía muchas cartas. Se las daba a Damián para que las echara al correo en Puebla. Yo tenía verdadera curiosidad por esas cartas. ¿Para quién eran? Pude echar alguna ojeada a los sobres. Iban dirigidos a personas desconocidas en Madrid, en Barcelona, en París. También a asociaciones misteriosas, o así me lo parecían porque no podía entender el significado de las siglas.

Ella también recibía cartas. Se las daba Nuria a Damián metidas en un sobre grande cuando reunía tres o cuatro. ¿Por qué no las mandaban directamente a la hacienda? Yo misma me di la respuesta: Tardarán menos en llegar a la casa de Nuria en Puebla. No aparecía pista alguna que diera luz sobre Soledad. Tampoco la buscábamos. Nos limitábamos a aceptar la lluvia de sugerencias que ella derramaba sobre nuestra existencia. Fuegos artificiales que encendía sin esfuerzo y que nos mantenían absortos en su espectacularidad.

Con Soledad se podía hablar de todo. Tenía una habilidad extraordinaria para establecer un contacto individual. Era generosa de su tiempo y, en mi caso, paciente con la torpe exposición de mis problemas. Sentada en cuclillas sobre la alfombra de mi cuarto, empezaba por crear un clima de confianza, interesándose por los objetos que nos rodeaban o aludiendo a pequeños incidentes del día. Enseguida pasaba a hacer preguntas sobre los otros. «¿Y tu verdadero padre?», me decía. «¿Cómo era? Y tu madre, ¿cómo se enamoró de Octavio?» Eran preguntas cariñosas y nunca sonaban a curiosidad gratuita. Luego pasaba directamente a hablar de mí. De lo triste que debía de ser vivir aislada en esta hacienda. De lo necesario que sería para mí salir de aquí y conocer más gente para estudiar y aprender más, para vivir una vida rica, abierta a un futuro lleno de sorpresas. Parecía que adivinaba todo lo que yo, en mis exaltaciones solitarias, soñaba.

Merceditas enfermó. Amaneció un día con fiebre, vomitaba todo lo que comía, le dolía la tripa. Octavio la metió en el coche y se la llevó al hospital. Mi madre fue con ellos y no regresaron. Aquella noche no pude dormir. Empecé a tener miedo. ¿Y si moría Merceditas? La losa que me aplastaba el pecho al pensar en la desaparición de la abuela, volvió a golpearme. A media mañana del día siguiente llegó mi madre, ojerosa y cansada. «Todo va bien», dijo. «La operaron anoche, urgentemente, de apendicitis. Descansaré un rato y volveré a la noche para que Octavio duerma.»

Inmediatamente, Soledad se hizo cargo de la situación. Se ocupaba de todo. Sustituía a mi madre en la casa y en la escuela. Reunió a todos los niños y trabajó con ellos en la capilla. Luego organizó comidas, despachó con el nuevo capataz y tomó nota de los encargos para Octavio. A los dos días pude visitar a Merceditas. Estaba pálida, con su camisón blanco como las sábanas de la cama. Le di un beso y salí enseguida. «Pronto estará bien», dijo Octavio. Y así fue, aunque de momento se quedaría en casa de doña Adela para que el médico pudiera visitarla cada día. Durante las dos semanas que duró la convalecencia, tuve a Soledad para mí sola. Después del almuerzo me ayudaba a hacer mis trabajos, y luego charlábamos. Ella me fue introduciendo en un mundo que apenas conocía. El mundo de las personas que dedicaban su vida a la ciencia, al arte, a la política. Me hablaba de reuniones en noches interminables de charlas y copas. De los amores y desamores que tenían algunos de ellos. De sus casas y sus viajes, y lo ancho que es el mundo para la gente que destaca en algo. «Lo mismo puedes estar en Acapulco que en la Costa Azul, porque los ricos siempre invitan a las personas excepcionales para que les distraigan y también para que les presten ese brillo inconfundible del talento, ese brillo que el dinero no tiene…»

Lo que Soledad me contaba parecía que lo hubiera leído en un libro, porque nunca dijo: «Precisamente estaba yo allí…», ni tampoco «Yo conocí a este hombre que te cuento». No, ella no se incluía en la historia. La historia tenía otros protagonistas, nombres que no me decían nada en esos tiempos, pero que sonaban maravillosos a juzgar por el entusiasmo y reverencia con que Soledad hablaba de ellos.