El final de la guerra sorprendió a todos. Se sabia, se veía venir, pero la espera de un final inmediato había sido demasiado larga.
Lo excesivo del saldo emborronó la alegría en las informaciones de los diarios. Había habido demasiada destrucción, demasiados muertos. Reconstruir el mundo no iba a ser tarea fácil. La economía era la gran preocupación. «A quién comprar y a quién vender en este cementerio», le oí comentar a Octavio. Con un egoísmo apabullante, yo vivía preocupada de mi propio futuro. Estaba alcanzando el final de una etapa y no podía continuar en un régimen precario de estudios. Se hacía imprescindible el traslado a un liceo para continuar los cursos superiores que me llevarían a la universidad. Puebla no era la solución: «De todos modos estarías separada de nosotros y tendríamos que buscarte un lugar donde vivir porque no podemos abusar de Adela.» En la mente de mi madre germinaba hacía tiempo un plan: yo debía seguir estudiando en uno de los colegios que los exiliados españoles fundaron en Ciudad de México; de ese modo participaría de lo mejor de ambas culturas. Por primera vez me habló mi madre del dinero de Octavio: «Él quiere pagar todos tus estudios. Sé que lo hace con gusto y también sé que tú responderás como debes a su generosidad.» Un arrebato de soberbia me hizo decir: «Se lo agradezco mucho. Pero nosotras hemos venido hasta este extremo del mundo y eso también tiene mérito, eso también se paga.» El asombro de mi madre se reflejó en su rostro. Iba a hablar pero no la dejé: «No digas nada. Lo sé, lo sé. Se lo agradezco mucho todo. Ya sé que ha sido nuestra salvación.» Nos abrazamos las dos, o mejor dicho yo abracé a mi madre, avergonzada.
Octavio conocía a la gente de la Academia y pudimos conseguir una plaza para el curso siguiente. El futuro empezaba a moverse. Venía a mi encuentro. Me esperaba.
Fue Merceditas la que más sufrió con la noticia de mi marcha. Me miraba con tristeza a todas horas como si fuera a ocurrirme una desgracia. Había crecido mucho después de la operación y reaccionaba con llanto a la menor contrariedad. Yo trataba de animarla: «Dentro de dos cursos te toca a ti. Estaremos juntas entonces. Viviremos en la misma habitación.» «Yo no iré», me decía. A mí no me dejarán salir de aquí.» En el fondo yo también pensaba que ella se quedaría en Puebla al cuidado de su tía. Octavio no podía renunciar a tenerla cerca, y al mismo tiempo yo intuía que le daba miedo una educación demasiado libre para su hija. Con la cabeza, Octavio iba mucho más avanzado que con el corazón.
Aunque expreso opiniones sobre él, la verdad es que Octavio era un desconocido para mí. Primero fue el viudo, el personaje misterioso que sembraba una curiosidad teñida de emoción por las calles de mi niñez. Luego fue Octavio, el amigo de la familia de Amelia, el que nos ayudó a llegar a México. Un día se convirtió en el marido de mi madre. Pero yo apenas sabía cosas de él, qué pensaba, qué sentía, cómo era por dentro. Di por sentado que estaba enamorado de mi madre. Yo la adoraba y la admiraba, y encontraba natural que despertara un amor. En cuanto a Octavio, lo aceptaba como era sin hacerme preguntas. Luego, en los años de mi adolescencia, cuando empecé a ver bajo otro prisma a los seres que me rodeaban, me pareció que descubría un nuevo Octavio. Me detuve a considerar su atractivo, la esbeltez de su cuerpo, la agilidad de sus movimientos, su mirada expresiva, su frente amplia, su hermosa boca. Tenía un aire joven y maduro a un tiempo, que me recordaba a algún actor de cine o quizás a más de uno. A veces se quedaba observando a mi madre como si la tuviera lejos o como si él mismo regresara de un lugar distante. Pero en su mirada había una sombra de ternura que se extendía a su sonrisa. A veces le cogía la mano o cuando caminaban juntos le pasaba el brazo por los hombros. Parecía que la presencia de mi madre le transmitía serenidad.
Era septiembre. Hacía calor. Se acercaba el momento de la partida. Mi madre se afanaba para preparar todas mis cosas. Con su actividad evitaba pensar. Lo decía ella: «Con este ajetreo no pienso que te vas…» Lo decía sonriendo, pero a menudo le aparecía un fugaz temblor en la barbilla que se desvanecía al instante. Octavio no mostraba signo alguno de preocupación o tristeza. Tampoco de alegría. Respetaba la opinión de mi madre y se adhería a ella. Dudo que yo significara tanto para él como para sentirse afectado. Una noche estábamos todos lánguidamente distribuidos por los asientos del patio interior. Octavio y mi madre, cerca uno del otro, en sus mecedoras. Merceditas y yo, en el banco más cercano. Nadie hablaba. Soledad entraba y salía. Una gran trenza sujetaba su pelo. «No puedo con el calor», acababa de decir, y en uno de los viajes al interior volvió con la trenza hecha. «¡Qué bonita!», dijo Merceditas. La retuvo en sus manos y la acarició un momento. Los demás callábamos. Soledad preguntó: «¿Qué tal les parece si traigo música?» Sin esperar respuesta desapareció en la casa en busca de un gramófono. Una vez instalado junto a la puerta que daba entrada al salón, volvió a perderse en el pasillo para regresar cargada con un montón de discos. Nadie preguntó qué música íbamos a oír. Ella levantó el brazo del gramófono y dejó caer la aguja. El patio resonó como un pozo con la vibrante melodía. Era música popular, música para bailar, para seguir con palmadas, para correr a lo largo del patio riendo y saltando. Eso fue lo que hizo Soledad tomándonos a Merceditas y a mí de la mano. Todos reíamos. La nube de tristeza que flotaba en el aire se esfumó. «Qué alegre y qué joven y llena de vida es Soledad», pensé. O quizá lo pienso ahora y en aquel momento me limité a sentirlo intensamente.
Coyoacán «lugar de coyotes», me explicó Octavio al entrar en el barrio camino de la casa de sus tíos. íbamos a pasar allí la primera noche. Al día siguiente me dejarían instalada en la ciudad, en mi nuevo alojamiento. Coyoacán: la casa estaba igual que hace unos años. El cuarto con sus camas de cortinas blancas. La casa de muñecas del jardín. Me asomé a la ventana antes de acostarme. La casita estaba a oscuras. Ningún reflejo de luz tras los cristales. ¿Había perdido yo el poder de mirar o era la casa la que estaba despojada de su magia? De nuevo iba a separarme de mi madre, ahora por mucho tiempo. Pero era una elección mía, o al menos un deseo que coincidía con la elección de mi madre. Olía a jazmín y a magnolias. Las farolas de la calle apenas despejaban de sombras un círculo a sus pies. La noche estaba oscura. Un brusco chaparrón golpeó las hojas de los árboles, el tejado, la piedra de la escalera. Cerré la ventana, y con la luz apagada me metí en la cama. Esta noche no estaba a mi lado Merceditas, plácidamente dormida, ajena a los sobresaltos de mi imaginación. Puede que a esa hora pensara en mí, puede que aprovechara nuestra ausencia para charlar hasta muy tarde con Soledad. Quizá Soledad le estaba preguntando: «¿Qué sientes por Juana? ¿Qué te pareció la boda de tu padre con Gabriela?»
Mi madre tardaría en dormirse, angustiada por nuestra separación. La lluvia cesó. Volví a abrir la ventana y respiré el aire húmedo. A los perfumes de las flores se unía ahora el fuerte aroma de la tierra mojada. «No quiero estar triste, no debo estar triste», pensé. Me parecía bien decírmelo. Pero la verdad era que yo no estaba, en absoluto, triste.
La primera carta de mi madre llegó un viernes. Me contaba los escasos acontecimientos de la vida en la hacienda. «El caballo tiró a Antonio, el capataz, yo creo que no anda muy suelto en eso de cabalgar. Iba con Octavio camino de Los Riscos y el caballo le hizo un extraño. Salió por los aires y parece que se ha hecho daño en una pierna.» Luego, que Merceditas me echaba de menos y andaba triste y apagada por la casa. Y Soledad la consolaba. Remedios, que no paraba de hablar de mí. «Todos, todos te recordamos. Nos faltas a cada instante. Pero sabemos que es por tu bien.» Evitaba a propósito hablar en singular, decir: «No puedo vivir sin ti.» Y yo lo agradecía porque todas mis defensas se habían puesto en guardia para evitar llegar a ese «no puedo vivir sin ti». No quería recrearme en los recuerdos, y al mismo tiempo la novedad de todo lo que me rodeaba me ayudaba a estar serena. «Siempre es mejor irse que quedarse, hija mía», me dijo Remedios en uno de sus últimos discursos. «El que se va deja atrás la piel antigua y desde que sale por la puerta ya empieza a vestirse con otra. Pero el que se queda no encuentra más que huellas en el polvo, olores en las telas, ah, y hasta el eco de la voz prendido en los rincones de las habitaciones…»